«Los hijos de migrantes tenemos que ocupar los espacios con orgullo aunque la sociedad siga aclimatándose a nosotros»
En su primer libro, «Madres migrantes», la poeta y activista antirracista, Fátima Saheb, reflexiona sobre las vivencias de las mujeres que, como su madre, migraron a España hace más de tres décadas y cuyos hijos se han convertido en una de las primeras grandes generaciones de españoles con progenitores extranjeros
Los niños y niñas racializados apenas existen en los catálogos de juguetes de España
Un día de tantos en los que el telediario cuenta otra barbaridad sobre inmigración pronunciada por un líder político, las autoridades discuten sobre niños a “repartir” y las redes sociales escupen odio, la poeta Fátima Saheb habla de todo ello sin mencionar nada de eso. “He visto el poder transformador que tiene la emoción. Cuando una persona que no entiende otra realidad se da la oportunidad de escucharla sin juicios y se genera una conexión emocional, puede generar un cambio. Puede hacer que esa persona vuelva a la calle con un espíritu más crítico hacia toda la intoxicación informativa que recibe”, dice la escritora cuando reflexiona sobre su poesía con elDiario.es.
En un recital organizado en septiembre en Espacio Afro Conciencia (Madrid), los versos de Saheb saben a rabia e injusticia, narran el dolor que atraviesa los vínculos de la inmigración, pero desde la profundidad de sus entrañas. Desde el escenario en el que recita, con las dosis precisas de seguridad y amabilidad, la poeta conecta con quienes la escuchan y asienten con timidez, muchas de ellas hijas de migrantes como la escritora. Hasta que la belleza que rodea sus palabras les contagia la confianza para ocupar el espacio y compartir sus reflexiones.
Es ahí, desde la conexión de entraña a entraña, cuando aparece la estrategia en la que Saheb más confía para enfrentar el racismo: ocupar un espacio propio para contar desde la emoción las distintas ramificaciones en las que el racismo estructural puede llegar a impactar en una vida o, como su primer libro relata, en la de toda una generación de migrantes a la que apenas se mira. La de su madre, y la de todas esas mujeres migrantes que llegaron a España hace más de 30 años, cuando el país empezó a ser destino para la inmigración. Esas madres cuyos hijos se convirtieron en la primera gran generación de españoles hijos de padres extranjeros. Las madres de quienes ahora alzan la voz para denunciar el racismo que no ven quienes no lo sienten. Las madres que, como dice Saheb, callaron demasiado para que ahora sean ellas quienes hablen.
Años después de que Saheb empezase a conectar en Barcelona con otras hijas de migrantes como ella, cuando empezó a entender esas carencias ligadas a su experiencia y la manera en la que el racismo estructural ha afectado a su generación, la poeta empezó a pensar en el proceso de su madre. La activista migró a Suecia y, aunque desde una posición más privilegiada, cuenta, conectó con sensaciones que podría haber atravesado también ella cuando abandonó su país, Marruecos, para asentarse en España a finales de los 80.
“Al volver, hice ‘clic’. Quería tener conversaciones con mi madre sobre ello, como dos mujeres adultas, de ”emigrante a emigrante“, para entender quién era ella, cómo veía el mundo entonces y cómo le ha atravesado a ella también esa mirada externa”, reflexiona Saheb en una entrevista con elDiario.es para explicar el porqué de su poemario ‘Madres Migrantes’, editado por Jande, cooperativa editorial que busca impulsar a autores racializados o migrantes, quienes muchas veces enfrentan mayores trabas para acceder al sector.
De esas conversaciones entre madre e hija, nace este libro, cuyas páginas también esconden una profunda crítica al sistema desde el látigo de la belleza contenida en sus palabras.
¿Cómo fueron esas conversaciones con su madre? ¿Qué encontró en ese proceso?
Fueron muy bonitas. Creo que muchas mujeres migrantes acaban anulando parte de su historia y de su personalidad por lo difíciles que son las gestiones diarias de la hostilidad de tener que tirar para adelante. Se olvidan de sus sueños, pero incluso se olvidan de que importa su voz o de que son interesantes. Porque la sociedad actual traslada que la migración es algo negativo, pero luego sí consideran más “guay” las nuevas generaciones que se han asimilado más en la sociedad.
Entonces, tiran a la basura las aportaciones de las primeras generaciones que emigraron. Todo eso lo han absorbido estas mujeres, estos hombres también, que han puesto toda la energía por el futuro de sus hijos, y se han olvidado de sus propias vivencias. Y, mientras teníamos estas conversaciones, iba viendo como mi madre se iba empoderando cada vez más y fue muy bonito. Ahí tuve clarísimo que esto se replicaría en muchas casas.
En varios versos mencionas cierta “culpa” de las hijas de las migrantes. ¿A qué te refieres?
Sí, en este proceso he tenido que hacer cierta gestión de culpa. Es una culpa que quizá no me pertenece exclusivamente a mí, porque en la infancia el acompañamiento que podemos hacer a nuestras madres es limitado. Sentí que yo parecía ser “la guay” de la historia, sobre todo en la adolescencia, y no había puesto hasta ese momento el foco también en sus vivencias. Me entraron muchas ganas de hacer reparaciones. Reparaciones desde lo más pequeño, como normalizar y fomentar que ella fuese a las cafeterías, donde normalmente no iría por las miradas violentas del entorno. Llevármela de viajes conmigo y preguntarle realmente lo que quería hacer. Querer que viniera ella también a los recitales y que formase parte del libro. Quería que el foco la iluminara más a ella que a mí y que sus historias no quedaran en el olvido.
Se me olvida que hubo un tiempo en el que yo no era parte de tu vida. Que hubo años en que tú eras el centro. Tu destino aún por escribirse. Creciste parte de una tierra que nunca ha intentado escupirte.
“Creciste parte de una tierra que nunca ha intentado escupirte”, reza uno de los poemas. ¿Cuál era la tierra que sí escupía?
De nuestras conversaciones salían carencias que tuve yo como hija de migrantes y que ella no tuvo, y viceversa. Lo que a mí me faltaba, por ejemplo, es un vínculo fuerte con el origen como ella tenía. Yo crecí normalizando que se me quisiera escupir en la sociedad donde crecí. A mí me parecía muy interesante escucharla y entender por qué ese apego al país de origen. Pero para mí era muy interesante entender si su carácter quizá estaba menos roto que el mío, por el hecho de que parte de su identidad la amara y la aceptara plenamente. En mi caso era más difícil llegar a ese momento de paz, entendiendo que en Marruecos no acabo de ser del todo marroquí y, en España, tampoco.
La mirada exterior nunca me va a ver del todo como parte valiosa y completa. Yo sentía en mi infancia que tenía que amputar muchas partes de mí: descafeinar tu nombre, no hablar de las cosas que coméis en casa o cómo se rezaba, etc. Con ese verso quería expresar que a veces no nos hemos podido acompañar bien, porque eran muy diferentes las formas de vincularnos a los espacios que habitamos. Quizá a mi madre le daba más paz el origen y a mí me daba más paz el destino, aunque no me tratara del todo bien.
A través de la poesía, describe algunos de esos momentos dolorosos en los que sentías que la sociedad os “escupía”, como cuando teníais que ir al Ayuntamiento a hacer cualquier trámite burocrático. Habla de cómo, ya de adulta, ha podido llevar a cabo una “calmada revolución encubierta”.
A muchas hijas de migrantes no nos ha quedado otra que acompañar a nuestras madres o padres en tareas o trámites para ayudarles con la traducción, porque el sistema no se hacía cargo de ello. En según qué espacios, veía situaciones realmente muy hostiles de, como yo les llamo, depredadores en administraciones públicas contra los cuerpos de nuestros padres y su dignidad.
En esos trámites, era habitual ver a la figura blanca acostumbrada a ver a mujeres migrantes que, por no tener las habilidades lingüísticas y por ser tratadas como inferiores, o agachan la cabeza o a veces empiezan a gritar de impotencia dentro de una administración pública ante una injusticia.
En esos momentos, recuerdo cómo muchos funcionarios se venían arriba porque era una forma de confirmar sus prejuicios. Pensarían: “¿Ves? Esto es lo que son, salvajes. Llamo a seguridad y la saco”. Pero, de repente, te viene una generación que muy calmadamente se planta y te dice: “A mí no me puedes tratar así. Conozco mis derechos. Dame una hoja de reclamación”. Y eso da mucha rabia al racista que realmente sabe que está ejerciendo su poder para humillar a otras personas porque las considera inferiores. Y a mí me llena de regocijo, es una reparación. Mi madre puede ver que todo aquello que algunas veces se comió sirvió para empoderar y preparar un escenario en el que poco a poco sabemos más sobre nuestros derechos. Habitamos los espacios y accedemos a todos los recursos sin tener que decir gracias, ni perdón, ni bajar la cabeza.
Mi madre puede ver que todo aquello que algunas veces se comió sirvió para empoderar y preparar un escenario en el que poco a poco sabemos más sobre nuestros derechos. Habitamos los espacios y accedemos a todos los recursos sin tener que decir gracias, ni perdón, ni bajar la cabeza.
¿Cómo le afectan ese tipo de situaciones a una niña?
Aquí recuerdo las palabras de Safia El Aldami. Ella dice que, como mujer adulta, se puede comer el mundo y puede hacer mil cosas, pero tiene ataques de ansiedad cada vez que hace un trámite burocrático. Leyéndola, me di cuenta de que eso me pasa a mí. Me cuesta más ir a un Ayuntamiento pequeño para pedir una cédula de empadronamiento que sacarme máster. Porque me vuelven muchísimas imágenes en las que yo estaba llorando en espacios públicos, las miradas cuando me perseguían… Se te junta todo y te sientes muy vulnerable.
Y, por ejemplo, me siento extremadamente agradecida cuando me tratan bien en un sitio. Yo voy al médico de urgencias y salgo sin que me hayan tratado mal y salgo curada simplemente porque ha sido una experiencia serena. Y eso no es normal. No tendríamos que normalizarlo. Cuando mi madre va sola al aeropuerto, me da miedo que le toque el control aleatorio de seguridad. Todo esto nos quita mucha inocencia en la infancia y en la edad adulta pues nos da como muchas cosas a trabajar.
Uno de los poemas habla de gente que aparentemente “ayudaba” a su madre dándole trabajo, esa gente que para su madre podría haber sido un entorno de cierta “hospitalidad”. Pero, tras revisar esas vivencias, concluye que esa hospitalidad no era tal. ¿Quiénes eran los “salvadores blancos” de la vida de su madre?
Me refiero a las personas que daban trabajo a mi madre. Mi madre trabajó muchos años limpiando casas y esas personas se negaban a darle de alta en la Seguridad Social. Mi madre ha tenido que escuchar a una mujer quejarse de las condiciones laborales para las mujeres y hablar de su participación en el comité de empresa, para después dar en mano el dinero a esa otra mujer que, ante tus ojos, no merece tener esos mismos derechos. Mucha gente tiene que entender que toma decisiones que afectan a la economía o a la salud de otras personas, porque quieren mantenerse en una élite. Son estructuras de poder que impiden que todas vivamos dignamente.
Su miedo es que vengáis a devolverles
lo que sus antepasados
les hicieron a los vuestros.
Como el ladrón que piensa
que todos son de su condición.
El que ha sido colonizador
solo ve colonización.
Varios versos critican el peso de la herencia colonial y cómo esa narrativa acaba impactando a los migrantes y sus hijos: “Su miedo es que vengáis a devolverles lo que sus antepasados le hicieron a los vuestros”.
Viene de la narrativa de “moros y cristianos”. Mi madre, pese a ser musulmana practicante, decidió llevarme a un colegio católico de monjas y después a un instituto de Hermanos Salesianos. Yo crecí en la Comunidad Valenciana, donde una de las festividades consiste en que haya personas que se vistan de moros para simular batallas contra los cristianos.
El problema es que los niños son esponjas. Si eso no lo acompañas con una explicación, en la que quede claro que viene de un contexto histórico paralelo, que no quiere decir que esos moros son la figura que viene aquí a atacar y a romper la paz, se acaba normalizando la idea de que las familias que vienen a Europa a trabajar están intentando dominarla. Y ello genera bullying, genera que te sientas señalada constantemente, que intentes evitar que se te vincule con lo moro, que tú misma lo rechaces, lo cual anula una parte de ti.
¿Y cómo se vive ese cierto rechazo de las raíces de una misma, ante esa imagen recibida de la mirada exterior? ¿Qué impacto tiene en esa niña y en su familia?
A veces nos avergonzamos de partes de nuestras tradiciones para que no se nos vinculara con esos imaginarios. No porque no nos gustara, pero eso seguro que hizo mucho daño a muchos padres y madres. Cómo se debe sentir una madre que lo está dando todo, que quiere que formes parte de un país pero que te está inculcando también ciertos valores de origen, pero a veces los adolescentes se rebotan y les dicen que les da vergüenza. O no quieren que les vean con sus padres en según qué contexto. Lo que hacen es que te avergüences de una parte de ti. Y eso ha generado mucho trauma en hijos de migrantes, que ya de adultos sienten que no fueron del todo agradecidos.
¿Cómo se va produciendo esa evolución. Cuenta que, en algún momento, ciertas costumbres o su propio origen le avergonzaba y le generaba rechazo, pero ¿cómo se fue reconciliando con esa parte de sí misma? ¿Cómo ha ido evolucionando esa mirada y cómo lo ve ahora?
La palabra sería orgullo y una sensación de plenitud en mi complejidad. Ahora yo no tengo que explicar a nadie por qué me gusta seguir los partidos de la selección marroquí y de la selección española, aunque estén uno contra otro en el Mundial. No tengo que explicar por qué puedo celebrar cada parte de mí a mi manera, ni por qué necesito ir de tanto en tanto a un país en el que nunca he vivido, que es Marruecos. Porque hay ciertas conexiones y ciertas dinámicas vecinales que me llenan y necesito que formen parte de mí.
Ahora, en vez de vergüenza, siento orgullo de la complejidad y diversidad que hay en mí. No siento que tenga que anular o amputar partes de mi parte árabe-marroquí, para encajar en España.
En el tema del Islam también he tenido un proceso de pasar de una religión por tradición a una religión por convicción, porque yo he hecho mi trabajo de investigarla, de encontrarme. Ahora, en vez de vergüenza, siento orgullo de la complejidad y diversidad que hay en mí. No siento que tenga que anular o amputar partes de mi parte árabe-marroquí para encajar en España. Y, cuando voy a Marruecos tampoco siento la vergüenza que antes notaba al sentirme tan privilegiada cuando me comparaba con mi familia de origen, porque ahora entiendo que yo también he tenido que asumir muchas renuncias por habitar en Europa y, cuando voy, tengo derecho a impregnarme de todo lo que me da Marruecos.
Como hija de migrantes, ¿cómo vive la normalización del discurso del odio que ha llevado a picos de violencia racista como lo vivido en Torre Pacheco?
Siento mucha preocupación, no solo como hija de migrantes, sino también como futura madre de cuerpos que van a ser leídos posiblemente como tal, aunque nazcan aquí. También por mí misma. Hace unos meses me he puesto el hiyab y tengo una hipervigilancia en ciertos espacios que no tenía antes, porque entiendo que yo ahora soy la diana de esos discursos de odio. Y no debería de ser así porque soy la misma persona que hace cuatro meses. Lo único que ahora llamo la atención porque he externalizado una parte de mi práctica religiosa.
Al mismo tiempo, me puedes llamar naíf, pero creo en el poder que estas historias —dice en referencia a historias como las que ella cuenta a través de su poesía—. Me gustaría que llegaran a más públicos, sobre todo en edades más tempranas, porque yo he visto el poder transformador que tiene que una persona que no entiende otra realidad se dé la oportunidad de escucharla sin juicios. De repente, si se genera una conexión emocional, después vuelven a la calle y ya son mejores aliados o ya son personas, por lo menos, con un espíritu crítico para cuestionar lo que les llega, esa intoxicación de información.
¿Cuál cree que es la mejor estrategia para reaccionar contra ese odio?
Para mí la solución es el orgullo. Es que ocupemos los espacios. Encontrar lugares para sanar, pero también de lucha: ocupar los libros, ocupar las películas… Y hacerlo mostrando que tú ya has hecho ese ‘clic’, que tú ya te sientes valiosa y parte de la sociedad, aunque la sociedad aún se esté aclimatando y aún siga haciéndote sitio, tú ya te sientes parte. Una frase lo define muy bien: “No esperes que te pongan una silla en la mesa. Crea tu propia mesa. Entonces, dentro del contexto del salón de España, nos creamos nuestras mesas”.
En el libro, uno de los poemas habla de dos palabras que en Marruecos significan “extranjero”, pero cada una tiene matices muy diferentes. ¿Qué simboliza la existencia de esos conceptos distintos?
Sí, Kharij o en el Ghorba. Es la definición neutra de “el extranjero”, espacio fuera de las fronteras donde tú vas a habitar. Y ghorba es un término que, después de muchos años de escucharla, me di cuenta de que es muy diferente. Ghorba se utiliza en todos los poemas y canciones nostálgicas para describir ese espacio donde te lleva la migración y donde nunca te vas a sentir bien del todo, donde se te rechaza, donde pierdes derechos. ¿Qué habrá pasado en una sociedad de migrantes para que necesitemos un término como este?
Porque normalmente esas canciones tratan de decir: piénsatelo bien antes de hacer la migración, porque no va a ser un camino de rosas. Todas las pérdidas que hacen pensar a muchos migrantes que no valió la pena, toda la distancia. Pierdes a tus padres, pierdes a tanta gente, no puedes volver y no puedes echar el tiempo atrás. Entonces eso es garba: un lugar extranjero donde tú crónicamente vas a ser leído como extraño y donde no vas a poder sentirte en paz. Deseo que realmente que Europa y España y Catalunya en algún momento puedan dar todos los derechos a las personas migrantes para que no tengan que sentir que mejorar sus condiciones de vida supondrán sentirse constantemente fuera de un espacio de paz.