Palabras que matan
Aunque la violencia verbal puede reemplazar simbólicamente a la violencia física, como por suerte y en general se constata en las gradas de los partidos, es mejor no confiar demasiado en ello. Suele haber una relación indirecta pero evidente entre la violencia verbal y la violencia física. Demasiadas experiencias del pasado nos recuerdan que las palabras pueden matar
Quién era Charlie Kirk, el joven activista ultra, comentarista y referente MAGA asesinado que tenía hilo directo con Trump
Después del asesinato de Charlie Kirk, Elon Musk escribió en X que “si no nos dejan en paz, entonces nuestra opción es luchar o morir”. Steve Bannon declaró que “Charlie Kirk es una víctima de la guerra. Estamos en guerra en este país. Lo estamos”. Trump fue también amenazante: “Tenemos lunáticos de izquierda radical por ahí, y tenemos que darles una paliza (to beat the hell out of them)”.
Hace dos meses, Melissa Hortman, presidenta de la Cámara de Representantes de Minnesota y miembro del Partido Demócrata, y su esposo, Mark, fueron asesinados en su casa por un votante republicano “profundamente conservador y religioso.” Sin embargo, la conmoción mediática de este crimen fue muchísimo menor. En nuestro país, la noticia pasó casi desapercibida.
En la última década, de los 429 asesinatos atribuidos al extremismo en los Estados Unidos, 328 (76%) fueron obra de extremistas de derecha, mientras que los extremistas islamistas fueron responsables de 79 (18%). Sólo el 5% restante se atribuye a la izquierda radical y a motivos diversos.
La amplificación del asesinato de Charlie Kirk no se debe únicamente a su espectacularidad escalofriante, repetidamente difundida en televisiones y redes, sino al hecho de que proporciona un mártir al trumpismo. Ha alertado de ello Paul Krugman: “Mientras esperamos saber qué hay detrás del asesinato de Kirk, lo más importante en este momento es la intención de Trump de utilizar el asesinato para incitar a la violencia contra cualquiera que se interponga en su camino”. Los mártires dan aliento a los movimientos potencialmente violentos, estimulan las reacciones de venganza, anulan las oportunidades de mediación o diálogo, y permiten sostener que toda moderación es una traición al mártir y a la causa por la que dio la vida.
Trump ha calificado a Charlie Kirk de “mártir de la verdad y la libertad”. Sin embargo, los mártires, aun si su causa es justa, nunca han probado ninguna verdad. Esta no se prueba con sangre, sino con razones y con hechos. “Que los mártires prueben la verdad de algo es tan falso”, escribió Nietzsche, “que yo negaría que nunca ha habido un mártir que tuviera nada que ver con la verdad”. La conclusión del filósofo era que “la sangre es un veneno que transforma la doctrina más pura en delirio”. Cuando las doctrinas son ellas mismas delirantes, la mezcla se convierte en pura dinamita mortífera, como las dictaduras y guerras del siglo XX demostraron con creces.
En los albores del siglo pasado, muchos políticos e intelectuales jugaron con el fuego de las intransigencias radicales y con la violencia verbal correspondiente. En 1905, Péguy llegó a pedir la guillotina para el socialista Jean Jaurès, al que tildó de “traidor entre los traidores” a causa de su pacifismo (lo imaginó “en un carro por las calles de París, con un redoble de tambor para acallar esta gran voz”). Leon Bloy prescribía la violencia retórica más extrema: “Inventar catacresis que empalen, metonimias que chamusquen los pies, sinécdoques que arranquen las uñas, ironías que desgarren las sinuosidades del espinazo, lítotes que desuellen en vivo, perífrasis que emasculen e hipérboles de plomo derretido.” Menos barroco, pero no menos extremo, Marinetti afirmaba, firme el ademán, que “la guerra, el militarismo, el patriotismo, las bellas ideas que matan y el desprecio a la mujer” constituían “la única higiene del mundo.”
La espantosa sangría de las dos guerras mundiales apagaron aquellos fervores. Sin embargo, la violencia verbal ha regresado con ímpetu en todo el mundo. En los Estados Unidos, el trumpismo ha llevado al límite la violencia de las palabras, mientras tantea el terreno de la violencia de los hechos. También en España las derechas vuelven a jugar con el fuego de la violencia verbal, como si fueran niños jugando con cerillas en una gasolinera, o adultos encendiendo una barbacoa en pleno monte.
Aunque la violencia verbal puede reemplazar simbólicamente a la violencia física, como por suerte y en general se constata en las gradas de los partidos, es mejor no confiar demasiado en ello. Suele haber una relación indirecta pero evidente entre la violencia verbal y la violencia física. Demasiadas experiencias del pasado nos recuerdan que las palabras pueden matar; que hay palabras que matan.