
Puñetas venidas arriba
No se puede entender el gesto de Borrego sin colocarlo en la estantería de ese tipo de señores que hablan con la autoridad del que se ha pasado la vida sentado en sillas tapizadas. El que asegura que está harto de que todo el mundo se ofenda, pero luego se convierte en gelatina cada vez que escucha la palabra “género” fuera de la charcutería
El problema es que yo no sabía quién era el juez Borrego hasta este viernes y ahora no sé cómo hacer para llamarle Francisco Javier Merluzo sin jugarme una demanda, así que no lo voy a hacer. Y es que nunca hablo del poder judicial porque lo mismo entiendo de derecho que de física cuántica y no me interesa ser uno de esos columnistas que hablan de lo que no saben -es decir, por lo general, un columnista, y por eso yo hablo de enamorarse y de tener resaca, porque para hablar sin tener ni idea ya está Jorge Bustos-, ni sentar cátedra sobre cuestiones que sobrepasan los límites narrativos de una trama interesante.
Pero hablando de jueces, la barrabasada de Borrego transicionando retóricamente de género durante diez segundos para demostrar que, efectivamente, ha regurgitado de los intestinos del pasado más horrible de nuestra historia, me ha recordado al libro de ‘Pornocracia’ de Jorge Dioni. En su ensayo (recomendadísima lectura, recomendadísimo escritor), menciona una cita del magistrado estadounidense Potter Stewart: “Sé lo que es cuando lo tengo delante”. Escribe Dioni: “Parece la aproximación más acertada, pero tenemos demasiados ejemplos en la judicatura española sobre este tipo de marco legal arbitrario y personal. ¿Terrorismo? Sé lo que es cuando lo tengo delante (…) ¿Mujer? Sé lo que es cuando la tengo delante (…) la frase da por hecho que existe un consenso previo natural, conocido y admitido por todos: el sentido común”.
Qué peligroso es el sentido común en tanto es interpretable; más aún dado el hecho de que está la ventana de Overton -esto es, su aparato de medición- como el rosario de la Aurora o algo peor. Porque qué sentido tiene la transición si del imafronte de nuestra democracia siguen pendiendo semejantes gárgolas. Porque en qué lugar dejamos al sentido común cuando sentamos en una tribuna a un remedo del NO-DO mal repeinado y con la voz de mi tía Chari.
No se puede entender el gesto de Borrego sin colocarlo en la estantería de ese tipo de señores que hablan desde la cómoda autoridad del que se ha pasado la vida sentado en sillas tapizadas. El que asegura que está harto de que todo el mundo se ofenda, pero luego se convierte en gelatina cada vez que escucha la palabra “género” fuera de la charcutería. Ese tipo de intervenciones bochornosas no pertenecen al género del debate, responde a otros códigos que se transmiten en voz baja entre los hombres que nunca han tenido que explicar quiénes son. Es gente que no improvisa y se amolda al lugar que ocupan como si fuera una extensión de su cuerpo. Usan la tribuna, el atril, el micrófono, con la trivialidad de quien los ha tenido siempre a mano. Y cuando algo les incomoda, lo convierten en broma. Se colocan justo detrás del sarcasmo, donde nada es completamente serio, pero todo suena a sentencia. Lo de Francisca Javiera no se pensó para provocar. Se pensó para marcar un límite. Un modo de decir: hasta aquí. De aquí para allá, puro disparate.
La escena deja huella porque es reconocible. Hemos crecido viendo a hombres así hablar de todo como si fueran expertos en todo. Reverte sentando catedraliciamente las bases del sentido común en El Hormiguero es otra prueba de ello. El país les pertenece por defecto. Ni siendo eméritos dejan de mandar. En ambos casos repiten el gesto de quien ya se ha acostumbrado a que su voz pese más que la de los demás. Se les oye en las sobremesas, en los artículos de opinión, en las entrevistas de radio de las ocho de la mañana. Se presentan con una lista de certezas y un esquema del mundo que no admite variaciones. Desconfían de los matices. Se sienten incómodos cuando alguien les señala que, a lo mejor, ya no tienen la última palabra.
Borrego -y Reverte- nos han dado esta semana otra muestra de lo peligroso que es dejar algo tan importante como el sentido común a manos de algo tan inestable como lo es la insolencia y el rigorismo reaccionario de trinchera. O dicho de otro modo, lo peligroso que es dejar el futuro en manos de gente que necesita tomar viagra para seguir sintiéndose un hombre. Cierro, de nuevo, citando a Dioni, que sostiene la teoría que desde que existe esa pastillita ha dejado de haber conservadores y ahora solo hay reaccionarios. Puñetas venidas arriba.