Anderson y el secretario

Anderson y el secretario

Anderson entrega los premios y una doña con pintas de jefa controla el cotarro; un cotarro consistente en nosotros, sentados sobre un tapiz de cartones caducados y medio centenar de personas que se toma todo esto de la suerte mucho más en serio de lo que conviene

Al otro lo llamé Ramón y el tipo sería maño y estaba gordo como una catástrofe aérea. No recuerdo bien sus gafas, si eran redondas o cuadradas o si no las llevaba puestas, pero recuerdo su camisa de rayas horizontales grises, blancas y negras; un arcoíris del siglo pasado. Cantaba los números y los premios y anunciaba a bombo y platillo cada cosa que sucedía como un narrador en off, como un hiperobjeto omnisciente de lo explícito, pero lo llamé Ramón porque no me quise molestar en molestarle para preguntar su nombre. Todavía no lo sabemos, pero estamos a punto de perder otra partida y el secretario aparece entre la muchedumbre repartiendo más cartones gratis mientras Ramón charra por el altavoz que a las doce de la noche el premio va a ser una moto, “la moto, la moto, la moto, la moto, yo todo lo hago en mi moto”, o un patín eléctrico sobre el que no ha compuesto canción alguna. Esta es la feria de Murcia, no hemos venido a ganar.

Anderson entrega los premios y una doña con pintas de jefa controla el cotarro; un cotarro consistente en nosotros, sentados sobre un tapiz de cartones caducados y medio centenar de personas que se toma todo esto de la suerte mucho más en serio de lo que conviene. Difícil de describir sin caer en prejuicios. Luego recogen su air fryer o el ventilador portátil con la alegría del que va a recoger una multa, pero asisten a la homilía de Ramón igual de convencidos que yo de que van a salir de allí con un dron con cámara. La diosa Fortuna nos iguala sin miramientos en la genuflexión y la súplica. Me quedan por desprender las pestañas troqueladas del 41 y el 23, pero antes de hacerlo otra voz apagada grita ‘bingo’ y mis sueños se despedazan.

No es suficiente tragedia para hundir mi autoestima, ya que venía de hacerlo excepcionalmente bien en los coches de choque y también bien aunque de una manera más honesta en la barraca de tiro; la cosa es que yo necesitaba papel de liar y estaba disparando a un librito de OCB justo en la balda de debajo. Le estaba dando, pero como esas cosas están trucadas solo lo desplazaba hacia atrás unos centímetros. Al segundo tiro le dije al tipo “eh” y me preguntó que a qué apuntaba. Le dije que al papel, cosa que era cierta, y me lo dio. La ambición es enemiga del éxito. Podría haberle dicho que quería esa navaja mariposa tan chula, aunque con la tendencia de las fuerzas del orden a requerir mis pertenencias tan de a poco no era la opción más óptima.

A medianoche la luna remolonea sobre la noria y el aire huele a azúcar quemado y los altavoces siguen sonando como una lata bendita y el Anderson levanta una nevera portátil igual que un trofeo de barrio, y la jefa asiente a todo, contable del milagro de la suerte. Noto su pierna rozando la mía en el suelo. Pierdo el hilo y los siguientes números por estar distraído mirándola destroquelar los suyos y podría ir por delante pero qué más da, si solo es un juego. Aparece en el cotarro un niño con mechas; cada vez hay menos. En mis tiempos era muy habitual, como mi amigo Koki o como otros tantos chavales de Alcantarilla y que casi todos siguen viviendo en el pueblo por lo que sea. Pero ese niño es el elegido, tiene que ser él. Lo tiene todo para llevarse la motillo de gasolina, “de gasolina, gasolina, gasolina” según Ramón, “moto de gasolina”: un polo blanco y pantalones blancos, camiseta blanca y el moreno justo para que las mechas rubias dibujen un contraste más dosmilero todavía. Y canta Ramón el veintisiete, y luego el doce, y después el treintaytrés. Y el niño canta bingo, pero quiso el patinete. La narrativa se llevó por delante al azar.

Ramón sigue a través del altavoz repitiendo las cien palabras que conoce hasta convertirlas en un estribillo de verbena y la jefa levanta la barbilla para certificar que el milagro ha tenido lugar. Vocal, secretario y notario, el trío burocrático del buen fario. El brillo de neón brilla de un puesto a otro formando una redecilla de cuerdas luminosas sobre el cielo, anexo a nuestra idea de lo posible; hay quien aplaude al chaval porque cómo no vas a aplaudir al destino cuando hace bien su trabajo. Los perdedores esperamos sin romper el cartón a que el bingo se confirme, recogemos los restos con parsimonia, como esperando un último giro final que nos dé por vencedores, un premio secreto reservado para los que nunca ganamos nada. El secretario se alza sobre todos nosotros con otro lote de cartones listo para vender; Anderson descansa los brazos porque levantar los premios desgasta más que merecerlos.

Pronto empezará otra ronda; alguien preguntará la hora, alguien, yo, encenderá un pitillo, la jefa volverá a bajar la barbilla y contará de nuevo premios con los ojos a la espera de que otro chiquillo financiado por un padre ludópata y sus mil cartones derribe los límites de lo probable. Algo tiene este juego, ya sea por Ramón o por el propio juego, por la jefa o por Anderson y el secretario, que cuanto más pierdes más te permite quedarte dentro; lo mismo es porque de vez en cuando te regalan un cartón. La derrota compartida galvaniza una alianza transmutada en un dogma de los que aún no creen. No me he llevado el dron, pero su pierna ha vuelto a rozar la mía y por un instante veo brillar el mundo entero y los neones morir sobrepasados por la luz de mi propia suerte; no me ha tocado nada hoy salvo la certeza que con estar aquí ya lo tengo todo.