
«El poder de la verdad»: adelanto en exclusiva del libro de Nevenka Fernández
Nevenka Fernández fue la primera mujer que consiguió una condena por acoso sexual a un político, pero su caso, que se convirtió en un hito, tuvo un alto coste para ella, algo que relata en ‘El poder de la verdad’ (Ediciones B), que se publica el 10 de septiembre y del que elDiario adelanta un extracto
El ‘caso Nevenka’, el espejo del acoso sexual que nos devuelve la imagen de lo que fuimos y nos señala los avances pero también las heridas
El acoso
Septiembre 2000
Tendría que haberme marchado en marzo, cuando la oportunidad se presentó. Y esa piedra de culpa ha pesado en mi mochila durante muchos años. Por qué no me fui ese día, cuando por primera vez sentí que no era la buena persona que él se empeñaba en aparentar y que todos nos habíamos creído.
Aquel «eres una hija de puta y yo voy a ser más hijo de puta contigo» lo entendí en las entrañas.
Fue un aviso, un SOS de ese instinto que yo, a los veinticinco años, aún estaba entendiendo, pero que aún no respetaba. Me sentía tremendamente avergonzada y culpable por haber aceptado tener aquella relación con él, y aún más culpable por haberlo dejado «tan destrozado».
Al día siguiente, por la mañana, llegué al despacho y me encontré la carta de dimisión (la mía) encima de la mesa. Él la había preparado esa mañana, después de aquella amenaza telefónica y de llamar a mis padres para decirles que su hija era una irresponsable y que faltaba constantemente al trabajo. El folio no estaba metido en ningún sobre, por lo que entendí que la secretaria del Grupo (hermana de otro concejal de la corporación) la había leído. Cuando le pregunté a la secretaria qué era eso, me dijo que el alcalde se lo había dado para que yo lo firmara.
No fue fácil mantener el tipo, porque, además de tener que lidiar con la vergüenza, la actitud de los compañeros no era precisamente comprensiva. No me lo decían con palabras, claro, pero su manera de comportarse tenía el mismo mensaje soslayado: «Pobrecito él, mira cómo está por tu culpa…».
Así que mi sentimiento de culpabilidad crecía exponencialmente con cada comentario, y me atravesaba. Cuando llegaba a casa, a veces me asaltaba la duda: «¿Por qué no puedo aceptar acostarme con él y ya?… Seguramente si acepto… todo se arreglará». Entonces mi mente se bloqueaba y me empezaba a doler la cabeza y el estómago, y me entraban unas ganas horribles de vomitar… Me acostaba en la cama incapaz de conciliar el sueño y me odiaba por no poder aceptar aquella asquerosa alternativa, pero sabía que me odiaría aún más si la aceptaba.
Llamé a casa nerviosa y mi padre me aconsejó no firmar nada e irme para allá. Cogí la carta, aún aturdida, la metí en el bolso y salí del despacho, caminando rápido sin decir nada más a nadie.
Cuando llegué a casa, mis padres estaban esperándome en el salón. Mi padre de pie, mi madre sentada, con las manos en la cabeza. Me dijeron que Ismael les había telefoneado esa mañana para decirles que era una irresponsable y que a menudo faltaba a trabajar. Parecían muy disgustados y sorprendidos, pues entre todos los defectos que podrían enumerar de su hija Nevenka (¡unos cuantos!) ni la irresponsabilidad ni faltar a las obligaciones se contaban entre ellos.
Así que no me quedó más remedio que contarles lo que había pasado. No podrían comprender esa llamada del alcalde si antes no les explicaba la verdad. Con toda la vergüenza y toda la culpa, pues sabía cuánto iba a decepcionarles.
Lo que había ocurrido era que me había negado a seguir de fiesta con él la noche anterior (tras la celebración a la que habíamos asistido todos los concejales por la victoria del PP en las elecciones, nos había «ordenado» a todos que continuásemos después en su discoteca). Nunca había faltado al trabajo y nunca había sido una irresponsable, pero había tenido una breve relación con él y ahora me estaba chantajeando para que volviera, cosa que yo no quería.
Mis padres me miraron atónitos y decepcionados. A partes iguales. Pero cuando pasó un poco la tensión, creo que sintieron (aún sin entender) el grado de desesperación en el que me encontraba, aceptaron ayudarme y discutimos juntos qué hacer. Les dije que quería marcharme, creía que eso era lo mejor.
Yo ya había visto su maldad y hasta dónde podía llegar por mi negativa a seguir la relación con él. Hasta aquel momento, siempre pensé que éramos amigos. Por eso su reacción tan agresiva, tan fuera de lugar me asustó tanto, muchísimo, porque no lo esperaba.
Ellos estuvieron de acuerdo, así que decidimos negociar una salida digna y entonces me iría, sin hacer ruido. No queríamos montar ningún escándalo y yo podría seguir trabajando de lo mío, quizá pensé, regresar a Madrid.
Pero también les dije que no me importaría contar lo que había sucedido si no me dejaban irme bien (y «bien» para mí significaba no con aquellas mentiras que habían pretendido hacer creer a mis padres).
Decidimos que sería mejor que fuera mi madre a hablar con ellos, pues él ya los había metido y, ahora que sabían la verdad, nos parecía que ya no podrían seguir chantajeándome. A aquella reunión de tres personas asistió, junto con el alcalde, el teniente alcalde, su amigo del alma, ese que prometió «seguir el programa de Ismael como un catecismo» cuando le sustituyó en la alcaldía (y el mismo que años más tarde, cuando fue destituido gracias al apoyo de Ismael, que por entonces ya era su enemigo, aseguró en un pleno, delante de todos, que «Ismael disfrutaba haciendo sufrir a los demás»).
Pero aquel día, como digo, aún eran amigos… y cómplices.
Quedaron en el ayuntamiento esa misma tarde. Tras la reunión, que duró un par de horas, mi madre volvió a casa asustada. Me dijo que se había encontrado con dos personas muy frías, que hubo momentos en que sintió miedo, porque no solo no negaban lo que yo les había contado, sino que además le dijeron que si contaba la verdad a la prensa (como había sugerido haría si no me dejaban irme bien) la única que saldría perjudicada sería yo y mi reputación. Recuerdo las palabras de mi madre «Hija, vete —me dijo con un tono serio—, porque si no, te van a hacer la vida imposible».
Al día siguiente llegué pronto al ayuntamiento. Quería recoger las cosas personales rápido y salir de allí más rápido aún, pero, a los pocos minutos de llegar, me telefoneó la secretaria del alcalde para que fuera a su despacho.
Cuando entré, me quedé casi en la puerta, de pie. Tenía mi renuncia en la mano, que me temblaba por más que yo trataba de mantenerla firme. Entonces le dije: «Me voy».
Esperaba una situación tensa, una respuesta desagradable, pero me pidió amablemente que me sentara y antes de que pudiera reaccionar, se puso casi a llorar. Encogido en la silla y con un hilo de voz, me dijo que lo sentía muchísimo y me pidió, por favor, que le perdonara. Su tono de voz parecía sentido. Yo no daba crédito a lo que estaba pasando. Recuerdo pensar que no entendía nada y así se lo dije. Si mi presencia le afectaba tanto, trabajar sería imposible, y estaba dispuesta a marcharme. Todavía pensaba que podía reconducir mi vida, encontraría otro trabajo y con el tiempo seguro que podríamos seguir siendo amigos. Pero él continuó insistiendo en lo mal que se sentía, me dijo que nunca se perdonaría que yo dejara el trabajo por su culpa. Le contesté que para mí no era una decisión fácil irme.
Me dijo que entendía que me sintiera tan mal, pero me rogaba que le perdonara, me dijo que se había dejado llevar, y que sentía mucho haberme hecho pasar por esa situación. Que no les hiciera eso (irme), que mi trabajo era muy bueno, que estaban muy contentos, y que no se perdonaría que por su culpa lo tuviera que dejar. Yo insistí unas cuantas veces más, y le dije que no podía creer que fuera a cambiar, pero él siguió con lo mismo, asegurando que no volvería a suceder, que ya lo había entendido, que aceptaba que no iba a volver con él, que se había quedado muy solo y que no volvería a mezclar lo personal con lo profesional.
«No volverá a ocurrir, te lo prometo».
«Te necesitamos, Kenka, en el ayuntamiento».
Finalmente, tras casi una hora de reunión, y después de todas las razones creíbles, el arrepentimiento, las lágrimas y las disculpas, acepté. Por la pena, y también porque le quise creer, una parte de mí lo necesitaba; a fin de cuentas, él era un hombre de más de cincuenta años, ¿qué necesidad tenía de engañarme?
Aquella Nevenka, la chica de veinticinco años que salió de la reunión aún era leal al monstruo. Y en ese momento, sin saberlo, cavó su tumba. El infierno del acoso. El goteo de malas intenciones empezó pronto: las acciones aparentemente anodinas, disfrazadas a veces de casualidades, y otras sin disfraz, dirigidas a aislarme y a marginarme, el sometimiento a un régimen de presión psicológica, laboral y sexual tan sutil como brutal, aceptado por el entorno, que miraba hacia otro lado y lo consentía. Igual que a la presa que se le da caza, casi no salgo viva. Estoy convencida de que ese plan (en el que también participaron por acción u omisión algunos de mis compañeros y compañeras, perros fieles del amo) ya estaba en su mente cuando salí aquel día de su despacho.
Después de aquella reunión las cosas se tranquilizaron un par de semanas. Parecía que todo iría bien, él se comportaba casi normal y las cosas empezaban a funcionar. Volvía a estar contenta y tenía mucho trabajo, en el que me enfoqué con mucha energía y ganas de hacerlo bien. Además, el hecho de haber hablado con mis padres de lo que ocurrió me hacía sentir bien, me daba la sensación de estar protegida.
Sin embargo, aquella aparente tranquilidad duró poco, y tras ese par de semanas las cosas comenzaron a cambiar, al principio lentamente, de manera muy sibilina: un día era un comentario sobre lo guapa que estaba; otro, sobre lo bien que me quedaba la ropa que llevaba puesta… Al principio no pasa ba de ahí, y yo, aunque no me gustaban esos comentarios y a veces le respondía con un gesto de desagrado, intentaba no tomármelo mal y me esforzaba por seguir siendo amable, sobre todo después de lo que había ocurrido y de saber lo mal que se encontraba.
Tampoco ayudaba estar lejos de su despacho —al nombrarme concejala y darme la dedicación exclusiva, me asignó el despacho que estaba más cerca del suyo en el ayuntamiento—, pero tras nuestra ruptura sentimental y la reunión en la que le dije que quería irme, me habían trasladado a otro fuera del edificio principal, con la excusa de una promoción, para encargarme del Instituto Municipal para la Formación y el Empleo, una agencia del ayuntamiento, aunque la verdadera intención era «apartarme». Yo lo intuí, pero no me importaba; si ese era el principal motivo y además suponía no vernos tan a menudo, pensé que alejarme de él sería bueno.
Pero, como decía, aquella distancia no ayudó mucho, porque pronto comenzó a aprovechar cualquier oportunidad para llamarme e intentar quedar o verme a solas con excusas de trabajo que al final siempre terminaban con él enfadado «por mi culpa». Esos episodios seguían siempre el mismo patrón. Al principio eran difíciles de reconocer, pues él se esforzaba en disfrazarlos de bromas, unas más sarcásticas que otras, para disimular la ira que le provocaba que yo le cortara cuando me lanzaba piropos o ante cualquier actitud mía que le recordara que yo solo quería tener una relación profesional, que no quería estar con él, que no podía controlarme ni comprarme.
Como aquel día, cuando terminó la jornada, en que me marché sin decir nada a nadie —tenía algo que hacer, no recuerdo exactamente qué— y aún no había llegado a la esquina de la calle cuando sonó un mensaje en el móvil: «Gracias por respetar la norma de salir todos juntos del ayuntamiento». Aquel mensaje me hirió porque pude sentir su profunda frustración. Aunque aparentemente anodino, el ataque sibilino por su falta de control sobre mí y la amenaza implícita me dejaron tocada, pero traté de no hacerle caso. No pensarlo demasiado. Todavía intentaba quitarle importancia a su actitud, concentrada en el trabajo, en hacerlo bien, porque eso me ayudaba a estar tranquila.
Además, aún podía enfrentarme a él directamente, así que, al día siguiente, cuando nos encontramos, le pregunté por qué me había enviado ese mensaje, y él contestó como si estuviera de verdad sorprendido: «¿Qué mensaje?». Parecía que yo le estaba dando importancia a algo que no la tenía. Ni siquiera parecía entender de qué le estaba hablando.
De esta manera, poco a poco, la luz de gas comenzó a rodearme. Los días comenzaron a llenarse de situaciones anodinas y extrañas que me hacían dudar sobre lo que pensaba o sentía. Ese goteo incesante de malas intenciones disfrazadas de normalidad me provocaba confusión respecto a lo que me advertían mis sentidos, lo que veía, oía o entendía, hasta que un día, sumida en el miedo, llena de culpa y vergüenza, destrozada mi salud mental y mi identidad, me miré al espejo y pensé que no sabía quién era. Ya no era nadie.
A las pocas semanas, sus enfados ya se repetían dos o tres veces y le duraban días, combinando los ataques personales y los laborales. Unas veces usaba la indiferencia para castigarme; otras desvirtuaba mi trabajo o evitaba darme información para que pudiera estar preparada en las comisiones de Hacienda o del IMFE que presidía (y en las que había prensa), y en alguna ocasión directamente dejaba de hablarme en esas mismas reuniones, y cuando me dirigía a él no contestaba o lo hacía de mal humor delante de todos.
En realidad, todo esto expresaba su ira por mi negativa a estar con él, pero él intentaba camuflarla, disculpándose a veces tras lanzar la agresión o asegurando que eran bromas, que no me había oído hablar y que era yo la que tenía un problema por pensar mal, por no entenderlo, seguramente porque «eres una inmadura, una sensible», «tú no estás bien de la cabeza», terminaba diciendo antes de deslizar… «con lo que yo te quiero». Con el paso de los meses los enfados comenzaron a escalar no solo en cantidad, también en intensidad, ya fuera en el trabajo delante de los compañeros, en público fuera del consistorio o lanzando ataques personales que comenzaban como broncas «de amigos». Porque eso es lo que él quería. Ser «mi amigo», y era yo, claro, la que no le dejaba (lo decía en tono serio, pero no lo suficiente para que yo pudiera defenderme): «No haces esto bien, no tienes ni idea», «Cómo puede darte igual lo que estoy sufriendo», «Desde que no estamos juntos ya no quieres ser mi amiga», «No entiendes qué es la amistad»… Lo más habitual era que hubiera una combinación de todos esos enfados, más o menos intensa, dependiendo del día.
Los demás compañeros de la corporación ya habían empezado a darme la espalda, sobre todo los de «la dedicación exclusiva», con los que tenía un contacto de trabajo más habitual. Su actitud era sutil al principio; cuando intentaba hablar con ellos de algún tema de trabajo, me ponían alguna excusa, como que estaban ocupados, pero pronto las excusas se convirtieron en una clara actitud de rechazo soslayado. Me evitaban, pero de una forma organizada, concentrados en que todo pareciera normal. Si yo intentaba aclarar el conflicto, y lo intenté muchas veces, me miraban extrañados, diciendo «no pasa nada», como si estuviera loca.
Todos los concejales de la corporación sabían que habíamos tenido una corta relación sentimental y que yo era la que le había dejado, y me culpaban de ello. Algunos fueron testigos (y cómplices) en algún momento de su actitud agresiva, de sus vejaciones, pero nadie dijo nunca nada, nadie, ni siquiera un gesto de desaprobación de su actitud delante de él, actuaban como si aquello no estuviera pasando; se limitaban a reírle las bromas, o a ignorarlas.
Como mucho, cuando se atrevían a mencionar el tema (algo tal vez ya planeado), me pedían que le comprendiera, que lo estaba pasando mal: «Ya sabes cómo es », «Estaba tan ilusionado el pobre contigo…» y «Después de lo de su mujer le has dejado destrozado».
Llevaba ya casi un año trabajando y me había dado tiempo a entender que los estándares morales de la mayoría del equipo estaban muy alejados de los míos (no me gustaba la manera en que se daban, por ejemplo, las licencias, el amiguismo, las formas caciquiles de organización…), pero creía que eso era quizá lo normal, porque tenía veinticinco años, carecía de experiencia en política y pensaba que consistía en trabajar por tu ciudad, por los ciudadanos. Además, yo era la nueva (y la más joven) y seguía confiando en que podía hacer un buen trabajo. Sintiendo lealtad hacia él, pero sobre todo a Ponferrada, quería seguir trabajando por mi ciudad, así que me centré en eso, en seguir aprendiendo y en hacer las cosas bien, pensando que en algún momento él se relajaría, quizá conocería a otra, terminaría por dejarme en paz y todo se arreglaría.
Cada día me levantaba pensando que todo iría bien. Trataría de no enfadarle, me centraría en el trabajo y así seguro que pronto le demostraría que podíamos tener una buena relación profesional. Pero daba igual lo que yo hiciera. La parte profesional se mezclaba ya constantemente con la personal, desde primera hora de la mañana, antes siquiera de haber salido de casa, cuando me enviaba un mensaje para que le acompañara a desayunar. Si intentaba ser amable, él lo aprovechaba para acercarse y terminaba haciendo algún comentario baboso sobre lo guapa que estaba y lo bien que me vendría un poco de sexo. Cuando me mostraba más seca, intentando que la conversación no se torciera otra vez a lo mismo y le recordaba que estaba allí para hablar solo de trabajo, se lo tomaba mal, le entraba la ira sibilina y empezaban los silencios incómodos, cargados de odio, o los reproches y ataques sin fundamento en el plano profesional o en el personal.
A pesar de que sus pequeños ataques ya eran diarios y múltiples, yo aún me defendía intentando razonar, recordándole lo que habíamos hablado en su despacho unos meses antes. Él a veces reculaba, incluso me volvía a pedir perdón, y parecía que lo entendía. Luego volvía otro día casi normal, tranquilo. Pero esa sensación de tranquilidad duraba ya poco.
O nada.