La tormenta del siglo inunda casas y tumba chabolas en Ibiza: “Nunca había visto nada igual”

La tormenta del siglo inunda casas y tumba chabolas en Ibiza: “Nunca había visto nada igual”

La capital de la isla registra inundaciones que no se recordaban desde los años setenta y que, además de afectar a las barriadas construidas sobre antiguas marismas, provocan el cierre de centros educativos y hoteles

Ibiza pide al Estado la declaración de zona catastrófica para paliar los daños provocados por las inundaciones

A Fernanda Forcade se le entrecortan las palabras mientras observa el destrozo que la tormenta ha causado en su casa. Como si calculara todo lo que ha perdido, como si predijera los problemas que le vendrán. Su voz, de acento argentino, suena flojita: “Mirá para allá cómo quedó todo, está todo el piso levantado. Y cómo huele. Estoy sacada”. El motivo del bloqueo de Fernanda fue, primero, el chorro que brotó entre dos azulejos del baño y, más tarde, la manguera a presión en la que se convirtió aquel chorro. Una herida abierta que tiñó de marrón los cuarenta y tantos metros cuadrados del semisótano en el que vive con sus dos gatos. Uno de los mininos está subido a la mesa de un balcón que se eleva a ras de la acera de la calle. Sin demasiados datos oficiales todavía –más allá del centenar y medio de rescates, casi sesenta en domicilios, y, milagrosamente, ninguna víctima– el drama personal de Fernanda seguramente sea uno de los peores que deja en Eivissa la borrasca bautizada como Ex-Gabrielle.

“El agua y el barro entraron por aquí, salieron al pasillo y fueron entrando en los otros pisos. Pero esta casa se comió lo peor, claro, porque está pared con pared con el garaje. Vinimos a ayudarla con fregonas, escobas; lo que teníamos para evitar que subiera mucho el nivel. En el pasillo hicimos un boquete en la pared para que sirviera de aliviadero y, aún así, mira, dos palmos”, dice Jesús, el responsable de mantenimiento del edificio en el que vive Fernanda; y señala un agujero picado a contrarreloj. A su espalda está abierta la puerta de otra vivienda: en la pared de lo que parece la cocina cuelgan, en formato calendario, una virgen –imposible de identificar a tanta distancia– y un Sagrado Corazón. Las baldosas del suelo que conducen a las imágenes religiosas están impolutas.

En los “veinte años” que lleva trabajando en fincas urbanas y hoteles de Eivissa, Jesús –un manitas: albañilería, fontanería, chispas– no había visto “nada igual a la tormenta que cayó entre el lunes y el martes”. “A las cuatro o cinco de la mañana”, dice, “ya teníamos el garaje medio inundado y serían las once, once y media, cuando Fernanda nos avisó de lo que estaba pasando en su casa”. “¡Mirad!”, añade bajando a tientas las escaleras que conducen al aparcamiento subterráneo, “¿veis esa marca? Hasta ese escalón lo teníamos ayer inundado cuando a las doce del mediodía nos llegó la alarma”.


Las manchas de lodo muestran hasta donde subió la inundación en el subterráneo del edificio.


Los vecinos de la planta baja de este edificio de ses Figueretes tuvieron que abrir un boquete en el pasillo comunal para evacuar el agua de la tormenta que se filtró por el garaje.

La cronología de Jesús casa con lo que cuentan los agentes del Institut Balear de la Natura que tratan de drenar la bañera llena de objetos flotantes fáciles de identificar –tablones, bolsas de basura, botellas de plástico, cojines, el cartelito verde de una salida de emergencias– en la que se ha convertido el garaje. La cuadrilla –cinco hombres y una mujer, al comando– es ibicenca, no parte de los refuerzos que han llegado desde Mallorca –bomberos– y el acuartelamiento valenciano de Bétera –la Unidad Militar de Emergencias–, y a las cinco de la mañana del martes, dicen, ya estaban en danza. No había salido sol y la faena se multiplicaba en barriadas como ses Figueretes: una playa, un paseo marítimo lleno de hoteles y restaurantes y, tras el turismo, una cuadrícula de calles de bloques, la mayoría humildes, que ocupan una ladera que cae ligeramente hacia al mar.


Fernanda Forcade levanta uno de los tablones de la tarima de su domicilio, levantada por la inundación.


Un agente medioambiental, durante las tareas de drenaje de un aparcamiento subterráneo.

Lluvias históricas

El urbanismo ibicenco de los setenta y ochenta concibió –y permitió– allí más de un bajo situado un par de metros bajo el nivel de la acera. Como el piso, con balcón interior, de Fernanda. En plena pesadilla del día después, ella llamaba a su casero –“un italiano que no vive aquí y que, a partir de diciembre, quiere subirme el alquiler, de 750 a 1.000 euros”– y el casero le rechazaba las llamadas. En plena pesadilla del día después, hombres y mujeres, vecinos de edificios vecinos, sacaban muebles –todavía húmedos– y los apoyaban en un árbol, un murete, una señal de tráfico. Son los habitantes del fondo de un hoyo, los que se llevaron la peor parte durante la jornada en que se registraron precipitaciones inauditas –254 litros por metro cuadrado– en la zona más poblada de la isla. En el aeropuerto cayeron 174 litros, cifra récord. Nunca llovió tanto en un solo día desde que se toman registros y, los primeros, apenas los más viejos podrían recordarlos: datan de 1952. Fue la tormenta del siglo.

Los afectados son habitantes del fondo de un hoyo, los que se llevaron la peor parte durante la jornada en que se registraron precipitaciones inauditas –254 litros por metro cuadrado– en la zona más poblada de la isla

Efecto: hoy, en el comienzo de la resaca, los túneles y pasos subterráneos de la autovía que hace dos décadas cavó una trinchera de siete kilómetros entre la capital de la isla, su extrarradio sur –un continuo de miles de viviendas dispersas alrededor de una iglesia, Sant Jordi, además de decenas de hoteles, restaurantes, tiendas y alguna discoteca, en primera línea de un arenal, Platja d’en Bossa– seguían anegados veinticuatro horas después de haber empezado a llenarse de fango.

Consecuencia: el colapso convertía los accesos al centro en la escena inicial de Un día de furia y parte de la comitiva de Marga Prohens –que desplazó a su Govern en pleno desde Mallorca– lo sufrió.

Solución: los taxistas más avispados imaginaban rutas alternativas. Tuvieron suficiente en la víspera, cuando el cielo se pintó de negro y comenzó a jarrear sin tregua.


Residentes de Platja d’en Bossa sacan el lodo de un garaje.


Una empresa de limpieza trata de limpiar el fango de una consulta médica privada.

No hay lugar para la fiesta

Un chófer, con licencia de Vila, la capital insular, contaba que, a eso de las siete de la mañana, una hora después de haber empezado su turno, ya intuyó que la cosa iba a ponerse (muy) fea en las carreteras: en los arcenes de la que cruza el Parque Natural de Ses Salines, contó, un grupo de clubbers se las deseaba con los empleados de seguridad de una discoteca que, cerrado el negocio, trataba de evitar que se quedaran dentro del local. La tormenta arreciaba y el taxista, explicó, cargó un viaje, subió la bandera y se fue para casa.

A otro chófer, con licencia de Sant Antoni de Portmany, donde llovió mucho menos (43 litros), le pilló el aguacero en uno de los peores lugares posibles: la estación marítima de Formentera. Su suerte, dice, fue encontrar sitio en la parada que está dentro de la zona portuaria, en altura, y protegida de la catarata marrón que, atravesando calles, avenida y paseo desembocó en el puerto pintando la que quizás ya sea la imagen más icónica de la sacudida que Ex Gabrielle le dio a la planificación urbanística de Eivissa. Una ciudad que ha alcanzado una densidad de población que roza los 5.000 habitantes por kilómetro cuadrado –sin contar turistas– a base de plantar edificios y naves industriales sobre huertas, ya desaparecidas, y marjales, todavía agonizantes.

Frente a dos de las discotecas ibicencas más famosas de la isla, Hï y Ushuaïa, toros mecánicos enganchaban esta tarde contenedores entre sus fauces para vaciar el lago que todavía era su aparcamiento. A las puertas del fin de semana de los cierres de las discotecas, la isla no ha dejado del todo de estar en temporada alta. Los vehículos pesados, los camiones de bomberos, las sirenas de las ambulancias, las pick-ups de la UME, los telefonazos a la compañía de seguros, los colegios e institutos cerrados, las furgonetas de las empresas de limpieza y mantenimiento, las bombas de achique, y las katiuskas y fregonas de las tenderas de el barrio de es Pratet –poseedoras de un máster en inundaciones al tener sus locales pegados a los muelles y pantalanes del puerto, en la zona más sensible– se mezclaban, al bajar las aguas, con grupitos de turistas que cruzaban pasos de peatones manchados de barro.

Frente a dos de las discotecas ibicencas más famosas de la isla, Hï y Ushuaïa, toros mecánicos enganchaban esta tarde contenedores entre sus fauces para vaciar el lago que todavía era su aparcamiento


Tres operarios y un toro mecánico vacían el agua el aparcamiento de las discotecas Hï y Ushuaïa.


Cuatro bombas de achique tratan de drenar uno de los garajes más afectados.

Mucha gente joven, mucha manga corta. En la resaca de la borrasca torrencial –para encontrarse una inundación igual hay que rebobinar hasta finales de los setenta– el cielo se despejó. El sol de octubre invitaba a pasear la ciudad a los veraneantes de otoño que no habían tenido incidencias en su alojamiento: el Ibiza Gran Hotel se tuvo que vaciar y, probablemente, terminará su temporada; en un establecimiento de la cadena Vibra hubo tres heridos leves por un desprendimiento de rocas, está parcialmente a los pies de un acantilado, y por precaución se llevó a los inquilinos a otro hotel de la compañía.


Platja d’en Bossa, litoral de aguas marronáceas un día después de la borrasca.


Ses Feixes des Prat de ses Monges, uno de los humedales que resistieron al avance urbanístico, luce rebosante de agua.

“Pasamos un poco de miedo”

En un descampado de la periferia, el calor, aunque húmedo y pegajoso, secaba materiales muy diferentes. Las lonas con las que se cubren las barracas de un campamento en el que viven cientos de personas. La mayoría, saharauis.

Media docena, todos hombres, se sientan en una alfombra, devoran un tayín de carne y verduras. Mojan con ansia unas baguettes hechas mendrugo en la salsa. Son casi las cinco de la tarde y algunos están rompiendo un ayuno involuntario. “A las dos o tres de la mañana, del lunes al martes, empezó a llover tanto que todo esto era un barrizal –dice uno de ellos, haciendo de portavoz del grupo–, así que nosotros hemos podido dormir bien poquito. Algún techo se ha hundido, veréis mucha basura alrededor, que ha arrastrado la lluvia, pero todos estamos bien, y eso es lo que importa. Unos tuvieron que irse a trabajar (a una lavandería, al aeropuerto…), pero los que nos quedamos aquí estuvimos echándonos una mano para arreglar todo esto”.

A las dos o tres de la mañana, del lunes al martes, empezó a llover tanto que todo esto era un barrizal, así que nosotros hemos podido dormir bien poquito. Algún techo se ha hundido, veréis mucha basura alrededor, que ha arrastrado la lluvia, pero todos estamos bien, y eso es lo que importa

Residente en un campamento de barracas


Tras la tormenta, en la periferia ibicenca, queda un reguero de suciedad entre míseros hogares.

–¿Os llegó la alarma del Govern?

–Sí, claro. Pero para nosotros nos llegó muy tarde. Ya estábamos bien mojados.

–¿Pasasteis miedo?

–Un poco.

Uno de los residentes en las chabolas de un poblado asegura que la alarma del Govern llegó, pero ‘muy tarde’, cuando ya estaban ‘bien mojados’. Asegura que pasaron ‘un poco’ de miedo


Un militar descansa en la nave del Recinte Firal, centro logístico de la UME.


Carpa habilitada por el Consell d’Eivissa para personas sin hogar.

La chabola está al otro lado de una verja que rodea un enorme aparcamiento que en los últimos años ha menguado para acoger una estación –provisional– donde pasar la ITV, y los módulos fabricados de un centro –también provisional– para acoger personas sin hogar. Detrás emerge la estructura de hierro pálido del Recinte Firal, el espacio que se ha convertido en el cuartel general de los efectivos de la UME desplazados a Eivissa. La tarde declina y los militares que no están en turno también comen, teclean mensajes a la familia, sorben café, descansan sobre unas camillas plegables que parecen minúsculas en la inmensidad de la nave vacía. Les queda mucha faena durante las próximas horas. El trabajo sería más hercúleo si, como empiezan a apuntar algunos expertos –geógrafos, meteorólogos–, Ex-Gabrielle no se hubiera precipitado exclusivamente sobre la ciudad, tan cerca de la costa. Si el aguacero hubiera caído, sobre todo, en el interior ibicenco podría haberse producido el colapso –total– de los torrentes. Una brizna de suerte que rebajó la magnitud de una tragedia que no llegó a ser.