El racismo de Vox amenaza a la columna vertebral del campo murciano: “No quieren ciudadanos, quieren esclavos”

El racismo de Vox amenaza a la columna vertebral del campo murciano: “No quieren ciudadanos, quieren esclavos”

La formación ultra, legitimada en la Región por el PP, ha hecho del ataque frontal contra los migrantes su principal discurso político. En él ha encontrado el silencio cómplice de la patronal agrícola, que factura cientos de millones al año gracias a ellos

Entre la explotación y el racismo: el sufrimiento invisible que sostiene el milagro del campo murciano

A las seis de la mañana la noche es todavía un océano de oscuridad en los descampados de las afueras de Torre Pacheco. A esa hora exacta, Ahmed, un jornalero marroquí de 40 años que trabaja para una de tantas empresas de trabajo temporal (ETT) de la zona, espera en una rotonda desierta, con el chaleco naranja y las botas manchadas de barro, junto a una decena de compañeros, marroquíes y centroafricanos todos. La espera, como la fatiga, parece aquí un atributo más de la vida cotidiana. Al cabo de un cuarto de hora, una furgoneta vieja que chirría al girar el volante los habrá escupido en medio del campo.

“Lo que pasa dentro de esas furgonetas de las ETT nadie lo puede saber. A veces también traen autobuses para que quepa más gente, mucha sin papeles. Las empresas se aprovechan de los trabajadores, los engañan, acuerdan contratos que después incumplen. Son el cajón de sastre de la explotación laboral del campo murciano, pero también es la forma más rápida que tienen los migrantes de encontrar un empleo”, explica a este diario Getsemaní Alcaraz, del sindicato UGT.

Decenas de furgonetas idénticas, como si ninguna tuviera marca ni matrícula, surcan cada mañana abarrotadas de jornaleros inmigrantes el laberinto de caminos y carreteras del Campo de Cartagena. Ha llegado la época de sembrar la lechuga que en los próximos meses se comerá Europa.

En esta comarca coexisten miles y miles de historias como la propia de Ahmed, todas tan parecidas entre sí, tan marcadas por el desarraigo: él llegó sin nada a Torre Pacheco en 2005 y malvivió durante largos años trabajando en los cultivos de forma clandestina y alquilando cuartos compartidos hasta que logró formalizar los papeles. Hoy, tanto tiempo después, se siente atrapado en el puesto de peón. Pero necesita trabajar, sí o sí, “aguantar lo que haga falta, por muy duro que sea”, dice. Ganar unos pocos billetes al final de la jornada, ayudar a su familia, sobrevivir.

Un julio distinto

Esta campaña de lechuga, bien lo sabe él, tiene algo distinto. En julio, igual que muchos otros jornaleros, llegó una tarde del trabajo, exhausto de recoger melón, recién bajado de otra de esas furgonetas de principios de siglo que lo trajo de vuelta al barrio de San Antonio, donde vive, y se dio de bruces con un pueblo que ya no reconocía, donde todos los magrebíes, sin distinción, estaban siendo señalados. El racismo y el rechazo visceral a la inmigración que Vox había tratado de inocular durante meses en la Región de Murcia era aquí una realidad.

“No queremos a gente así en nuestras calles. Les vamos a deportar a todos”, dijo impune el 12 de julio el líder de Vox en la Región, José Ángel Antelo, en pleno centro de Torre Pacheco. Cinco días antes, la diputada en el Congreso de la formación ultra, Rocío de Meer, había fijado la cifra concreta de personas que el partido anhela expulsar del país: ocho millones, incluyendo sus hijos. Varios grupos de Telegram compartían entonces las declaraciones de ambos políticos y fotografías de vecinos marroquíes de la localidad: “Hay que acabar con esta gentuza de mierda”; “Estamos hasta los cojones de los putos moros”.


El número uno de Vox en la Región de Murcia, José Ángel Antelo, pide la deportación de millones de migrantes el pasado 12 de julio, en la plaza del Ayuntamiento de Torre Pacheco, entre ellos los que trabajan en el campo.

El laboratorio del campo

La ultraderecha, liderada por Vox y legitimada en la Región de Murcia por el PP, ataca y pretende por esta vía restar libertades a la población migrante y, por ende, no de casualidad, al eslabón más débil y a la vez más imprescindible del sector primario. En estos pueblos agrícolas, reconvertidos de pronto en laboratorio político, la xenofobia sirve para sostener la economía y también para controlar el porvenir de los propios jornaleros, que llegaron a España con el cambio de milenio y han dedicado su vida a sacar adelante las cosechas.

Para todo ello, la formación ultra cuenta con la complicidad silenciosa de los grandes agricultores: ninguno salió ni ha salido aún a defender públicamente a los trabajadores de la horda de nazis que vino a perseguirlos en verano. Pero tampoco se echaron a la calle a gritar contra ellos pidiendo su deportación. La patronal sabe muy bien de dónde bebe su negocio. Cuando llegue la primavera, Murcia habrá exportado, por valor de 656 millones de euros, el 65% del total de facturación nacional de lechuga, según datos de la Consejería de Agricultura. Sin migrantes que siembren y recojan cada pieza esta industria no tendría posibilidad de existir.

Un aprovechamiento estructural

“La Región vincula su identidad a ese lema tan defendido por la clase política, ‘la huerta de Europa’, pero no hay ningún tipo de reconocimiento hacia aquellos que, con sus manos y su energía física, la hacen posible. Esa ausencia de reconocimiento, que podemos calificar de racista, demuestra que la agricultura murciana quiere trabajadores sin ciudadanía, que no planteen problemas, que sean solo pura mano de obra”, reconoce el sociólogo de la Universidad de Murcia Andrés Pedreño.

Vox juega, prosigue el investigador, con una contradicción: por un lado, perpetúa las consignas xenófobas —con sonadas medidas como la prohibición de actos islámicos en otra zona profundamente rural, Jumilla—, y por otro trabaja desde la política para los empresarios del lobby agrario. Las víctimas directas de su rechazo son indispensables para los intereses del gremio.

En esta línea ahonda Mohamed El Gheryb, presidente de la Asociación de Integración de Trabajadores Marroquíes (ATIM). “Digamos que es una relación tóxica: los agricultores necesitan migrantes con necesidades precarias de los que aprovecharse para facturar todo ese dineral que facturan. Los segundos necesitan trabajar para sobrevivir. Pero, ahora, la extrema derecha ha aprovechado los problemas derivados de las malas políticas públicas de integración para señalarlos como culpables de todos los males. Lo que buscan, realmente, es mantenerlos como una fuerza laboral sin libertades”.

40 euros el día

El Campo de Cartagena es tan inmenso que cada metro cuadrado de tierra puede esconder un testimonio crudo de sufrimiento. El termómetro marca treinta grados al sol en este mediodía de finales de octubre. Un compañero le trae agua en una botella de plástico muy usada y Ahmed le agradece el detalle en árabe. Lleva ya varias horas deslomado sobre el suelo. Hace más de una década que vive así: empalmando contratos temporales; haciendo todo el rato lo mismo.


La cuadrilla donde trabaja Ahmed, repartida en varias hectáreas de terreno, planta semillas de lechuga, una tarea muy dura que realizan durante todo el día. Muchos acaban la jornada con problemas físicos.

“Mira cómo llevo la camiseta, mojada de tanto sudar, sin un minuto para poder cambiarme, haciéndome polvo la espalda. Y todo por 40 euros. Todos aquí estamos igual, desde que amanece hasta que casi se hace de noche”, cuenta. “Llegué a Torre Pacheco hace veinte años con la urgencia de trabajar y mandar dinero a mi familia. Desde entonces no he hecho otra cosa. La gente y los políticos pueden decir lo que quieran de nosotros, pero lo único que queremos es esto, seguir trabajando”.

Economía sumergida

Las estadísticas oficiales reflejan que el 60% de los trabajadores del campo en la Región de Murcia son de origen extranjero, y que su sueldo medio mensual ronda los 1.100 euros. Pero un sinfín de jornaleros como Ahmed cobra por debajo de ese salario y trabaja más horas de las que permite la ley.

En ese 60% de extranjeros solo se cuentan los que están dados de alta en la seguridad social. UGT calcula que la cifra real puede superar el 90%. Sobre el terreno, en esta mañana, los únicos nacidos en España que hay en las fincas son los jefes.


Las formas de sembrar lechuga son diversas. En esta finca, de pequeña extensión, cuatro marroquíes a remolque van dejando las semillas en la tierra, otro conduce el tractor y un sexto supervisa desde fuera.

“La economía sumergida ocupa un papel demasiado importante. Hay pocas empresas que cumplan las reglas. Solo cuando salen a la luz desgracias como accidentes o acosos comprobamos las penosas condiciones en que trabajan los migrantes. Es como la punta de un iceberg. Tenemos el producto de mejor calidad de Europa, sí. Pero a costa de la dignidad de muchas personas”, destaca Gerardo Medina, de CCOO. El sindicalista denuncia la nula predisposición que hay entre los agricultores para mejorar los convenios colectivos.

El cambio del discurso

Esta reticencia no es fortuita: los empresarios del agro murciano se han mimetizado en los últimos tiempos con el discurso de Vox. La situación que describe Medina no ha cambiado, sin embargo, en los más de treinta años que los migrantes llevan siendo el capital laboral de la comarca.

El silencio de la patronal en los disturbios raciales de Torre Pacheco, que sucedieron a un paso de todas estas fincas, fue demasiado elocuente para Mohamed El Gheryb. “El que se calla ante las injusticias acaba convirtiéndose en cómplice. Los jefes no dieron la cara por quienes trabajan para ellos porque no necesitan personas que vivan tranquilas, sino esclavos que estén a sus pies”, manifiesta. Durante aquella semana, la recogida del melón no paró ni un solo segundo.

A finales de los noventa, recuerda el exalcalde del municipio Antonio León, los agricultores incluso llegaron a sacar los tractores a la calle pidiendo que se abrieran de par en par las fronteras. “Exigían flexibilizar las condiciones para que entrara más gente en España, porque las cosechas se quedaban sin recoger”. “Ahora”, observa, “esas demandas han dado un giro de 180 grados”.

Manuel Martínez representa a la patronal Asaja en la cuenca del Mar Menor. Vicente Carrión, por su parte, es portavoz de Coag. Ambos reconocen, con palabras muy parecidas, que la inmigración es clave para el crecimiento de la industria, pero afirman que debe haber un control exhaustivo en esas mismas fronteras que un día pidieron romper. Que solo es bienvenido quien tenga la predisposición de trabajar incansablemente.


Las empresas de trabajo temporal (ETT) nutren de trabajadores a toda la comarca. Los peones llegan en grupo a las fincas traídos por furgonetas o autobuses.

“Desde que entran de manera ilegal hasta que consiguen un contrato de trabajo pasan dos o tres años. En ese intervalo la gente necesita medios para vivir, y si uno no tiene para comer puede ser capaz de cualquier cosa. Si dejas pasar una frontera, hay que dar la opción de trabajar al día siguiente”, explica Martínez.

“La solución”, continúa, “está en contratar en origen. Que vengan con acuerdos formalizados, los cumplan y vuelvan a sus países”. Este es un punto también muy reclamado por Vox. Según El Gheryb, se trata más bien de “una trampa”: “Vendría gente para trabajar, pero no habría ningún control. Les tendrían viviendo en casetas, trabajarían horas y horas y no pasaría nada, porque ni siquiera conocerían cuáles son sus derechos”.

La jaula de hierro

“Todas esas afirmaciones concuerdan con la estrategia de deshumanización de la ultraderecha”, abunda Andrés Pedreño. “Ningún empresario va a negar que se necesitan migrantes. La clave está en el cómo: sin que tengan las mismas oportunidades que el resto de ciudadanos, porque tenerlas los llevaría a acceder a otros mercados laborales, y así, la agricultura, estaría condenada”.


Cualquier tramo de cualquier carretera del Campo de Cartagena, a cualquier hora del día, es un foco constante de trabajo de migrantes.

A diez minutos por carretera de la parcela donde Ahmed se está dejando la espalda, Said supervisa la recogida de lechuga de un manto verde donde ya no se ve la tierra. Todas las piezas que arrancan de sus raíces viajarán esta noche en camiones rumbo a Francia. Este marroquí de 48 años que, en 2006, tras un lustro de empleo indocumentado, accedió a ser encargado de peones, es otro ejemplo de lo que Pedreño denomina “jaula de hierro”: una estructura invisible hecha de precariedad y falta de políticas de integración que encierra a miles de trabajadores en los mismos puestos durante generaciones. “Y no puedes quejarte”, dice Said, “porque si te quejas y pides algo más te amenazan con echarte y hay cientos como tú dispuestos a sustituirte”.

El dueño de todas estas hectáreas de lechuga hoy tiene más de 60 hombres a su cargo. Cuando se le pregunta por la situación de sus trabajadores, y por el señalamiento racista que están recibiendo, prefiere no dar su nombre, pero sí responde: “Sin ellos sería imposible exportar lo que se está exportando. Tienen que estar aquí, tienen que seguir viniendo. Quien plantea expulsarlos no sabe de lo que habla”.

Antes de que acabe el invierno, este agricultor habrá vendido cerca de cuatro millones de ejemplares frescos de lechuga. Con el próximo amanecer regresarán todos los jornaleros. Esta desagradecida huerta no se detiene nunca.

Este periódico se ha puesto en contacto en varias ocasiones con Vox para recoger su punto de vista, pero no ha obtenido respuesta.