
Instrucciones para versionar (bien) un cuento de hadas
La editorial Lumen recupera este ‘retelling’ en clave realista de ‘La bella durmiente’, de la escritora Elizabeth Blackwell
Análisis – De cómo la nueva versión feminista de ‘1984’ nos advierte de que escribir un ‘retelling’ no siempre es buena idea
De un tiempo a esta parte, parece que la industria cultural ha perdido la imaginación: se versionan los clásicos y otras obras que causaron sensación, aparecen continuaciones no esperadas, se organizan reencuentros entre compañeros de reparto de series y películas populares. ¿Es nostalgia por un pasado idealizado o incapacidad para concebir nuevas historias? Sea como sea, cuando se trata del retelling de una historia ya conocida, sea en el cine o en la literatura, el fenómeno no es nuevo, sino una constante; al fin y al cabo, en lo esencial, y por ceñirnos solo al canon occidental, todo está ya en Homero y en Shakespeare. Toda ficción es la recreación más o menos lograda de un arquetipo.
Es posible que parte de esas versiones responda al marketing, para aprovechar un filón que ya cuenta con un público fiel. Sin embargo, en ocasiones solo se trata de la voluntad del creador de dar otro enfoque al relato, para contar lo que no era visible en el original o adaptarlo a los tiempos desde otra óptica. Ese suele ser el caso de los cuentos de hadas sobre princesas, que ahora resurgen valientes y empoderadas, ya no esperan que ningún príncipe las salve. Las famosas películas live-action de Disney y muchas novelas para el público infantil y juvenil responden a esa demanda.
Mientras las princesas duermen (2014), la tercera novela de la estadounidense Elizabeth Blackwell, se sitúa en esa línea: un retelling realista de La bella durmiente, dirigido, eso sí, a un público más adulto. Lumen ha vuelto a publicarlo diez años después del primer lanzamiento, con buen criterio: en su día, antes de la cuarta ola feminista –es decir, antes del movimiento #MeToo y del 8 de marzo de 2018–, pasó bastante desapercibido. Hoy, en cambio, esta versión, que ofrece un nuevo punto de vista y carece de elementos paranormales, va en plena consonancia con los conflictos actuales e invita a reflexionar.
Un retelling en clave realista
La autora, historiadora de formación, decidió renunciar a los ingredientes mágicos: “No la concebí como una novela de fantasía”, explicó en una entrevista, “sino como algo que podría haber ocurrido en la realidad. Tuve que buscar explicaciones humanas plausibles para los acontecimientos de esta leyenda”. En lo primordial, la trama se mantiene fiel al cuento: en un viejo reino, unos reyes tienen problemas para concebir. Gracias a la ayuda de Millicent, una curandera tía del rey, la reina da a luz a una hija, Rose la bella. Lo que sería una noticia feliz, sin embargo, se trunca cuando Millicent se enfada por no recibir la compensación esperada y augura la destrucción del reino y la muerte de la princesa.
Flora, otra tía del rey, no puede revertir las palabras de Millicent, pero las matiza: Rose no morirá, y para ello la propia Flora transmitirá sus conocimientos de herboristería a la doncella de la reina, Elise, que desde entonces se ocupará de proteger a la niña. Elise, de hecho, es la narradora de la novela: llegó al castillo como una joven desamparada en busca de trabajo como criada, alentada porque su madre había trabajado allí en el pasado. Poco a poco, Elise se ganó la confianza de la soberana y logró ascender, aunque implicarse más en la dinámica del reino implicara renunciar a su vida personal.
Aunque hay alusiones a supuestos conjuros –la superstición estaba presente en la época medieval–, Blackwell juega con inteligencia a la ambigüedad. Cada fenómeno tiene una explicación racional: las hadas o brujas son curanderas conocedoras de las propiedades medicinales de las plantas, algo que enlaza con la caza de brujas histórica; la muerte no la causa una maldición, sino las epidemias y la guerra; las disputas por el trono no surgen de un encantamiento, sino de los intereses por el poder y la corrupción política. No se concretan la época ni el lugar, lo que da flexibilidad a la hora de introducir temas, pero la recreación evoca el centro de Europa en la Edad Media tardía.
El punto de vista de los marginados
Elegir como narradora protagonista a una criada es toda una declaración de intenciones: una reivindicación de quienes trabajan en la sombra para que otros brillen, esa masa de gente anónima que se levanta día tras día y cumple con su cometido sin reconocimiento alguno. Las historias, en minúscula, que no se explican en las clases de Historia; lo que sucede en el reino mientras los hombres van a la guerra –una guerra que, por cierto, solo aparece como telón de fondo; el escenario de la novela se limita al espacio femenino del reino, con sus quehaceres domésticos–. Está Elise, la doncella, pero también el resto del personal del castillo y los trabajadores del pueblo, que conforman su mundo.
Hay una perspectiva de clase con impronta feminista: Elise entra a trabajar allí casi por herencia materna, porque las mujeres de su condición carecían de otros caminos. Ella se enfrenta a desigualdades anquilosadas, abusos nunca denunciados, sacrificios que nadie compensa. Sin dramatismo, la autora plantea el dilema, tan contemporáneo, de hallar un equilibrio entre el trabajo y la vida personal: Elise, que se encariña con la princesa, lo da todo por protegerla, pero le duele haber renunciado a sus proyectos de vida. El sacrificio puede entenderse como la trampa del amor al trabajo y la obsesión por la productividad. Lograr un equilibrio con el lado íntimo es otro tema clave del libro.
La desmitificación de los poderes de las “hadas” también las reviste de terrenidad: esas mujeres curanderas eran, después de todo, las parias de la sociedad, por mucho que las damas de la nobleza recurrieran a sus servicios. Aunque sea la tía del rey, a Millicent se la recibe con suspicacia; ahora bien, ¿es mala o tan solo desgraciada? Por otra parte, la heredera de los conocimientos de Flora es Elise, a quien nadie le reconocerá el esfuerzo por formarse. Esa sabiduría, transmitida de generación en generación de mujeres, estaba rodeada de prejuicios; solo con el tiempo se ha reivindicado su valor.
La amistad y la libertad por delante del amor romántico
Como ya ocurre en las películas recientes de Disney, la sororidad (Frozen) o la libertad individual (Brave) están por encima de la búsqueda del amor romántico. El gran acto de amor de Mientras las princesas duermen es la atención que Elise dedica a su protegida, que termina siendo su amiga. De manera secundaria, la generosidad de Flora al legar su conocimiento para salvar a la princesa y los sacrificios de la reina por concebir –asunto que entronca con el peligro de caer, por la desesperación, en manos de charlatanes– son asimismo demostraciones de afecto, de generosidad.
Elsa y Anna, las hermanas protagonistas de la película ‘Frozen’
Incluso cuando surge el cariño entre un hombre y una mujer –porque la novela también tiene su dosis de romance, por supuesto– este es más sano que en los cuentos, a saber: se fundamenta en el respeto mutuo, no surge de un mero flechazo, el compromiso se va consolidando con el tiempo y, ante todo, encontrar pareja no es el destino último de los personajes, no se identifica como la felicidad suprema. Es importante, pero también son importantes la realización personal, la familia, los amigos, la independencia. Sobre esto último, cabe señalar que la princesa no encaja en el molde clásico de una heredera: huye del matrimonio por conveniencia, quiere experimentar la libertad.
Para quienes crecimos con las viejas películas de Disney, era inevitable proyectarse en la imagen de la princesa en apuros que confía su salvación a la llegada de un príncipe. Es importante reconstruir ese imaginario, y Mientras las princesas duermen es un gran trabajo en esa dirección: un retelling oscuro, de final agridulce pero realista, que tiene un equilibrio perfecto de intriga, emociones y aventuras, unos personajes complejos y un estilo ameno, con mucho diálogo. Tiene vocación de entretener, pero también de hacer pensar. El antídoto para redimir a los niños fascinados por los cuentos de hadas.