Periódicos viejos

Periódicos viejos

Los que parecían terribles han desaparecido del escenario y nadie recuerda ya su papel ni su nombre, ni las tonterías que dijeron; personajes centrales de la política nacional han pasado con mucha más pena que gloria mientras que todos seguimos recordando a Félix Rodríguez de la Fuente, a Miguel de la Quadra Salcedo, a Carl Sagan, a Jacques Cousteau…

Por razones que ni yo misma he conseguido explicarme nunca, me encantan los periódicos y las revistas antiguos. No es por cuestiones políticas, para eso prefiero leer un buen ensayo bien documentado sobre la época que me interese en ese momento. A mí, lo que de verdad me gusta es ver los anuncios, leer las columnas de opinión, entrar por un rato en la mentalidad pasada, en cómo se veía y se sentía el mundo en una época en la que yo era todavía niña o ni siquiera estaba en él.

Me gusta ver qué estaba de moda, qué era lo que se acababa de inventar y trataba de venderse al público que aún no lo conocía; me encanta seguir las reflexiones de los articulistas sobre los temas que más preocupaban o divertían o angustiaban a lectores y lectoras. Me fascinan esos largos artículos, normalmente publicados hacia fin de año sobre lo que nos iba a traer el futuro, esas elucubraciones sobre cómo cambiaría nuestra convivencia cuando las mujeres pudieran trabajar fuera de casa, cuando los hijos se marcharan a otros países y se instalaran allí definitivamente en lugar de regresar a su patria, cuando los jóvenes dejaran de casarse para poder irse a vivir juntos sin papeles, cuando el uso generalizado de anticonceptivos llevara a que las chicas pudieran decidir libremente sobre su sexualidad… Es apasionante hacer un viaje al pasado montados en ese caballo de papel y darse cuenta de lo que han cambiado las cosas, ver de dónde venimos y dónde estamos ahora.

Lo menos interesante en esas revistas y periódicos antiguos es, curiosamente, lo que en el momento de su publicación se consideraba lo más serio y lo más importante: los dimes y diretes políticos que acaparaban la atención del público y que ahora no tienen ningún peso, ningún interés. Por no recordar, ni siquiera recordamos los nombres de aquellos presidentes, ministros, secretarios y portavoces de diferentes partidos, muchos de los cuales ya han desaparecido y que en su momento se creían en la cresta de la ola. Pero, claro, las olas… es lo que tiene: se hinchan, crecen, suben, aúpan al que en ese momento está arriba, y luego se estrellan contra la playa y desaparecen junto con el que las cabalgaba con tanto donaire.

Por eso hay veces que encuentro un poquito ridículo ese afán que tenemos de comentar cualquier estupidez que haya dicho uno de los muchos políticos actuales que intentan estar siempre en el candelero a base de decir barbaridades, o proferir insultos o escupir mentiras. No acabo de explicarme que se les haga tanto caso, que se comenten sus disparates, que en todos los diarios -sea cual sea su orientación política- se hagan eco de cualquier tontería que a esta o a este o a aquel se le haya ocurrido decir para desacreditar a otro. Sabemos perfectamente que lo único que quieren es estar en boca de todos, aquello de “que hablen, aunque sea bien” que ya inventó Oscar Wilde y matizó Salvador Dalí. Les da igual lo que se diga de ellos, lo que quieren es existir públicamente, porque ya dijo Wilde que el hecho de que no hablen de ti es mucho peor que el ser blanco de habladurías. Antes, esto de las habladurías se consideraba algo horrible. Ya se decía en la Inglaterra victoriana que una mujer de clase alta solo podía aparecer en un periódico en tres ocasiones: cuando su padre notificaba su nacimiento, el día de su compromiso o el de su boda y el de su defunción. Y para los hombres no era muy diferente, a menos que hubieran llegado a Primer Ministro o fueran grandes intelectuales.

Sin embargo, ahora lo único que cuenta es estar siempre saliendo en los periódicos, en papel o digitales, en las redes, en televisión… en todas partes, aunque solo sea para hacer el más espantoso ridículo, para decir las peores estupideces con las que queda clara la ignorancia de quien las verbaliza. Y lo peor, en mi opinión, no es ya que existan ignorantes con corbata de seda o vestido de marca en puestos de responsabilidad pagados por los contribuyentes. Eso es malo en sí, pero ¿por qué los medios los jalean, reproducen sus memeces, les dan cancha, sabiendo como saben que dentro de unos meses, unos años, nadie se acordará de ellos ni habrán marcado el devenir del país de ninguna manera? ¿Por qué se hace?

Me figuro que los y las periodistas serias lo hacen porque están tan absolutamente secuestrados por la actualidad, por el momento presente, que no son capaces de dar un par de pasos atrás y ver las cosas con algo de distancia y de calma. O porque saben que la competencia va a comentar esas declaraciones del político de turno y ellos no van a ser menos. O quizá porque suponen que al público le interesan esos “pues mira que tú” como si estuvieran en el patio de un colegio o en la fuente de un pueblo decimonónico. Todo puede ser. O por costumbre, sin más, porque es lo que se hace, lo que se ha venido haciendo desde siempre.

Precisamente por eso, porque siempre se ha hecho así, podríamos tratar de hacerlo de otra forma. ¿Qué pasaría si de un día para otro los medios dejaran de traer cotilleos de la clase política? ¿Qué pasaría si un diputado, ministro, presidente autonómico o cualquier otro cargo dijera una de esas barbaridades tan frecuentes y nadie, pero nadie, la comentara? ¿Qué podrían hacer estas personas que se creen tan importantes, que reparten mentiras, bulos y calumnias con tanta soltura si nadie reaccionara frente a ello, ni siquiera comentándolo en las redes sociales? Las personas que hubieran sido objeto de estas calumnias se querellarían haciendo uso de sus derechos y en algún momento un juez decidiría sobre el asunto, pero nadie más tendría por qué entrar en la cuestión ni darles (sobre todo a los agresores) una publicidad gratuita e inmerecida.

Cuando estos señores y señoras quieran nuestros votos en las siguientes elecciones democráticas, que se molesten en hacer una campaña racional e inteligente, que nos digan qué ven mal en el gobierno actual y qué mejorarían ellos si llegaran a gobernar; que nos den un programa serio, no unos meses o años de guiñol jaleados por periódicos y periodistas de uno y otro lado. La política debería ser una cosa seria, la convivencia social también.

Al hojear esas publicaciones viejas de las que hablaba antes, me doy cuenta de que los que parecían terribles han desaparecido del escenario y nadie recuerda ya su papel ni su nombre, ni las tonterías que dijeron; personajes centrales de la política nacional han pasado con mucha más pena que gloria mientras que todos seguimos recordando a Félix Rodríguez de la Fuente, a Miguel de la Quadra Salcedo, a Carl Sagan, a Jacques Cousteau… a personas que abrieron caminos, que nos explicaron cosas importantes sobre nuestro mundo, que aún pueden leerse con provecho, que son hitos de nuestro devenir como sociedad.

No me refiero a que los periódicos dejen de hablar de la vida política de nuestro país; solo digo que estaría bien que volvieran a tomarlo en serio, que la prensa no se deslizara tanto hacia ese vergonzoso amarillismo, que dejaran de llevar y traer los trapos sucios que cualquier impresentable saque a la luz, que dejaran de repetir una estupidez dicha frente a unos cuantos micrófonos ávidos.

Dentro de veinte años, cuando alguien se tome el tiempo de mirar los periódicos y las revistas de ahora, encontrará más interesante saber qué pensábamos, qué temíamos, qué ilusiones se han cumplido y qué miedos se han hecho realidad. También ahora, en este mismo momento, son mucho más atractivos esos temas que la última patochada de unos políticos que a la vuelta de un par de años serán agua pasada y estarán merecidamente olvidados.