
Una izquierda de aquí, de Madrid
Los retos que enfrentamos los progresistas (la crisis climática, la contrarrevolución machista o la oleada reaccionaria global) son males mayores frente a los que necesitamos armar un bloque democrático y climático con vocación de victoria
Quizás alguna gente, deslumbrada por la turra de la prensa derechista al servicio del ayusato, se haya sorprendido de la respuesta que el pueblo de Madrid dio el pasado domingo para evitar que el blanqueamiento deportivo del genocidio compita por las calles de su ciudad. Nosotros no. Esta culminación de un proceso iniciado por unas pocas valientes en Cataluña y que se fue amplificando allí por donde pasaba el pelotón es otro ejemplo de ese Madrid popular, castizo y orgulloso que siempre sale a la calle cuando toca: contra la guerra en 2003, por la democracia en 2011, por el feminismo en 2018 y contra el genocidio en 2025.
Cuando se habla de Madrid, comunidad o ciudad, es tradicional distinguir entre la Villa y la Corte. La Corte la conoce todo el mundo: es la concentración del poder económico, mediático y político en los apenas 8,5 km que van desde el área de negocios de las Cuatro Torres de Chamartín hasta la Estación del AVE de Atocha. Un eje por el que se puede pasar por el Tribunal Supremo, el Cuartel General del Ejército, la Bolsa, más de la mitad de los Ministerios y el Congreso de los Diputados prácticamente en línea recta. La Corte es ese Madrid que sale permanentemente en teles y periódicos, que mide con naturalidad las superficies en Bernabeus o Retiros y que vive ciega a otras realidades estatales, a las que oculta.
Pero una de las realidades que más esconde esa proyección continua de lo que pasa en los centros de poder dentro de la M30 es precisamente la del otro Madrid: la Villa, o mejor dicho: las Villas. La realidad de los barrios y municipios de Madrid que viven y trabajan a la sombra de la Corte, cuyos habitantes pagan algunos de los alquileres más altos del Estado, tardan hora y media en ir y volver a trabajar y sufren servicios públicos saturados en riesgo permanente de privatización.
Es un Madrid villano y popular, de Móstoles, de Arganzuela y de Vallecas, currela y alegre, acogedor y un poco chulo. Un Madrid donde la izquierda gana y gobierna de forma habitual y a la que solo la estructura hipercentralista de la ciudad de Madrid le impide gobernar distritos con poblaciones mayores que muchas capitales de provincia. Por eso es un Madrid que sufre la desigualdad provocada por el modelo de las derechas; con diferencias de hasta seis años en la esperanza de vida entre Chamberí y Usera, con diferencias de temperatura de hasta ocho grados en verano y con municipios como Parla, Fuenlabrada o Móstoles con un 30% menos de renta per cápita que la media regional. De ese Madrid nunca se habla en los medios, por eso es la única provincia de España que no cuenta con un periódico local impreso.
Desde hacía tiempo faltaba una izquierda madrileña de la Villa y para la Villa, de los barrios y de los municipios, cuyo principal objetivo sea desalojar al Partido Popular de las principales instituciones madrileñas en las que se ha perpetuado a base de chanchullos económicos, subvenciones mediáticas y la degradación sistemática de cualquier bien común público: la sanidad, la educación o la propia idea de una vida mejor. Un proyecto político donde lo primero es el bienestar de esos madrileños y las madrileñas en los que, a menudo, nadie más piensa.
Pero poner el Madrid de los barrios, los alquileres asfixiantes y de las horas interminables en el Metro y la Renfe en el centro de un proyecto político es, precisamente, el mejor antídoto contra el hipercentralismo de algunas experiencias políticas que, construidas pensando sólo en Madrid Corte, han dejado demasiadas cicatrices en las fuerzas de izquierda cuyo centro de gravedad no pasa por la capital del estado. Esa es una experiencia que ni queremos ni debemos repetir. Por eso, la izquierda madrileña tiene también que saber convivir y cooperar con el resto de fuerzas territoriales desde el respeto y la horizontalidad. Que, siendo consciente como cualquiera de las particularidades del terruño donde le ha tocado vivir, no se piense más que nadie pero tampoco menos que el resto de las izquierdas del estado. Ni mirando por encima, ni como primus inter pares, ni pidiendo perdón por existir. Como un igual entre iguales.
Sin embargo, lo opuesto al hipercentralismo del Madrid-Corte tampoco es un camino deseable: lo último que necesitamos hoy en día son izquierdas ensimismadas y miopes, exclusivamente pendientes de lo que pasa en su barrio, su ciudad o su región. Necesitamos izquierdas fuertes, con presencia territorial y arraigo, sí, pero con espíritu partisano y cabeza alta, no solo de orgullo sino para tener una visión más amplia de los desafíos estatales y globales y de la necesidad de conjurarse frente a ellos. En las aguas turbulentas de la crisis ecológica estamos todos en el mismo barco: las derechas vienen al abordaje y no van a distinguir prisioneros cuando nos tiren por la borda.
Por tanto, y puesto que la política no es solo una cuestión algebraica, sino sobre todo de sentido y rumbo, tenemos que estar en condiciones de compartir y construir colectivamente un sentido y un rumbo, cada cual desde donde le toca. Porque la cooperación entre las fuerzas territoriales es una precondición para la transformación del Estado Español bajo coordenadas de transformación ecológica, justicia social, feminismo y reconocimiento plurinacional. Una cooperación asimétrica que puede adquirir muchas formas, desde la unidad electoral coyuntural hasta la colaboración parlamentaria estable, pero siempre guiada por el respeto entre iguales, la voluntad de trabajo en común y la gestión democrática y fraterna de los conflictos.
Los retos que enfrentamos los progresistas (la crisis climática, la contrarrevolución machista o la oleada reaccionaria global) son males mayores frente a los que necesitamos armar un bloque democrático y climático con vocación de victoria. Vocación de ganar derechos en los centros de trabajo, de ganar posiciones en redes y medios y, por supuesto, de ganar elecciones. Y esto nos obliga también a no hacernos ilusiones. La cooperación entre las izquierdas territoriales debe ser competitiva electoralmente. Y debe serlo en Gipuzkoa, en Madrid o en Barcelona, pero también en circunscripciones mucho menos urbanas, donde la lengua única o mayoritaria es el castellano y donde nos jugamos buena parte de los escaños directamente contra el fascismo. Apartar la mirada de esta necesidad sería una de las consecuencias más nocivas de ese ensimismamiento territorial.
La izquierda madrileña puede y debe ser parte de la solución, no del problema. Y eso implica tener al pueblo de Madrid, sus barrios y sus municipios en el centro de la acción política y, al mismo tiempo, tener la voluntad de contribuir, sin subordinar a nadie (ni a la inversa), a la construcción de un bloque democrático, climático y confederal que resista las embestidas de la ola reaccionaria y ofrezca horizontes y certidumbres al pueblo progresista. Una alianza que sea capaz de construir un rumbo y sentido compartido, federando voluntades de avance democrático, reconocimiento plurinacional y transición ecológica. Garantizando los derechos, hoy en riesgo, de las mujeres y las personas LGTBIQ+ y construyendo una comunidad más amplia en la que nadie queda excluido, venga de donde venga y se llame como se llame. Tenemos organización y voluntad para conseguirlo sin que sobre nadie, tampoco las madrileñas y madrileños que nos esperan.