Dame pan y llámame tonto

Dame pan y llámame tonto

Lo grave aquí es la idea que trasluce de que lo mismo son, tanto monta, monta tanto, la vocación popular y la vocación comercial. Cada vez que Juan del Val dice que su literatura es popular, se refiere a popular en un sentido cuantitativo, puramente numérico: busca más ventas

Lo más ofensivo de toda la discusión que ha venido después de la concesión del Premio Planeta a Juan del Val no ha tenido mucho que ver con la decisión en sí de dárselo a del Val: quien no se imaginara algo así o a quien le haya sorprendido en exceso no conoce demasiado bien la trayectoria del premio en los últimos años. O no tan últimos. En 1985, Miguel Delibes le escribió una carta a Francisco Umbral, cuando Umbral quedó finalista —no ganador— del Premio Planeta. Le dijo: “Te dejaron a la puerta. Millonario, pero menos. En definitiva, al margen del acierto o desacierto del jurado, es un reconocimiento más de tu talento y por ello te felicito de corazón”. Léase entre líneas: ya en el siglo pasado el reconocimiento auténtico al talento de un escritor, consideraba Delibes, era en realidad no ganar ese premio al que se presentaba.

Lo más ofensivo, reitero, ha sido una justificación que ha venido después, del propio Juan del Val: “se escribe para la gente, no para una supuesta élite intelectual. Comercial y calidad son las bases de este premio. Considerarlo cosas distintas es faltarle a la gente”. “La literatura comercial no tiene por qué ser menor, pues hay a veces novelas que se venden mucho y son muy buenas y otras que se venden muy poco y son muy malas”. “Es una falta de respeto considerar que calidad y comercial son conceptos opuestos. El Quijote es una novela de entretenimiento y muy comercial. La literatura tiene que tener esa vocación popular”.

Comparar el mercado literario en 2025 con el mercado literario del siglo XVII, además de parecerme bastante imaginativo, acaba resultando una comparación algo grosera. Pero lo grave aquí es la idea que trasluce de que lo mismo son, tanto monta, monta tanto, la vocación popular y la vocación comercial. Cada vez que Juan del Val dice que su literatura es popular, se refiere a popular en un sentido cuantitativo, puramente numérico: busca más ventas. La etimología de popular no tiene nada que ver en su origen con lo comercial: es del latín popularis, relativo al pueblo, que le gusta al pueblo. Igualar al pueblo con lo comercial es considerar a toda persona solamente en tanto que consumidor: o sea, la conclusión definitiva del homo economicus neoliberal.

Es un tema que me enciende y enfada por dos cosas. La primera de ellas es que, antes de todo lo demás que he hecho, antes del análisis político y de la política en sí misma, lo que más me ha gustado en esta vida es la literatura, lo que me he considerado siempre ha sido lectora, luego escritora si acaso por accidente; la literatura me importa y me importa mucho. La segunda: me ofende que se hable de literatura cultureta o experimental como una especie de producto esnob, generado solamente por unas élites intelectuales o unos burgueses que contemplan el sexo de los ángeles, se recrean en el Parnaso del arte por el arte o se masturban los unos a los otros.

La literatura de calidad, no necesariamente los superventas considerados como populares, ha constituido un pilar importantísimo en la vida de muchos de quienes venimos de la clase trabajadora. Claro que accedí a ella a través de las lecturas del instituto o que la literatura juvenil que tomaba de la biblioteca municipal fue un puente para llegar hasta allí, pero la identificación posterior con la historia individual de cada uno, con formas de narrar, con temas universales, tuvo mucho más que ver con esa “literatura” que sería desdeñada como elitista por los grandes valedores de lo comercial-popular. 

Hay quien leería Crematorio de Chirbes y sólo sería capaz de señalar sus bloques de texto cuando, en realidad, la historia de la creación literaria más elevada ha tendido a ser siempre la historia del desclasamiento de sus autores. El razonamiento es de Javier Moreno: “el escritor de extracción social baja se desclasa a través de su escritura. De hecho, utiliza la escritura para distanciarse de sus padres, de su familia, del habla de sus paisanos. Aspira a escribir en una lengua libre de interferencias, distinta a la lengua materna, contaminada por la ausencia de forma y error. Pero, sin saberlo, el escritor arrastra ese error consigo. Ese error amenaza cada página, cada línea, cada verso que escribe. Ese error le delata, lo expone al dedo acusador de la norma. El escritor de extracción social baja ha intentado imitar el habla elevada de la alta cultura y sin embargo prorrumpe en un gallo que parece condenarlo a la eterna adolescencia del idioma. Los bordes de la lengua asoman al menor descuido, regresándolo a su condición de pobre Cenicienta. Sin embargo, el escritor se aferra a su error y persiste en él. Acompaña las risas con la suya propia. Algunos empiezan a saludar sus desvíos. Tienen gracia, dicen unos. Son originales, dicen otros. Hay, incluso, quien los imita. Un día, de manera inesperada, sus yerros se convierten en la norma”.

Es una cosa que deja por escrito Ben Marcus —en un texto excelentemente traducido, como todo lo que traduce, por Rubén Martín Giráldez—: «los verdaderos elitistas del mundo literario son aquellos a quienes irrita la ambición literaria de cualquier tipo, los que han deformado el mismísimo significado de la palabra “ambición” de tal manera que ahora se percibe como un acto de desdén, una hostilidad hacia el pobre lector común, al que jamás deberíamos pedirle nada que pueda llevarlo a tensar un músculo. Los elitistas son aquellos que se ponen furiosos cuando insinúas que un libro con pocas ventas tal vez merece de verdad un premio». 

Para los verdaderos elitistas, como la miel no está hecha para la boca del asno, la clase obrera no puede entender los devaneos de la literatura experimental, y por ello hay que satisfacerla con novelitas comerciales, vergonzosas escenas de sexo, tosquedades varias. La ambición es pedante y capciosa: lo que los escritores tendrían que hacer, según los verdaderos elitistas, es entregarse, rendirse a la evidencia, escribir novelas como si fueran guiones televisivos, claudicar ante el entretenimiento y entretener mejor que enseñar. La mejor consideración ante los lectores es respetar su —vuestra, nuestra— inteligencia, cosa que, al establecer esas fronteras tan absolutistas, al querer reivindicarse tanto desde lo comercial-popular, hay quien no hace o evita. La clase obrera merece un mundo cultural que la respete; respetarla es no tratarla como gilipollas, lo primero, y no medirla al peso, según cuánto compre, lo segundo. Lo contrario está recogido en el refranero español: dame pan y llámame tonto.