
No lo llames polarización: es violencia
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Aquella tarde de abril, unas setenta personas llenaban la sede del PSOE de Santander para hablar de memoria democrática. Había mucho que comentar: el día anterior, la Fiscalía había obligado al Ayuntamiento a cambiar el nombre de 18 calles franquistas. Se lo habían tomado con calma: la derecha gobierna Santander desde la vuelta de la democracia, y antes también.
Con el local atestado, un joven encapuchado entró en la sede y lanzó dos explosivos caseros: botellas llenas de ácido y bolas de papel de aluminio. Las llaman “bombas MacGyver”, por la serie de televisión de los ochenta y lo rudimentario de su fabricación. Son inestables y peligrosas, especialmente en espacios cerrados: al reaccionar liberan hidrógeno que estalla con una deflagración. El intento no acabó en tragedia porque una joven, jugándose el tipo, sacó los dos artefactos a la calle, donde explotaron segundos después.
Este atentado fallido en la sede de un partido no pasó en los años 30. Ni en los 70, durante la Transición. Ocurrió hace cinco meses, el 25 de abril de 2025. Es el culmen, pero tampoco una excepción. En los últimos dos años, desde que arrancó esta legislatura en la que la derecha ha cuestionado la legitimidad del Gobierno desde el primer día, el PSOE ha registrado 244 ataques contra sus sedes. De media, más de dos cada semana.
Hemos visto una retroexcavadora empotrada contra la sede del PSOE en Almendralejo; a un grupo de ultras celebrar el año nuevo apaleando un muñeco de Pedro Sánchez. Hemos dejado de hablar de ello, ya es parte del paisaje, pero las manifestaciones ultras siguen día a día frente a la sede de Ferraz.
Todos los partidos han sufrido ataques, vandalismo y pintadas en sus sedes. No son comparables –ni en número ni en gravedad–, al acoso a la izquierda desde que cometió el atrevimiento de gobernar.
Es una violencia ultra que no empezó en esta legislatura: arrancó en la anterior. Y tuvo como cumbre esas turbas que asediaron durante meses la vivienda del entonces vicepresidente Pablo Iglesias. Desde que ETA pasó a la historia, ningún otro político –y su familia– ha sufrido en España un acoso tan prolongado y violento.
Fue también una violencia que la oposición nunca condenó. En ocasiones, incluso la alentó.
Lo comparaban con el escrache en la casa de Soraya Sáenz de Santamaría. Lo justificaron así: lo tiene merecido, todos tenemos derecho a protestar. Era una manipulación de manual, porque aquel escrache duró menos de dos horas, no once meses; porque nunca más se repitió; porque entonces la policía sí actuó. Y porque Sáenz de Santamaría ni siquiera estaba en su casa cuando aquello ocurrió. Es como comparar una chispa con un incendio forestal.
La violencia y el acoso ultra empezó contra el gobierno de coalición. Con la ley de amnistía, se disparó. Algún día, sinceramente temo que haya tragedias más graves que lamentar.
Este viernes, la policía detuvo a los dos presuntos responsables del atentado contra la sede del PSOE en Santander. Son dos jóvenes, de apenas veinte años. Uno de ellos es hijo de una alcaldesa del PP; de Santa Cruz de Bezana (Cantabria), donde gobierna con el apoyo de Vox.
Dos matices importantes. El primero: que las culpas no se transmiten por la vía materno filial. El segundo: que la alcaldesa ayer dijo exactamente lo que tenía que decir. “Es un hecho deleznable que debe ser rechazado sin matices”. “Tendrá que responder y asumir las consecuencias como cualquier ciudadano”.
Ayer, en elDiario.es, tuvimos un debate al respecto y finalmente decidimos no titular la noticia con el detalle de la alcaldesa. Era un dato relevante, que contamos en la información, pero no quisimos poner ahí el foco principal. En elDiario.es ni acosamos a los niños cuando sus padres los llevan al colegio, ni creemos que las madres sean culpables de lo que hacen sus hijos mayores de edad.
Pero cabe preguntarse una cuestión. Parafraseando a Miguel Tellado en el penúltimo (siempre habrá otro) de sus polémicos tuits.
¿Qué pasaría si hubiera sido al revés? ¿Si el hijo de un alcalde socialista, o de Podemos, o de Sumar, hubiera lanzado artefactos explosivos contra una sede llena de gente del PP o de Vox?
¿Qué habría pasado si el escrache a Soraya Sáenz de Santamaría hubiera durado once meses? ¿O si el PP acumulara 244 ataques contra sus sedes en apenas dos años?
Un dato: aún está por llegar la condena de Alberto Núñez Feijóo al atentado contra la sede del PSOE en Santander. Solo se pronunciaron en contra los responsables autonómicos del partido; sus líderes nacionales, no.
En el caso de Vox, el silencio fue total. Ni siquiera se molestan en disimular.
Ayer Feijóo pidió “no relativizar la violencia”. Se refería, por supuesto, a lo ocurrido en EEUU, con el asesinato de Charlie Kirk. De la violencia política en España prefiere no hablar.
Ese doble rasero no es muy distinto a lo que se vive en EEUU. El mismo Donald Trump que lanzó a sus seguidores a asaltar el Capitolio –hubo cinco muertos–, hoy lamenta el asesinato de Charlie Kirk.
Hace solo tres meses, un ultra asesinó a la presidenta (demócrata) de la cámara legislativa de Minnesota y a su marido, e hirió de gravedad a otro senador demócrata y a su mujer. Dos muertos, y otros dos que casi no lo cuentan. No hubo banderas a media asta, ni medallas para las víctimas. Trump tampoco instrumentalizó el terrible suceso en una nueva campaña política de odio, como está haciendo hoy.
Aunque la pregunta clave es otra: ¿cuál es el origen de esta espiral de odio? Porque, como dice Noam Chomsky, la violencia nunca surge de la nada.
En Estados Unidos, que vive uno de los momentos de mayor violencia política de su historia, parece obvio cuál es el principal catalizador de este periodo negro. Se llama Donald. Se apellida Trump. Decir esta obviedad no justifica ningún asesinato, que son siempre deleznables, sea quien sea la víctima.
Y en España, ¿de qué caldo de odio beben estos dos chavales de veinte años, que deciden lanzar artefactos explosivos contra un local atestado de personas?
Otra obviedad: la polarización en España no es simétrica. No es igualmente responsable la izquierda que la derecha. Es evidente que las trincheras no se cavan solas, y que en la izquierda también hay quien se ocupa de ello. Pero el odio, la violencia, hoy nace mayoritariamente desde quienes tachan de dictadura al legítimo gobierno de la nación. Por mucho que algunos se indignen con los tuits de Oscar Puente, el nivel “que te vote Txapote” es imposible de superar.
Tampoco es simétrico el nivel de deshumanización. ¿Qué celebra el PP cada vez que repite que el presidente y sus ministros “no pueden salir a la calle”? ¿Qué pretenden alentar?
Lo más terrible es que vamos a peor. De eso no hay duda. Feijóo ha interiorizado –así lo va contando a los periodistas– que no le queda ningún voto que ganar por el centro: que la clave son ese millón de personas que, según las encuestas, oscilan entre el PP y Vox. Por eso Tellado habla de “cavar la fosa” del Gobierno. Por eso Feijóo –el de la política para adultos– se suma al “me gusta la fruta”; a llamar “hijo de puta” al presidente del Gobierno. Cosas del gracejo de una derecha a la que hay que dejar de llamar “desacomplejada”: no es un sinónimo de “maleducada”.
Aunque la declaración más alucinante de la semana, en mi opinión, fue de Cuca Gamarra: “Si tampoco podemos decir en España que nos gusta la fruta, pues tenemos un problema importante en el sector primario con la cantidad de fruta que producimos y de fruta que vendemos”.
Ante tal nivel de cinismo solo queda una duda. ¿Nos toman por tontos?, ¿o es que creen que somos tontos de verdad?