La culpa de todo es de Sánchez

La culpa de todo es de Sánchez

La ciudadanía, enfrentada a problemas complejos, globales y estructurales, busca desesperadamente un rostro al que culpar. Las instituciones, por su naturaleza abstracta, dispersa y técnica, desaparecen de la vista pública, volviéndose invisibles ante la necesidad de un chivo expiatorio

Hace unos años no era extraño ir caminando por Barcelona y encontrar a alguien que frente a un contenedor de basuras repleto o al encontrarse con unas obras de alcantarillado que no le permitían ir por donde siempre, exclamaba “la Colau nos está haciendo la vida imposible” o, de manera más genérica, “la culpa la tiene la Colau”. Ahora, en España, la culpa de todo lo malo que nos ocurre es de Pedro Sánchez. Aunque también de su mujer, de su hermano o de su suegro. En Francia, que no va precisamente por buen camino, la personalización en los ataques a Macron le ha obligado a aceptar un examen científico que demuestre que su mujer no es trans. Es cierto que, desde siempre, la política ha tenido rostro. El príncipe, el papa, el caudillo de turno han encarnado, para bien y para mal, lo que les ocurría a sus pueblos. Si había malas cosechas o una plaga castigaba a la población, se buscaba un culpable, y no pocas veces ese culpable era el jerarca de turno. Lo que resulta hasta cierto punto sorprendente es la intensidad con que ese nivel de personalización se está dando aquí y ahora.

Hace años en Italia se hizo famosa la expresión “piove, governo ladro”. Pero esa frase, si bien mostraba una atribución absoluta de cualquier inconveniente al gobierno de turno, no tenía el nivel de personalización que ahora experimentamos. Detrás de ese “gobierno ladrón” había un colectivo de personas que tenían una notable continuidad en el ejercicio del poder. Personajes como, por ejemplo, Giulio Andreotti, que ocupó siete veces el lugar de primer ministro, fue ocho veces ministro de Defensa, cinco veces de Exteriores, y fue asimismo ministro de Interior, Finanzas, Hacienda, Industria o Presupuestos (el perfil que hizo Paolo Sorrentino de Andreotti en Il Divo es excepcional). Es difícil encontrar un ejemplo de más poder en una persona y al mismo tiempo una voluntad expresa de pasar inadvertido, de diluir su indudable influencia en la institución que enmarcaba su labor. 

La democracia se declina en plural. El “yo” no es el individuo sino la comunidad. Es decir, la democracia, de manera acorde con los principios que inspiran su formulación, ha postulado una lógica de institucionalidad del poder que no generara los problemas de personalización de anteriores formas de gobierno. Unas formas de ejercicio del poder en las que esa personalización no solo era inevitable, sino buscada. Pero las instituciones, los gobiernos, los partidos, las ideologías, los valores, no tienen rostro como tal. No hay forma de mostrar una imagen colectiva y despersonalizada del poder o de las ideas. Las ideas, los valores, las propuestas tienen contenido por sí mismas, pero necesitan que alguien las encarne, las exprese. Pero, al mismo tiempo, esa necesaria personalización acarrea problemas de inmediato ya que se confunden programas e ideas con maneras de ser, de vestirse, de decir o de hacer de quien encarna tales contenidos. 

Las cosas han ido empeorando en la medida en que las formas de comunicación e información han ido corporizando y acercando a los ciudadanos la vida de aquellos que antes eran solo nombres, imágenes en cuadros, en fotos de baja resolución o retazos de vida en documentales informativos. Y ahora, en plena era de la información instantánea y descontrolada que llega al bolsillo de cada uno, la personalización de la política se hace inevitable. La guerra por la atención es absoluta y sin tregua. La política no puede escapar a esa presión y se va diluyendo el debate sobre el sustrato ideológico de cada quién, para centrarse en los personajes, en sus vicisitudes personales y familiares. La exposición pública es constante y sin tregua. No hay espacio que separe política y personaje.

La ciudadanía, enfrentada a problemas complejos, globales y estructurales, busca desesperadamente un rostro al que culpar. Las instituciones, por su naturaleza abstracta, dispersa y técnica, desaparecen de la vista pública, volviéndose invisibles ante la necesidad de un chivo expiatorio. El líder, en este contexto, se transforma en un símbolo absoluto, absorbiendo tanto las esperanzas desmedidas como la indignación generalizada. Las redes sociales y los medios de comunicación convierten a los líderes en personajes de un “reality show político”, en el que memes, eslóganes ofensivos, bulos y teorías conspirativas viajan más rápido que los análisis políticos. El dirigente de turno es percibido como el único responsable de problemas que, por su magnitud y complejidad, son intrínsecamente difíciles de controlar, generando expectativas irreales que inevitablemente conducen a la frustración.

En ese escenario se diluyen los contenidos ideológicos y quedan las frases, las posturas, los escenarios en que los personajes deben lanzarse al cuerpo a cuerpo sin tregua posible. El ataque personal es constante en una lucha en el que cada uno busca el punto débil del otro. Ese otro a quien se hace responsable de todo lo malo que acontece. Esta hiperresponsabilización es un síntoma de una democracia que ve erosionada su legitimidad por un debilitamiento, un “nosotros” cada vez más frágil. La ciudadanía observa problemas complejos, globales, estructurales, y busca un rostro al que culpar. Las instituciones, abstractas, dispersas y técnicas, desaparecen de la vista. El líder se convierte en símbolo absoluto, absorbiendo tanto la esperanza como la indignación. Las redes sociales y los medios amplifican este fenómeno, transformando la crítica política en espectáculo y el desacuerdo en insulto, rumor o conspiración. 

Sin embargo, la personalización no es el verdadero enemigo. Es, hasta cierto punto, inevitable. Lo que requiere la democracia contemporánea es moderar la hiperresponsabilidad: reforzar instituciones que distribuyan la toma de decisiones, educar en la complejidad de los problemas, reconocer los límites del poder individual. Solo así, podremos contemplar al líder como lo que es: un rostro que encarna la acción, pero no la totalidad del mal del mundo. La paradoja es clara: necesitamos rostros en la política, pero debemos aprender a no poner sobre ellos todo nuestro odio ni toda nuestras esperanzas.