
Cuando Obama era musulmán
La negativa bienintencionada, justa, admirable, de John McCain a reconocer los malestares que asolaban a su base social, terminó por llevarse por delante a su partido. Fue el terreno abonado en el que un grupo de mercaderes del odio se infiltró y acabó por tomar el poder, primero, y destruir, después, el Partido Republicano
Mis dos hijos tienen la terrible manía de pelearse por todo. Cuando a uno le apetece una actividad, el otro querrá hacer la contraria. Este hábito tan peculiar solo cambia en el caso de que lo que quiere uno tenga que ver con un objeto físico indivisible, en cuyo caso el otro siempre querrá exactamente el mismo chisme que el primero.
Una de las cosas por las que solían discutir era por el cepillo de dientes. Yo compraba esos paquetes en los que vienen varios de colores distintos, de manera que cada uno supiera cuál era el suyo. Invariablemente, ambos querían el mismo color y todas las noches acabábamos discutiendo a cuenta del cepillo que le tocaba a cada uno.
Un día, harta de tanta bronca, compré uno de esos cepillos eléctricos que tienen distintos cabezales para cada miembro de la familia, pero que tienen la ventaja de que todos son blancos y solo se distinguen por una minúscula banda de goma en la base. Desde entonces, mis hijos han dejado de pelearse por el color del cepillo: ahora se pelean por el color de la minúscula bandita.
Si esta anécdota no le puede resultar ajena a ningún lector, es porque en la sociedad por todas partes se repite este mismo patrón: manifestamos dolores o conflictos profundos en las cosas más irrelevantes. Mis hijos se pelean porque cuando tienes un hermano casi de tu misma edad, una parte muy importante de tu vida consiste en disputarle la parte del mundo –de la atención de los demás, de los recursos del hogar– que piensas que te tocan a ti. Claro que eso ellos no lo pueden entender, es mucho más sencillo pelearse por el cepillo de dientes.
A menudo en política ocurre lo mismo. Las emociones que subyacen no se corresponden con los temas concretos que se manifiestan en tensiones en la opinión pública.
Cuando Barack Obama se presentó a presidente del gobierno en EEUU, hubo una corriente –a la que se subió inmediatamente Donald Trump– que comenzó a hacer correr el bulo de que Obama no era americano. Era un asunto capital, porque sólo los ciudadanos americanos pueden optar a la presidencia. Era, también, una mentira colosal. Y una que se desmontaba muy rápido: no solo había una partida de nacimiento de Obama (que los conspiranoicos decían que era falsa) sino que varios periódicos locales habían recogido en su día la inscripción del parto en un hospital de Honolulu (Hawaii). Era un bulo, uno más en la larga lista que hemos visto surgir en los últimos años.
En aquella campaña electoral el candidato republicano, John McCain, que era un héroe de guerra y una figura histórica de su partido, se encontraba por todas partes con militantes republicanos que le espetaban en los mítines que Obama era un traidor, o que era musulmán, o un terrorista:
“Estamos asustados, estamos asustados por una presidencia de Barack Obama y le diré por qué”, comenzaba un hombre en un mitin, micrófono en mano, “este señor compadrea con terroristas domésticos.” Otra mujer, una señora mayor, le decía que “no podía confiar en Obama” porque “había leído sobre él y era un árabe”.
“No lo es”, volvía McCain, una y otra vez, con cara de circunstancia y la paciencia de un padre, “es un hombre decente de familia, un ciudadano decente del que no tienes que tener miedo como presidente. Lo que ocurre es que yo tengo desacuerdos con él en temas fundamentales”.
Y así, durante meses, el candidato republicano se pasó la campaña intentando criticar las propuestas políticas de Obama mientras no le quedaba más remedio que defenderle, a cada paso, de sus propios votantes. “La gente de Minnesota quiere ver una verdadera pelea”, le decía un militante, mientras los estadios llenos a rebosar ardían en insultos: Obama era un “terrorista”, un “traidor”, y había que “quitarle la cabeza”.
Hoy, cuando nada de esto nos resulta extraordinario, podemos pararnos a pensar. ¿Estaba McCain haciendo lo correcto? Sería muy fácil pensar que sí. Que algún día, cuando pase este furor totalitario, alguien recuperará su figura y la de los representantes que entendían que la política era un asunto de “desacuerdos en temas fundamentales”.
Pero creo que en retrospectiva podemos coincidir en que fue un error estratégico, aunque solo fuera porque, lejos de acabar con la chispa de la alt-right, la encendió. Hoy hay mucha más gente en todas partes que quiere “una pelea” y que ve el mundo como una lucha a muerte entre hermanos.
Más aún, la negativa bienintencionada, justa, admirable, del candidato republicano a reconocer los malestares que asolaban a su base social, terminó por llevarse por delante a su partido. Fue el terreno abonado en el que un grupo de mercaderes del odio se infiltró y acabó por tomar el poder, primero, y destruir, después, el Partido Republicano.
Y es que, como me pasaba a mí con el cepillo de dientes de mis hijos, McCain estaba contestando la pregunta equivocada. Ese grupo de votantes del partido republicano no le estaba preguntando si Obama era americano, ni si era musulmán, sino que le estaban transmitiendo (literalmente) que estaban asustados.
Y yo creo que esta es una emoción que comparte mucha gente, no solo los votantes de estos partidos reaccionarios, no sólo los conspiranoicos. El mundo cambia a toda velocidad, tanto que muchas personas tienen la sensación de que se les escapa. Hay grandes nubes negras en el horizonte, como la amenaza de la guerra, o del cambio climático. Todos los debates (desde las pensiones, hasta las emisiones, pasando por la vivienda) dan la sensación de que cada vez hay menos para repartir y nadie tiene muy claro que va a ser de nosotros en el futuro.
Hace unas semanas, un estudio de Ipsos entre decenas de miles de personas en 31 países encontraba que casi dos tercios de la población de todo el planeta, con independencia de si viven en un país rico o pobre, del norte o del sur, piensa que “su país está en declive” y que “la sociedad está rota”. 17 años después de aquella campaña electoral esa emoción se observa por todas partes en la sociedad.
Esa es la emoción subyacente que explotan desde entonces los mercaderes del odio en todo el mundo para sacar rédito político. Se dan cuenta de que mucha gente siente que se está quedando atrás. Por eso todos los populistas –Trump, Bolsonaro, Meloni o Abascal– han puesto en la inmigración el foco de todas las iras. Como ocurría con la partida de nacimiento de Obama, la inmigración está siendo un artefacto que usan, al unísono, todos estos partidos de la alt-right para ponerle culpables al malestar y elevarse como los únicos que comprenden a la gente.
Si algo podemos aprender de John McCain es que no vamos a ganar este debate dando datos sobre las bondades de la inmigración (que son muchísimas) ni desmontando los bulos que quieren asociar a los migrantes con delincuencia. Al contrario, al entrar a ese debate lo único que hacemos es colocarlo en el centro de la esfera pública.
Comprender y dar espacio a la emoción subyacente –el miedo, la sensación de declive, de que no hay futuro, de injusticia– es la única manera de salir del debate sobre la inmigración sin caer en el odio. Además, reconocer que a veces estamos igual de asustados que los conspiranoicos no nos convierte ni en conspiranoicos, ni en malas personas. Empatizar con la gente que está cabreada no nos convierte en cómplices de ninguna violencia política ni verbal.
Creo que avanzaríamos millas si, la próxima vez que alguien nos diga que están asustados porque nos “invaden”, antes de negar la invasión, empezásemos por reconocer que nosotros también estamos asustados.