
Bienvenidos a la ciudad espectáculo: cuando el sitio en el que vives se transforma para el turista
A partir de los libros ‘Ciudad Clickbait’ y ‘Ciudad Copyright’, analizamos qué ocurre cuando la ciudad se convierte en mercancía, vaciada de vida cotidiana y de transformación compartida
El fenómeno de los ‘edificios cebra’ que invaden las ciudades: “Están hechos para venderse en una foto de inmobiliaria”
“La ciudad históricamente formada se deja de vivir, se deja de aprehender prácticamente, y queda sólo como objeto de consumo cultural para turistas y para el esteticismo, ávidos de espectáculos y de lo pintoresco. Incluso para los que buscan comprenderla cálidamente, la ciudad está muerta”, escribió Henri Lefebvre en El derecho a la ciudad.
Más que una profecía sobre la decadencia urbana, estas palabras del sociólogo francés Lefebvre, uno de los grandes teóricos del urbanismo del siglo XX, son una advertencia sobre lo que ocurre cuando la ciudad se convierte en mercancía y espectáculo, vaciada de vida cotidiana, de conflicto y de transformación compartida.
Medio siglo después, su diagnóstico resuena con fuerza renovada. Porque hoy, el derecho a la ciudad —ese derecho a habitarla, a apropiarse de ella, a vivirla colectivamente, a ser su actor protagonista— se ve amenazado por nuevas formas de desposesión: la digitalización ubicua, la mercantilización y privatización extrema del espacio urbano y una gestión pública cada vez más orientada a satisfacer los intereses de grandes inversores y los flujos turísticos en lugar de responder a las necesidades reales de sus habitantes.
Lefebvre hablaba de una ciudad muerta; pero hoy, más que muertas, las ciudades rebosan vida capturada, coreografiada y dirigida hacia fines que se basan en el consumo, la diseminación de imágenes y la rentabilidad de unos pocos. Una vida que ya no pertenece a quienes la habitan, sino a quienes la explotan.
En este contexto emergen nuevas categorías críticas, como las que proponen los libros Ciudad Clickbait y Ciudad Copyright, que nos ayudan a entender cómo se transforma el derecho a la ciudad en la era del algoritmo y la mercantilización simbólica. Ambos anglicismos vinculados a las urbes denuncian de forma elocuente cómo las ciudades se configuran cada vez más bajo lógicas de espectáculo mediático, procesos gentrificadores y por el control creciente de oligopolios digitales como Airbnb, Uber o Amazon.
La ciudad clickbait y el alcalde influencer
En el ensayo Ciudad Clickbait (Barlin Libros, 2025), el periodista y analista urbano valenciano Vicent Molins describe cómo muchas ciudades españolas han adoptado una lógica de marketing digital, gestionándose como marcas que priorizan la visibilidad y el rendimiento turístico por encima de la vida vecinal. En este contexto, para el autor “la ciudad se convierte en un contenido audiovisual elaborado para redes sociales, aplicaciones turísticas y medios digitales”, una escenografía atractiva diseñada para gustar, generar clics y atraer inversión.
La ciudad se divide cada vez más entre quienes la ven como mercancía y quienes la consideran memoria, historia y hogar de varias generaciones
Molins adapta el concepto de clickbait, contenido diseñado para captar atención a toda costa, al espacio urbano: calles, plazas y eventos se transforman en productos diseñados para ser consumidos masivamente, ya sea de forma presencial o en formato digital. Esta lógica, advierte, no se limita a las grandes metrópolis, sino que permea también en ciudades medianas que asoman la cabeza con iniciativas bastante cuestionables para situarse en el mapa.
Es el caso paradigmático de Vigo, con su alcalde Abel Caballero, que sería también un claro ejemplo de lo que Molins llama el “alcalde influencer”. Caballero ha convertido su ciudad en la capital de la Navidad con un espectacular alumbrado que rivaliza con Nueva York. “En este tipo de eventos, los ciudadanos deberíamos pedir la letra pequeña. Saber cuál es el coste y la repercusión real que tienen para la ciudadanía local”, propone Molins. El encendido navideño de las luces de Vigo es un evento digital y turístico masivo que ejemplifica cómo un alcalde puede asumir el papel de influencer urbano, gestionando la ciudad como espectáculo más que como un espacio público, entre otras cosas, por pura vanidad de legar su autoría. Ante esta deriva, Molins advierte: “La ciudad se divide cada vez más entre quienes la ven como mercancía y quienes la consideran memoria, historia y hogar de varias generaciones.”
Ciudad con copyright y fascismo territorial
Por otro lado, en Ciudad Copyright (Tierra Adentro, 2024), el politólogo y activista mexicano Conrado Romo analiza cómo la lógica de la propiedad intelectual se impone sobre el espacio urbano, es decir con derechos reservados solo para quienes puedan invertir ingentes cantidades de dinero. Desde Guadalajara (México), su ciudad de referencia, Romo examina cómo en las ciudades globales, la cultura, el relato y hasta la estética quedan sometidos a dinámicas extractivas que privatizan la experiencia urbana y expulsan la diversidad popular en nombre de la innovación y la creatividad.
En Guadalajara se ha expulsado a gente del centro histórico con argumentos relacionados con la cultura o el deporte, pero el objetivo real es abrir espacio a inversores que replican una ciudad genérica, sin identidad ni diversidad
Conrado Romo extiende la noción de copyright al ámbito urbano, donde gobiernos y corporaciones aplican la lógica de la propiedad intelectual para controlar el uso del espacio público, los símbolos y las expresiones culturales. “En Guadalajara se ha expulsado a gente del centro histórico con argumentos relacionados con la cultura o el deporte, pero el objetivo real es abrir espacio a inversores que replican una ciudad genérica, sin identidad ni diversidad”, denuncia. La ciudad copyright se diseña para el algoritmo y el mercado global: espacios públicos tematizados, privatizados y listos para eventos comerciales. Romo ironiza que “las salsas picantes ya no pican, se han gentrificado”, apuntando cómo incluso los elementos más cotidianos son neutralizados para el consumo turístico.
También alerta sobre las Smart Cities, donde la promesa de eficiencia tecnológica impone una racionalidad tecnocrática que elimina autonomía, emoción y participación ciudadana. “Las decisiones las toman los móviles y los algoritmos; los usuarios no conocen el código y no pueden moldearlo”, advierte. Esta “cajanegrización” de la gobernanza genera un sistema opaco que excluye a la ciudadanía. Romo enmarca estos procesos en lo que Boaventura de Sousa Santos denomina “fascismo territorial”: políticas que reocupan y transforman espacios al margen del orden institucional, imponiendo nuevas lógicas de poder y exclusión. Señala cómo tradiciones populares locales son apropiadas por empresas extranjeras y convertidas en espectáculos comercializados: “En Guadalajara nunca se celebró especialmente el Día de Muertos, pero desde la película Coco, un parque público se privatiza y se explota para acoger un show temático”, apunta Romo. Una ciudad que deja de pensarse para ser habitada, y empieza a diseñarse para ser vendida.
Numerosas personas observan el alumbrado de Navidad de la calle Larios, en Málaga, en plena pandemia.
Un problema de autoestima
Uno de los elementos más insidiosos de la transformación urbana contemporánea es lo que Vicent Molins denomina gentrificación narrativa: una forma de desposesión simbólica en la que las ciudades dejan de contarse a sí mismas para empezar a imitar relatos de éxito ajenos. Según Molins, muchas ciudades sufren una profunda crisis de autoestima que las lleva a construir su identidad desde la carencia: sienten que se están quedando fuera del juego global y que solo podrán sobrevivir si se parecen a otras a las que, supuestamente, “les va bien”. Así, emergen titulares absurdos sobre nuevas Silicon Valley o proyectos inflados que prometen innovación, tránsito o creatividad, aunque tengan poco arraigo local: “Así puede Valencia ser el Silicon Valley europeo”, reza uno de los múltiples titulares que recoge Molins en su libro, donde Valencia, Barcelona, Sevilla o Málaga se postulan como las nuevas Silicon Valley del sur de Europa.
A miles de kilómetros, Romo alude al mismo ejemplo: “Durante mucho tiempo han intentado consolidar la idea de que Guadalajara es el Silicon Valley mexicano. Aquí han llegado empresas multinacionales los últimos 20 años, pero para instalar fábricas de manufactura, no sus sedes”. Se idealiza Silicon Valley como un concepto abstracto que cualquier ciudad ansía, pero que nadie sabe del todo en qué consiste.
Para Romo, el branding se ha vuelto prioritario para las ciudades: generar una narrativa seductora, una marca, un relato discursivo entre lo local y lo cosmopolita, que busca ser del agrado de los inversores y del capital humano transnacional, conocidos ya comúnmente como expats. Esta ansiedad por dominar la escena mediática —por parecer modernas, visibles y deseables ante los de fuera— genera una lógica de servilismo urbano que prioriza la imagen frente a la vida real. Se gestionan espectáculos, no necesidades; se construyen campañas publicitarias para atraer, pero se desatiende el día a día de quienes habitan la ciudad.
Molins considera especialmente sangrante el caso de Málaga, una ciudad que “aparentemente” lo está haciendo todo bien para ser una de estas Silicon Valley del sur, pero, en cambio, su ciudadanía está perdiendo toda la soberanía y vive objetivamente peor que hace unos años. La falta de autoestima de Málaga se ilustra, según Molins, de una forma preocupante a través de las declaraciones de Isabel Rodríguez García, ministra de Vivienda y Agenda Urbana, cuando hace poco más de un año declaró: “Si los malagueños no tienen un lugar donde vivir, ¿quién va a atender a esos turistas? ¿Dónde se van a alojar los camareros que luego nos sirven un vino y un espeto?”. La cuadratura perfecta del círculo de la sumisión y de la falta de amor propio.
Empresas vampiro
“Que Airbnb, el mayor proveedor de alojamientos del mundo, no tenga habitaciones y que Uber, la compañía de taxis más grande del mundo, no tenga coches es justo la clave de bóveda de su modelo. Las ciudades, en cambio, sí que tienen aquello que las define: presumiblemente tienen ciudadanos”, relata Molins, mientras asegura que no quiere caer en la nostalgia de quien dice “mi ciudad ya no es como era”.
Las ciudades deben transformarse, lo preocupante es que ya no compiten en igualdad de condiciones, porque los grandes fondos y plataformas digitales han roto las reglas. Frente a modelos clásicos, donde quien operaba en la ciudad debía estar presente y vinculado físicamente a ella, hoy los actores dominantes ni siquiera tienen sede ni responsabilidades locales. Solo extraen valor y se marchan, sin un retorno ni un arraigo territorial. Esta lógica ha erosionado la capacidad de reacción de los gobiernos locales, que han perdido soberanía y, según Molins, libertad bien entendida: se mercantiliza la ciudad sin que la ciudadanía tenga capacidad de decidir. Ante esto, el único camino posible es la intervención pública: “Regular no es ir contra el mercado o de la tan sobada libertad, sino garantizar precisamente la libertad para que siga existiendo competencia”, sostiene.
Frente a modelos clásicos, donde quien operaba en la ciudad debía estar presente y vinculado físicamente a ella, hoy los actores dominantes ni siquiera tienen sede ni responsabilidades locales. Solo extraen valor y se marchan, sin un retorno ni un arraigo territorial
Por su parte, Romo alerta de la amenaza de estos nuevos oligopolios que no requieren de intermediarios locales: “Las ciudades se están transformando para atraer al ”cognitariado“: trabajadores precarizados vinculados a empresas transnacionales digitales como Netflix, Amazon o Facebook, que buscan asentarse en entornos urbanos con menores costes salariales, pero con una alta calidad de vida”. Romo remarca la capacidad vampirizadora que tienen estas empresas concretamente en los centros de las ciudades, donde su modelo extractivista acaba pervirtiendo el valor simbólico y cultural del lugar y propiciando cambios demográficos muy significativos.
Turistas Coca-Cola
¿Hay un límite para el turismo? En las ciudades españolas, de acuerdo con Ciudad clickbait, parece que no. Molins cuenta la anécdota de las Coca-Colas de Joan Gaspart, empresario hotelero y expresidente del FC Barcelona, que afirmó que cuando vendes un producto, en su caso la ciudad de Barcelona, lo haces para vender al mayor número posible de personas, como con las Coca-colas. Las principales ciudades turísticas del país ya hace años que padecen diabetes aguda y, sin embargo, el gobierno municipal de València decidió derogar la imposición de una tasa turística que apenas llegaba a los 2€.
Molins tiene una solución tajante al respecto: “Los ayuntamientos tienen que dejar de actuar como si fueran operadores turísticos. Es complicado limitar el número de turistas, pero sí que se pueden controlar las llegadas de cruceros o controlar la proliferación de pisos turísticos. Hay que dejar de invertir dinero público para promocionar el turismo y reorientar el modelo económico local, apostando por una economía más mixta y menos dependiente de este monocultivo”. Y añade: “Los turistas no vienen porque nuestros ayuntamientos hagan mucha política turística, vienen por las conexiones aéreas y por las bondades del mercado turístico español. Muchas ciudades creen que si ponen una tasa dejarán de venir turistas. Es una mentalidad de hace 30 años. Las ciudades con más turistas también suelen tener tasas más altas”.
Grandes eventos “Monorraíl”
En Ciudad copyright, Conrado Romo inicia su ensayo con el siguiente prefacio:
“-Ricky Mandino: Es la mejor elección aquí, señores. Alcen las voces y sus corazones.
– Ciudadanos de Springfiled: ¡Monorraíl, monorraíl, monorraíl!
– Marge: Pero la avenida principal está dañada.
– Bart: Lo siento mamá, la decisión está tomada.“
A principios de verano, el diputado de Más Madrid, Pablo Padilla, utilizó este mismo episodio de Los Simpsons para cargar contra el circuito de Fórmula 1 en Ifema. No es nada nuevo que las ciudades y sus dirigentes políticos pretendan prosperar a golpe de macroevento o de edificios insignia, de ahí a que haya trascendido el concepto Modelo Barcelona a raíz de los Juegos Olímpicos del ’92 o el Fenómeno Guggenheim en Bilbao. No obstante, estos casos de éxito son difícilmente replicables ya que dependen de contextos y casuísticas muy particulares. Solo en Barcelona, en los últimos 20 años se han dado fracasos llamativos como el del Fórum de las Culturas de 2004 o recientemente la Copa América de 2024. Molins cita varios de estos eventos que no tuvieron la repercusión ni el impacto deseado: el Gran Premio de Europa de F1 por las calles de València en 2012, la Expo de Zaragoza en 2008 o los Latin Grammy en Sevilla en 2023.
Molins advierte que no se trata de afirmar que “los eventos son malos” per se. “Depende”, matiza. “Lo problemático es convertir el evento en una solución mágica, una explicación naíf que todo lo cura”. La acumulación de grandes citas puede llegar a saturar los sistemas urbanos, y en muchos casos las ciudades se lanzan a por ellas sin una estrategia clara ni transformadora. “La Copa América no fue un mal evento para Valencia y en cambio no ha funcionado en Barcelona”, Molins señala que este tipo de iniciativas funcionan muchas veces como anzuelo emocional, una forma de alimentar de nuevo la autoestima urbana a corto plazo. “Es la manera que muchos alcaldes tienen de dejar su firma, de reivindicar su autoría. Pero los proyectos a 20 años vista no lucen electoralmente. Lo que falta desde hace décadas en la administración es ambición real”, sentencia Molins.
Si no reivindicamos nuestro espacio, si dejamos que lo digital, lo mercantil y lo superficial dicten las reglas, terminaremos viviendo en parques temáticos
Una perspectiva similar ofrece Conrado Romo en el contexto mexicano. Guadalajara, designada como una de las ciudades sede del Mundial de fútbol de 2026, ha iniciado un proceso de transformación urbana que ya está dejando víctimas. En nombre del evento, se está arrasando una zona y espacios públicos con tejido social y cultural. Romo añade con sorna amarga: “Aquí también quisimos ser Bilbao, traer nuestro Guggenheim, levantar esculturas gigantes o torres-mirador como en Toronto… pero al final casi nada llegó a buen puerto. En cierta medida, nuestros mayores logros de resistencia urbana han sido fruto de la incompetencia política más que de una estrategia social planificada”.
En este espectáculo, como vaticinaba Lefebvre, entre lo edulcorado y lo siniestro, donde los alcaldes gobiernan contabilizando likes y los grandes fondos carroñean la vida urbana, reclamar el derecho a la ciudad es un acto más de sentido común que una quimera revolucionaria. Si no reivindicamos nuestro espacio, si dejamos que lo digital, lo mercantil y lo superficial dicten las reglas, terminaremos viviendo en parques temáticos para las selfies, las despedidas de soltero y los eventos que tendrán su público en la otra punta del mundo, haciendo el seguimiento por YouTube. Que nadie nos engañe: la ciudad es de quienes la habitan, no de quienes la explotan o la privatizan bajo el disfraz del éxito y de las tendencias.