El canto de las ballenas
Escucharlas es tomar conciencia de nuestra propia arrogancia, convencidos de ser el centro del universo, la única forma de inteligencia, la medida de todas las cosas
Las ballenas jorobadas cantan. Sus canciones pueden durar hasta media hora y están organizadas como piezas musicales complejas, con frases, temas y repeticiones. Cada población de ballenas tiene su propia canción, que aprenden todos los miembros de la comunidad, y que además va cambiando con los años.
En 1970, un disco de vinilo cambió para siempre nuestra percepción del océano y de las criaturas que lo habitan. Songs of the Humpback Whale, editado por el biólogo acústico Roger Payne registró los cantos de las ballenas, que hasta entonces permanecían ocultos bajo el manto del agua. Escuchar aquella música profunda, esos sonidos que parecían venir de otro mundo, supuso todo un descubrimiento. Allá, en el fondo del océano, existía un universo sonoro sofisticado y misterioso, todavía inexplicable para nosotros, los seres de la superficie.
Décadas de estudio concluyeron que en esas canciones podía detectarse el rastro de algo que hasta el momento solo atribuíamos a los humanos: cultura.
Cuando lo pienso, me invade eso que el escritor francés Romain Rolland llamó “sentimiento oceánico”, una especie de sensación de unidad con el mundo, de pertenencia a algo mucho más grande que nosotros mismos. Mis preocupaciones cotidianas se me hacen pequeñas por un instante, el cuerpo se me aligera y los límites de mi piel desaparecen, como si pudiera formar parte del flujo de las mareas.
Algo así fue lo que sentí hace unos días al visitar la exposición “Ecos del océano”, comisariada por mi admirado Jose Luis de Vicente, que nos propone sumergirnos en las formas de percibir el mundo de los habitantes de las profundidades.
Y verán, esto me parece importante y quizá tenga que ver con mi fascinación por las ballenas. Escucharlas es tomar conciencia de nuestra propia arrogancia, convencidos de ser el centro del universo, la única forma de inteligencia, la medida de todas las cosas. Acercarnos a su complejidad y a su belleza es cuestionar nuestro mundo autorreferencial y aprender a situarnos.
Asumir que la forma en la que nos relacionamos con el planeta, la de la dominación y la explotación masiva de los recursos, está agotada y nos ha dejado un mundo exhausto, al borde del colapso climático y en el que nuestra supervivencia como especie está seriamente amenazada.
Salir de nuestras cansadas rutinas atadas a pantallas y a listas de tareas, regalar a nuestros ojos secos la contemplación de las estrellas, las aves o las montañas, asomarnos con curiosidad al universo de sonidos que late en el fondo del océano, en aquellos lugares donde la luz no llega y la vida, la comunicación, la memoria o los afectos se rigen por otros parámetros, quizá nos ayude a recordar que no somos más que seres que cohabitan con otros en este lugar compartido, y que la única forma de salvarnos es aprender a convivir.
La escucha, el cuidado o la interdependencia, actitudes históricamente relegadas por el pensamiento patriarcal, son hoy más necesarias que nunca, justo cuando resurgen políticas negacionistas y depredadoras.
En la exposición aprendí algo sobre el plancton que me emocionó profundamente. Ese conjunto de microorganismos diminutos y viajeros es lo que sostiene la vida en la Tierra. Cada respiración que que tomamos proviene de él, y sin embargo apenas lo vemos ni conocemos.
Me recuerda a que son los pequeños gestos, los cuidados invisibles, la fragilidad o los susurros que solemos pasar por alto, los que realmente sustentan la vida. Que lo grande depende de lo diminuto. Que lo único que nos salvará es reconocer que nos necesitamos los unos a los otros.