Todos vamos a morir

Todos vamos a morir

Lo que aquí se cuela no es un modelo económico, sino su transformación en un modelo emocional: dos o tres días para el duelo y da gracias, no seas un obstáculo, no te lamentes ni vayas como alma en pena. Tampoco será para tanto

La danza macabra es una extensísima representación medieval: la muerte, gran igualadora, baila por igual con los difuntos y con los vivos, con todas las clases sociales, con los siervos y con los reyes, con los coronados y los esclavos, los monjes y los bufones. Quizá la expresión más extendida en nuestro inconsciente colectivo del memento mori, el gesto universal de volver la vista atrás y recordar la propia finitud, sea la que retrata Jorge Manrique en las Coplas por la muerte de su padre, que se estudia en los institutos: nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir: allí van los señoríos, derechos a se acabar y consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos y más chicos; y llegados, son iguales los que viven por sus manos y los ricos. ¿Conclusión? Así que no hay cosa fuerte, que a Papas y Emperadores y Prelados, así los trata la Muerte como a los pobres pastores de ganados.

En 1990, el filósofo francés Jacques Derrida dio las conferencias que posteriormente quedarían recogidas en su libro Dar la muerte. A través de otros textos, particularmente del fenomenólogo polaco Jan Patocka y de Martin Heidegger, Derrida explora una idea compleja de Europa, de la herencia cristiana en el pensamiento occidental, pero también lo que implica ese mismo enunciado de dar la muerte. Como el propio yo es irremplazable, desarrolla Heidegger, nadie puede dar su muerte por otro. 

Nadie puede quitarle el morir a otra persona, nadie puede morir en lugar de otra persona; dar la vida propia para otra persona o sacrificarse es ofrecer una vida que sigue siendo propia, pero la muerte permanece como algo de lo más íntimo, aquello imposible de conceder. «Puedo morir para el otro con tal de que mi muerte le dé un poco más de vida, puedo salvar a alguien lanzándome al agua o al fuego para salvarlo temporalmente de las fauces de la muerte, puedo darle mi corazón en un sentido literal o figurado. Pero no puedo morir en su lugar, no puedo dar mi vida a cambio de su muerte»: ni siquiera la entrega de la vida propia haría que otra persona pudiera, algún día, no morir. La muerte llega siempre, la propia y la de los demás. La muerte propia es lo insustituible.

Estructura, como es insustituible, todo un universo moral. Hace unos días, Yolanda Díaz, vicepresidenta segunda y ministra de trabajo, anunció la ampliación del permiso de fallecimiento a diez días y la creación de un nuevo permiso de cuidados paliativos. En Dinamarca existe un permiso, si se pierde a un hijo menor, que puede alcanzar las 26 semanas; es la excepción, porque lo habitual es la escasez y que se espere que el duelo se sobrelleve en tres días y que alcance las dos cifras en casos excepcionales. 

El permiso actual, en España, son dos días: dos días si fallece tu pareja o un familiar directo, dos días para recomponerse cuando el mundo se derrumba. La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba. Así empieza El año del pensamiento mágico, de Joan Didion, quizá su libro más famoso, en el cual la autora se enfrenta a la muerte de su marido. Su hija murió también antes de que el libro se publicara. Si pensamos que el tiempo de la escritura del libro es el tiempo del duelo, Didion tuvo 366 días.

Más allá del sentido común de esta reforma, que me parece de algún modo incontestable, algo que me marcó mucho esta semana fue escuchar los pareceres de personas a las que medios de comunicación habían preguntado por la calle sobre esta expansión de los permisos. Hay quien lo celebra y hay quien dice que quizá eso de diez días es muy exagerado, que a los dos o tres hay que sacudirse de encima la tristeza y tirar hacia delante. 

Sería más fácil asumir esa retórica y ese discurso si quien lo dijera fuera un empresario. O si solo lo dijera Garamendi. Veríamos que se trata, entonces, de una compartimentación del sufrimiento, subordinada a la religión de los números que suben y bajan. Lo que aquí se cuela no es un modelo económico, sino su transformación en un modelo emocional: dos o tres días para el duelo y da gracias, no seas un obstáculo, no te lamentes ni vayas como alma en pena. Tampoco será para tanto. Estar una semana sin trabajar porque se muere alguien a quien quieres es una exageración. Hay que buscar un término medio. ¿Qué es buscar un término medio en el duelo, como si se pudiera también buscar un término medio entre morirse y no morirse, entre que aquellos a quienes amamos vivan o mueran?

Todos vamos a morir y todos vamos a presenciar la muerte. También la habrá vivido y vivirá Garamendi, que llamaba a la proposición de Yolanda Díaz una «ocurrencia». Estoy convencida de que Garamendi, presidente de la CEOE, habrá llorado por una muerte inesperada, habrá recibido noticias que no quisiera haber escuchado, habrá descolgado llamadas capaces de derrumbar su mundo o partir en dos su vida. Habrá experimentado acontecimientos que hayan provocado que no pudiera concentrarse, que no cumpliera bien su trabajo o sus funciones, que no estuviera allí donde estaba su cuerpo sino en otro lugar, pensando en los muertos, en compañía con los muertos. 

Como sé también que, cuando la medida se concrete y negocie, la patronal tratará de limitar al máximo los grados de filiación, como si no pudiera destruirte la muerte repentina de un amigo, de un conviviente, de la familia no de sangre, sino escogida, también soy capaz de imaginarme que habrá lugares que estén para siempre asociados en la memoria de Garamendi con la muerte de un amigo, con la desaparición de alguien a quien quiso, con interlocutores que no podrán devolverle su reflejo nunca más, quién sabe si con un animal con el cual convivió. Hay lugares donde bailamos con los muertos, todos, porque todos vamos a morir. Vivir es aprender a saberlo; cuando una contempla que hay muertes de las que no se recuperaría en diez años, quizá tampoco en diez vidas, diez días no parecen una cantidad exagerada.