
Por qué las mentiras salen rentables en política
‘Política para supervivientes’ es una carta semanal de Iñigo Sáenz de Ugarte exclusiva para socios y socias de elDiario.es con historias sobre política nacional. Si tú también lo quieres leer y recibir cada domingo en tu buzón, hazte socio, hazte socia de elDiario.es
En una conversación reciente ‘off the record’ con varios periodistas, un dirigente del Partido Popular izó la bandera blanca. A veces ocurre cuando se te han acabado las respuestas preparadas. Le preguntaban por el vídeo con la declaración judicial de Miguel Ángel Rodríguez en la instrucción del caso del fiscal general. Ahí quedó patente que el jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso había mentido cuando intentó extender entre los medios –El Mundo le compró la mercancía– la idea de que “órdenes de arriba” habían impedido que el fiscal llegara a un acuerdo con el abogado de Alberto González Amador con el que cerrar rápidamente el caso.
Agobiado por la situación, al dirigente no se le ocurrió otra cosa que decir que “mentir no es delito”. Son esos momentos en que algunos periodistas se miran y ponen cara de ‘vale, la ha cagado’. Sin reírse para que no cante demasiado.
Dejemos de lado en este momento que mentir es delito si lo haces al declarar como testigo ante un juez. En realidad, lo que desvelaban las palabras de Rodríguez era la operación política del Gobierno de Madrid para exonerar al novio de Ayuso y fundamentar lo que sería el mensaje central de la presidenta de Madrid, que denunció una conspiración de “los poderes del Estado” contra ella y su pareja. Una operación pagada con fondos públicos, porque el sueldo de Rodríguez no sale precisamente de la Cruz Roja. Y todo basado en una mentira, cuya mecánica consistía en filtrar un correo electrónico dejando fuera los otros emails que contaban la verdadera historia.
¿Mienten los políticos con frecuencia? ¿Son incapaces de reconocer los hechos más básicos si eso perjudica sus intereses? Ahí es donde no conviene exagerar porque acabas cayendo en que todos los políticos son iguales y no es así. Hasta en la maldad hay grados. Lo que sí es cierto es que la mentira y su hermano bastardo, la manipulación y tortura de los hechos para que digan lo que te conviene, es una herramienta más de la política. Una a la que se recurre cuando vienen mal dadas. En público, se abomina de ella. Ya se sabe, los mentirosos siempre son los otros.
Si hay un refrán que es más falso que un duro de madera es aquel que dice que se pilla antes a un mentiroso que a un cojo. Al menos, en política. La opinión pública, o una parte de ella, cae con frecuencia en el engaño, en especial cuando le dicen con una falsedad lo que quiere oír. Por eso, la mentira puede llegar a ser muy rentable. Lo es aunque solo sea para generar ruido y garantizar titulares favorables en algunos medios. Crea confusión hasta el punto de que muchos no tendrán claro qué es lo que ha pasado. Cuando todos son culpables de una catástrofe o error, al final nadie es realmente culpable o todos lo son por igual.
En el último año, nadie ha representado esa tendencia con más claridad que Carlos Mazón. No podía justificar su escandalosa pasividad en el día de la dana, por lo que puso en marcha el ventilador. Acusó a la AEMET de no haber acertado en el pronóstico del tiempo a pesar de que otras instituciones tomaron medidas de emergencia por la alerta máxima emitida a primera hora de la mañana por esa agencia. Sólo había que poner la televisión. También reprochó a la Confederación Hidrográfica del Júcar no haber avisado sobre la situación del barranco del Poyo, y eso que la Generalitat ya contaba con información sobre esa zona como para estar advertida.
Como creía que no podía forzar su dimisión, la dirección nacional del PP apostó por esa línea y llegó a forzar una comparecencia parlamentaria de la entonces vicepresidenta Teresa Ribera. Todos eran culpables, menos Mazón, el político que tenía todas las competencias, como no deja de recordar la jueza que investiga el caso.
Esa estrategia no ha servido para salvar la reputación de Mazón, pero el PP piensa que le ha sido útil para ganar tiempo confiando en que sus votantes lo olviden cuando estén cerca las elecciones autonómicas. Eso parece cerca de ser imposible, pero no tanto si mientes y consigues que los votantes del PP crean que cualquier cosa que haya hecho Pedro Sánchez es peor que lo que no hizo Mazón para salvar las vidas de los valencianos.
Hablando de Valencia, esta semana hemos sabido que la única llamada que hizo Mazón a Feijóo fue a las 21.27 de ese 29 de octubre. Unos días después, el líder del PP dijo que Mazón le había informado “en tiempo real”. Todo se lo estaba inventando, claro, aunque hay algo revelador en esto. Para el presidente valenciano, hacer esa llamada catorce horas después de que la AEMET lanzara la alarma era lo normal, porque él nunca le había dado la mayor importancia hasta que fue demasiado tarde. Feijóo pretendía echar un cable a un compañero en apuros y a posteriori y sin querer solo ha conseguido hundirle aún más.
Feijóo habla con los periodistas en un pasillo del Congreso el 15 de octubre.
Cuando empecé a hacer crónica parlamentaria en el Congreso en 2018, una de las cosas que me llamó la atención es que todos los diputados se acusaban mutuamente de mentir. No en los momentos más tensos de un debate, sino de forma continua y casi cotidiana. Era lo normal y casi lo que se esperaba en la mayoría de las intervenciones.
Años atrás cubrí unos cuantos debates de la Cámara de los Comunes en Reino Unido. Si a alguien se le ocurría decir que un contrincante había mentido, el presidente de la Cámara intervenía de inmediato para reprochárselo y le recordaba que ese comportamiento no era aceptable. Desde luego, el inglés tiene tantos subterfugios como el español a la hora de llamar mentiroso a alguien sin utilizar esa palabra, pero al menos debía haber límites en el terreno de las formas.
El artículo 103 del reglamento del Congreso establece que los diputados pueden ser llamados al orden “cuando profirieren palabras o vertieren conceptos ofensivos al decoro de la Cámara y de sus miembros, de las Instituciones del Estado o de cualquiera otra persona o entidad”. Y casi todos los grupos parlamentarios creen que eso es compatible con llamar mentiroso a un rival o decir que un Gobierno o un partido es una organización criminal. Utilizan la clase de lenguaje que en un bar terminaría provocando una pelea.
Escuchamos con frecuencia a los políticos decir que es necesario respetar su labor y la institución a la que representan, pero la pregunta es obvia: ¿cómo puede respetarles la gente si se acusan de estar mintiendo todo el rato o si no se respetan entre ellos?
El show de Planeta
Juan del Val, tertuliano y escritor en sus ratos libres.
La verdad es que el Premio Planeta ya no despierta la expectación que suscitaba años atrás (aquí los ganadores desde 1952). Por entonces, algunos de los mejores nombres de la literatura española aceptaban participar en un juego que les resultaba muy rentable. En los últimos tiempos, los responsables no se complican la vida y eligen a un personaje televisivo o a una autora que haya demostrado contar con una cantera de lectores. Pero el sistema no ha cambiado. No hay tal competición, el jurado es parte del espectáculo y la editorial elige con cuidado al autor o autora del que dependerá una elección de muchos ceros, tanto por el dinero del premio como por la venta de ejemplares.
Visto así, tiene hasta sentido. Por encima de todo, es una apuesta comercial tan grande que el marketing no puede empezar de cero. Mucho menos en un país en el que no se lee tanto como dicen las encuestas. Lo cuenta Enrique Murillo en el libro ‘Personaje secundario’ que mencioné la semana pasada. Escribe con conocimiento de causa. Intervino en la primera convocatoria del Premio Herralde (a él se debe el premio a Álvaro Pombo) y, muchos años después, se ocupó de intentar convencer a escritores de gran prestigio para que aceptaran ser premiados con el Planeta.
En el libro, Murillo cuenta que le encargaron que se ocupara del Premio Planeta. No leyendo los centenares de originales presentados, claro, sino buscando directamente al elegido, siempre que tuviera una novela entre las manos. Almudena Grandes, Rosa Montero y Arturo Pérez-Reverte se negaron amablemente a participar. Sin escándalos. Ya sabían cómo funcionaba el show.
Hay todo tipo de historias con los premiados. Juan Marsé protagonizó una divertida polémica cuando vio que el jurado no pintaba nada. Sólo duró un año. Recibió antes el Premio Planeta por la que muchos consideran su peor novela (‘La muchacha de las bragas de oro’). También lo tuvo Manuel Vázquez Montalbán por la que creo que fue la mejor novela de la serie de Carvalho, ‘Los mares del sur’. Con Camilo José Cela y Mario Vargas Llosa, la editorial pensaba que eran los premios perfectos. Resulta que en esa época vendieron mucho menos de lo esperado y lo habitual, “ambos por debajo de los cien mil ejemplares, lo cual demuestra que el premio Planeta no está pensado para ser leído, sino para ser regalado a las abuelitas”, dice Murillo en una entrevista.
Es por estas cosas por las que el libro de Murillo no se encuentra en muchas librerías. Si te interesa cómo funciona la industria editorial española, también con su lado oscuro en forma de explotación de la precariedad en beneficio propio, búscalo en una librería pequeña que no reciba órdenes de editoriales. Salen también muchos escritores de los que se elogia su brillantez, no pensemos que todo lo que cuenta es malo.
Entre las editoriales del extranjero, toda la expectación a cuenta del premio Planeta les causaba estupor. ¿Cómo es posible que los medios de comunicación den credibilidad al premio más allá de su impacto comercial?, decían a Murillo. Buena pregunta. “Una vez, un periodista preguntó a José Manuel Lara Hernández si él intervenía en la elección del ganador –cuenta el editor–, y él respondió: ‘¿Quién pone el dinero? Pues, ¿quién cree usted que elige al ganador?’. Y con el resto de premios pasa lo mismo”.
De ahí que sea tan patético que el último ganador –Juan del Val, tertuliano de El Hormiguero– crea que puede defender la limpieza del concurso sin hacer el ridículo. “Hasta el 4 de noviembre no lo puede leer nadie que no sea del jurado”, ha dicho sobre su libro. Es tan falso que da la risa. También dice que argumentar que le han dado el premio por trabajar en una cadena de Atresmedia es de tal “pobreza intelectual” que no merece la pena discutirlo.
La justicia poética ha venido por su cuenta a responderle cuando algunas personas han sacado en redes sociales fragmentos de sus anteriores novelas (bola extra: esta gamberrada digital hecha con IA). Uno de ellos dedicado a una escena de sexo ha provocado las mayores carcajadas. El concepto de “tetas muertas” le va a acompañar toda la vida. Quizá termine siendo su gran aportación a la literatura universal.
Hay gente que se ha cabreado con que le den el premio, lo que es tomarse las cosas a la tremenda. Planeta puede dar el premio a quien quiera. Si se equivoca, lo pagará con creces en la cuenta de resultados. Y no se puede ir por la vida pensando que la gente debería leer más a James Joyce. Al final, la gente lee lo que le apetece y en función de sus necesidades y sus inquietudes. Es cierto que igual la mayoría aspira a algo mejor que eso de las “tetas muertas”, eso también te lo digo.