
Por qué cuesta cada vez más prosperar (y no es culpa de inmigrantes ni pensionistas)
La dificultad para construir un futuro digno no tiene que ver con inmigrantes, pensionistas o funcionarios, sino con algo mucho más incómodo: la brecha patrimonial entre los ricos y el resto de la sociedad se ha duplicado en dos décadas
Si cuesta tener casa es porque han venido muchos inmigrantes. Si no tienes más dinero a fin de mes es porque estás financiando la vidorra de los jubilados. Si no te va mejor es porque hay demasiados funcionarios y políticos viviendo del cuento. Nos pasamos el día escuchando este tipo de discursos. Es la agenda de la nueva derecha en todo el planeta, que se va propagando como la pólvora.
Pero es una cortina de humo. La dificultad para construir un futuro digno no tiene que ver con inmigrantes, pensionistas o funcionarios, sino con algo mucho más incómodo: la brecha patrimonial entre los ricos y el resto de la sociedad se ha duplicado en dos décadas.
En 2022 más de la mitad de la riqueza en España estaba en manos del 10% más rico. El 1% controlaba el 22%, mientras que la mitad de la población apenas reunía un 7%. Ese es el verdadero problema de fondo, y quizá va siendo hora de que hablemos de él.
Crecimiento y abundancia, ¿para todos?
En Europa alucinan con el milagro español: su PIB crece bastante más que el de la mayoría de grandes economías de la eurozona, hoy estancadas. Y muchos economistas lo celebran como sinónimo de prosperidad. Sin embargo, buena parte de la población no participa de los frutos de ese crecimiento.
Es innegable que el Gobierno ha subido el salario mínimo. Que, en general, los sueldos han aumentado. Pero cuando se comparan esas mejoras con el encarecimiento de la vivienda, la comida o la luz, la conclusión es clara: el poder adquisitivo de la mayoría no mejora. De hecho, y esta es la clave, gran parte de esas ganancias son absorbidas por los más ricos.
La clave para entender por qué crecen la desigualdad y el malestar está en quién controla los activos esenciales de la economía: vivienda, energía, alimentos, agua o infraestructuras, muchas veces a través de participaciones financieras que refuerzan ese dominio. A través de ellos, una minoría extrae cada vez más riqueza del conjunto de la sociedad. Cada vez que pagamos el alquiler, la hipoteca o la factura de la luz, una parte creciente de nuestro esfuerzo acaba en esos bolsillos. Son ingresos pasivos, que aumentan a un ritmo muy superior al de la economía y que se reinvierten en la compra de más patrimonio, alimentando un círculo vicioso que agranda la desigualdad.
El caso más visible es la vivienda. Desde 2008 hemos asistido a lo que llamo el Gran Acaparamiento. En pocos años, más de 1,3 millones de pisos han pasado al mercado del alquiler. No se trata de nuevas construcciones, sino de casas que familias trabajadoras perdieron o tuvieron que vender y que han acabado sobre todo en manos de patrimonios muy elevados. ¿Qué hacen con esos inmuebles? Los destinan a alquileres cada vez más lucrativos, suben los precios, y para una persona joven o trabajadora que quiere comprar un primer piso se vuelve casi imposible competir con ellos.
De la crisis financiera a la pandemia
Esta concentración creciente de riqueza empeora con cada crisis.
Durante la crisis de 2008, los gobiernos y los bancos centrales inyectaron enormes cantidades de dinero en el sistema financiero, para evitar el colapso. Sin embargo, la mayor parte de esas ayudas acabaron beneficiando a los sectores más ricos. En España, por ejemplo, el número de personas con patrimonios superiores a 30 millones de euros se duplicó entre 2007 y 2013.
Algo parecido ocurrió con la pandemia. Pese a las ayudas directas a familias y pequeñas empresas, los grandes beneficiados fueron de nuevo los grandes accionistas. Mientras las clases populares gastaban lo recibido en sobrevivir —pagando alquileres, hipotecas y facturas—, los más ricos acumularon liquidez, que después invirtieron masivamente en activos esenciales como viviendas, tierras, infraestructuras y empresas energéticas.
Tras cada crisis, la concentración de riqueza es mayor, el coste de la vida más alto y la mayoría social se ve con menos capacidad de construir un futuro digno.
El enemigo conveniente
Ante el empobrecimiento y el malestar crecientes, las grandes fortunas son plenamente conscientes del riesgo de que la población apunte hacia ellas. Por eso no sorprende que algunos de los más ricos, como Elon Musk, hayan girado en los últimos años hacia discursos basados en el rechazo a los inmigrantes.
Es una estrategia clásica: desviar la atención pública creando un enemigo conveniente entre los sectores más vulnerables de la sociedad. Así, las dificultades económicas se atribuyen a la llegada de extranjeros en lugar de al modelo económico extractivo que beneficia a una minoría.
No es inevitable
El drama de hoy no es solo el aumento de la pobreza, sino la pérdida de poder, autonomía y futuro para una parte cada vez mayor de la población, incluida buena parte de quienes aún se perciben como clase media. Pero no es inevitable: la humanidad ya ha corregido antes esta deriva.
Entre los años 40 y 70, después de la Segunda Guerra Mundial, la concentración de riqueza en Europa se redujo drásticamente gracias a impuestos altos a los más ricos, a la recuperación del control público de bienes y servicios esenciales y a políticas que priorizaban la inversión productiva sobre la rentista.
Hoy necesitamos una agenda similar. Thatcher y Reagan llegaron al poder con la promesa de que si a los de arriba les iba bien, a los de abajo también. Pero hace mucho que quedó demostrado que el “trickle down economics” no funciona.
¿Crecimiento? Claro que sí. Pero tiene que crecer la riqueza de la gente trabajadora, que pague menos impuestos y pueda prosperar. Y eso pasa por hacer lo contrario con la acumulación de riqueza improductiva: más impuestos y más regulación para frenar la redistribución hacia arriba. Parece difícil, pero no hay alternativa: o reducimos la desigualdad, o el futuro será cada vez más precario e incierto.