¿Quién respeta a las instituciones?

¿Quién respeta a las instituciones?

El caso contra el fiscal general no encaja con el del acusado que se atrinchera detrás de su cargo, puesto que es precisamente su renuncia lo que persigue su procesamiento. No se busca aclarar un posible delito, sino que ha sido (y sigue siendo) utilizado con un fin estrictamente político

El mundo al revés: el caso del fiscal general del Estado

El reproche más extendido que se le hace al fiscal general del Estado, no sólo por parte de la derecha sino por una nutrida porción del progresismo, es el de no haber dimitido para “preservar” la institución de la Fiscalía antes de verse obligado a sentarse en el banquillo de los acusados. Siguiendo este razonamiento, el fiscal habría antepuesto su situación personal a la institución que encabeza, poniendo esta en riesgo de deslegitimación. En este sentido, García Ortiz habría mostrado un nulo respeto por la institución, puesto que su situación personal (el procesamiento al cual está sometido) cuestionaría la propia institución de la Fiscalía General del Estado. Preservar la institución requeriría, según este argumento, que el fiscal general renunciara a su cargo.

No es un argumento desdeñable. El respeto institucional es uno de los pilares de nuestro sistema democrático y ese respeto, se entiende, empieza en las personas que ocupan posiciones de relevancia en el entramado institucional del Estado. Atrincherarse en ellas cuando uno se enfrenta a un proceso judicial les hace un flaco favor a ojos de la ciudadanía. Hemos tenido varios ejemplos de ello a lo largo del medio siglo de singladura democrática, notablemente por parte de personas que han utilizado el aforamiento como parapeto en casos relacionados con la corrupción. De ahí que esta figura constitucional sea vista por una gran parte de la opinión pública como lo que no es (un privilegio) y no como lo que pretende ser: una defensa de la representación política frente a una posible utilización torticera de los mecanismos judiciales. No quisiera imaginar en lo que se convertiría la vida de algunos de nuestros parlamentarios si tuviesen que hacer frente a una catarata de procesos judiciales en cualquier audiencia provincial, instigados por cualquiera que pueda juntar cuatro recortes de digitales.

El caso contra el fiscal general, sin embargo, no encaja con el del acusado que se atrinchera detrás de su cargo, puesto que es precisamente su renuncia lo que persigue su procesamiento. El caso que nos ocupa no busca aclarar un posible delito, sino que ha sido (y sigue siendo) utilizado con un fin estrictamente político, que no es otro que conseguir la dimisión del fiscal general, como parte de una estrategia general para debilitar al Gobierno. Y no sólo eso. Parecería que el proceso es la manera en que el Supremo quiere hacerle pagar al Gobierno el mal trago que le ha supuesto la ley de amnistía. Y más aún, puesto que en el fondo el juicio al fiscal general sirve para mandar un mensaje cristalino al Gobierno y al sector progresista de la judicatura: el poder judicial nos pertenece y no vamos a dejar que ningún “sobrevenido” lo ponga en duda.

En este sentido, y a pesar de las buenas intenciones de aquellos que desde la izquierda consideran que el fiscal general debería dimitir para preservar la institución que encabeza, la posible dimisión de este allanaría el camino al objetivo último de la causa judicial en la que se ha visto envuelto: la renuncia del propio fiscal general.

Precisamente por ello, porque nos encontramos ante una causa formalmente judicial que busca un resultado estrictamente político y no la persecución de un delito, la negativa a dimitir por parte del fiscal general puede ser entendida como un intento de preservar la institucionalidad, una muestra de respeto institucional en el sentido de que pretende, manteniéndose en el cargo a pesar de estar a punto de sentarse en el banquillo, denunciar y poner en evidencia el atentado contra las instituciones que supone instruir un proceso judicial con el objetivo último de conseguir un fin que no tiene nada que ver con la justicia. Para ello, García Ortiz no sólo no debe dimitir, sino que debe seguir en su cargo hasta que el tribunal dicte sentencia, porque haciéndolo, sentándose en el banquillo de los acusados conservando su cargo, es como pone en evidencia la intencionalidad política de todo el proceso.

Si el fiscal general hubiese dimitido en algún momento a lo largo de la instrucción a nadie se le escapa que el proceso hubiese languidecido hasta evaporarse, posiblemente salvando al tribunal de la obligación de juzgar y sentenciar el caso. En cambio, obligándolo a ir hasta el final, García Ortiz pone al tribunal ante un dilema severo: validar una instrucción jurídicamente pobre y políticamente dirigida o salvaguardar la propia institución del Supremo. Aquello que se reprocha al fiscal general se le podrá reprochar al tribunal que lo juzgará. ¿O es que no se le debe exigir al tribunal un respeto escrupuloso a sí mismo y al papel que ejerce en el entramado institucional del Estado y que actúe de forma que preserve el buen nombre y el buen hacer de la institución que encarna? ¿Acaso llevar el caso hasta el final (y condenar si llegase el caso) no es una falta palmaria de respeto institucional?

A veces parecería que la apelación al respeto a las instituciones va por barrios y sólo se aplica a una parte. A la izquierda se le exige que se ciña escrupulosamente a los procedimientos, a riesgo de vaciar de legitimidad al Estado y sus instituciones. A la derecha, por el contrario, el respeto institucional se le supone automáticamente. Así, hay quien tiene bula y puede saltarse los procedimientos y retorcer la legalidad en beneficio propio sin que nadie le reproche que, con ello, ponga en riesgo las instituciones. Lo hemos visto con el bloqueo a la renovación del CGPJ con el único objetivo de preservar una determinada mayoría, o con el manejo partidista del mecanismo de recusación en el TC para evitar según qué tipo de sentencias, o con la utilización para usos privados de las fuerzas de seguridad del Estado, encargados de entorpecer precisamente la investigación judicial de la caja B del PP. Esto parece que no atenta contra las instituciones ni las deslegitima, no es ningún escándalo ni resquebraja la confianza en el Estado. La simple negativa del fiscal general a dimitir, en cambio, parece capaz de poner en duda todo el entramado institucional del Estado.