
Muerte de un miliciano
Con independencia de que lo que se piense sobre la magnífica fotografía de Capa, Federico Borrell García falleció en algún momento de septiembre de 1936, luchando por conceptos esenciales para poder hablar de sociedad sin pecar de cínicos o ingenuos
No sabemos si Federico Borrell García, nacido un 3 de enero en Benilloba (Alicante), falleció efectivamente el 5 de septiembre de 1936 en Cerro Muriano (Córdoba). Sabemos, eso sí, que murió luchando por la España leal contra los socios de Hitler y Mussolini, y que Gerda Taro o Endre Ernő Friedmann –pues Robert Capa eran los dos, obviedad que siempre conviene mencionar– convirtieron el supuesto instante de su fallecimiento en una obra mítica del fotoperiodismo de guerra: The Falling Soldier, conocida entre nosotros como Muerte de un miliciano. Se dice que no fue Borrell quien cayó ese día; se dice que cayó, pero en otro lugar; se dice que Capa escenificó la imagen, cosa habitual en aquella época –si no en todas– y también se dice que no la escenificó y que sólo la escenificó en parte. Conjeturas tan lógicas como comprensibles.
Quédense con los adjetivos de la frase anterior. No pueden ser más inocentes; las palabras tienden a serlo cuando aún no sabemos de qué están llenas o, si se prefiere, qué rumbo llevan, qué intención tienen, qué significado real. En mi caso, dicen exactamente lo que parecen decir: que es normal que el trabajo de la pareja de fotógrafos más famosos del siglo XX suscite interés; una opinión sin trampa alguna y, por supuesto, limitada al arte. Por desgracia, no todo el mundo utiliza la elocuencia desde “la honradez” de la que habla Marco Tulio Cicerón en Sobre el orador y, en el caso aquí propuesto, es habitual que no se discuta sobre la obra de Capa por motivos intelectuales, sino políticos. Como tantas veces, los amigos del régimen del 39 aprovechan lo que sea, lógica y comprensiblemente, para justificar la destrucción de la II República española, el asesinato de cientos de miles de personas, el exilio de la cultura y la ciencia y la innegable alianza de las élites económicas del país con el nazismo; lo que sea, cualquier cosa, incluido lo que pasó o dejó de pasar con una fotografía en concreto.
En el texto que acabo de mencionar, Cicerón juega con la irónica hipótesis de lo que pasaría si proporcionáramos “técnicas oratorias” a quienes carecen de ciertas virtudes –como si no ocurriera todo el tiempo–, y sentencia que equivaldría a dar “armas a unos locos”. Pues bien, la locura del tipo de locos al que me refiero tiene un sesgo interesante: jamás insinuarían que la demostrada escenificación de Alzando la bandera en Iwo Jima (1945) reste justificación a la campaña de los aliados contra el Eje o, peor aún, demuestre que el Japón imperial y la Alemania nazi tenían razón; pero, si se trata de Muerte de un miliciano, su actitud cambia por completo. Es lo mismo que sucede con la quinta del biberón: que la República llamara a filas a treinta mil jóvenes para intentar detener al fascismo en 1938 es un crimen lamentable, pero las reiteradas y masivas levas de EEUU o Gran Bretaña durante la II Guerra Mundial fueron tan necesarias como –otra vez– lógicas y comprensibles.
Si se atreven, busquen el Organón de Aristóteles y vayan a los Tópicos y las Refutaciones sofísticas; evidentemente, las falacias argumentales no se inventaron ayer y, cuando se ponen al servicio de maquinarias de propaganda, pueden ser letales. En ese sentido, hay un libro sin duda más fácil en el que está la esencia de las técnicas de manipulación: el Diario de Joseph Goebbels, que se publicó por primera vez en castellano en 1949. Sólo es una pequeñísima parte de la obra del conocido ministro del III Reich, la que tradujo al inglés el periodista Louis P. Kochner, activista por la paz durante la década de 1920 y premio Pulitzer por su trabajo como corresponsal de guerra (1939); sólo es un aperitivo, por así decirlo, donde se leen afirmaciones como las siguientes, tristemente correctas: “la propaganda funciona mejor cuando los manipulados creen que actúan por voluntad propia”, los manipulados deben estar “inmersos en las ideas de la propaganda, sin notar siquiera que están inmersos en ella” y, en un alarde de sinceridad –que nos devuelve aún más al tema–, “con propaganda hicimos el Reich”.
Desde luego, la propaganda revisionista que se disfraza de preocupación intelectual ante la fotografía de Capa no pretende instaurar ningún régimen; de eso ya se encargaron sus antecesores, gracias al nazismo y la contribución diplomática de Gran Bretaña, cuyos gobiernos hicieron lo posible para que la República perdiera la guerra y, no contentos con ello, se negaron a que los aliados liberaran España en 1945. Lo que pretende es mucho más sencillo: que los españoles y españolas sigan creyendo los cuentos que les han contado durante ochenta y tantos años, algo que no se puede asegurar sin dañar el ideal republicano en el presente a través de la eliminación de su cultura y sus símbolos. Por eso se aferran a la supuesta escenificación de Capa, como hicieron tras el descubrimiento de La maleta mexicana. Por demagógicas que sean sus argumentaciones, el ruido cumple su función; y de paso, ayuda a enterrar la memoria y la obra de los grandes fotógrafos republicanos: Agustí Centelles, los hermanos Mayo, Alfonso Sánchez Portela, etcétera.
Como decía al principio, Federico Borrell García (el Taíno) falleció en algún momento de septiembre de 1936, luchando por la libertad, la justicia y hasta la dignidad, conceptos esenciales para poder hablar de sociedad sin pecar de cínicos o ingenuos. Esa es la verdadera historia de esta historia, y eso es lo que hay que enfatizar cuando se manipula un detalle para ocultar el gigantesco todo de la destrucción de un país. No importa si el hombre de la imagen de Gerda Taro y Endre Ernő Friedmann era él; lo fuera o no, Muerte de un miliciano es todos los hombres y las mujeres que cayeron como él y por su misma causa.