Las caras de la monarquía

Las caras de la monarquía

El papel del monarca emérito está exponiendo a las claras la propia debilidad de la institución y sus miserias más humanas y dinásticas, siempre inmunes

Cito una cita de Kantorowicz: “El rey nunca muere, y su muerte natural no se llama muerte, como con cualquier hombre, sino sucesión”. La afirmación procede de los maravillosos equilibrios de la justicia inglesa sobre su monarquía medieval.

La teoría sostenida a manera de teología política predica que el rey tiene dos cuerpos: uno mortal, humano, sujeto a pasiones; el otro, un cuerpo político, compuesto por el rey y sus súbditos, de tal forma que constituyen una corporación que perdura en el tiempo, es inmortal. Es decir, la monarquía nunca muere porque va más allá de quién sea el rey y su cuerpo mortal. En este principio dinástico, no democrático, se basa la teoría más rancia del sistema monárquico.

Tan es así que cuando los monárquicos más recalcitrantes de la Inglaterra más integrista veían amenazado el sistema porque un rey no daba la talla, los puritanos alzados gritaban: luchamos contra el rey para salvar al rey, la monarquía.

Esto dicho, y otras cosas, digamos, más modernas, justifican la inviolabilidad del rey (en las constituciones monárquicas españolas históricas se afirma no solo la inviolabilidad de su persona sino su sacralidad). Lo es porque no se puede aceptar que un rey, mientras no se hayan separado sus cuerpos, sea un corrupto, un ladrón, un golpista o un ejerciente de otras pasiones, salvo que no se sepa. Pero para eso están los juristas de la corte y cortesanos de todo tipo, incluidos los mediáticos, para que no se sepa nada que afecte al carácter sagrado de la monarquía por encima de todo valor democrático, no solo del principio electivo (algunas monarquías son electivas) sino de otros como la igualdad de géneros, de la igualdad de todos ante la ley, la responsabilidad… El rizo de la desfachatez mediática cortesana consiste en nuestros tiempos en el salseo monárquico, que incluye desde la crónica lacrimógena familiar y chismosa a la moda, unos auténticos y vergonzoso rancios ecos de sociedad.

Juan Carlos no solo se atribuye un falso protagonismo en la restauración democrática (débil pero obligada por actores exteriores), sino que reconoce que su corona es fruto de la dictadura que le precedió y lo designó sin otra legitimidad que el dedo de un dictador y tirano

Para circunstancias extremas se inventó la abdicación, es decir, a la espera de la muerte del cuerpo mortal, se muere políticamente de manera parcial, garantizando, eso sí, la continuidad vía sucesión. De ahí la importancia de las familias reales. Ancladas en el principio seminal de la sucesión, la familia real es la overa del sistema; ahí reside siempre la sucesión, la figura del príncipe o princesa heredera, garantía de continuidad. Eso solo falla en casos de cambio de régimen o de dinastía.

Los casos de cambio de dinastía no son infrecuentes, aunque algunas casas han demostrado su capacidad de resistencia en casos muy difíciles, no dudando incluso en protagonizar golpes de Estado para seguir, para debilitar la democracia o para restaurarse en el poder, aunque no todos acabaron en éxito.

Pero si Kantorowicz contempló y desarrolló la teoría de los dos cuerpos del rey, nunca pensó que quizá se vería obligado a teorizar cuando hubiera más de dos (incluso más cuando se trata de pugnas sucesorias). Es el caso de la monarquía española actual (ha habido casos muy curiosos anteriores de pugnas paternofiliales en la dinastía borbónica) porque hay un rey político, pero dos reyes mortales, uno de ellos, emérito —honorífico mejor— porque él quiso y lo impuso. Esta situación, insisto, no extraña entre los borbones, está produciendo estragos en la monarquía. El papel del monarca emérito está exponiendo a las claras la propia debilidad de la institución y sus miserias más humanas y dinásticas, siempre inmunes.

Y algo aún peor, en la desesperada reacción por reclamar su papel central en su dinastía ortopédicamente restaurada, su casa —es eso, tiene razón—, está dejando patente su propia ilegitimidad de origen. En efecto, Juan Carlos no solo se atribuye un falso protagonismo en la restauración democrática (débil pero obligada por actores exteriores), sino que reconoce que su corona es fruto de la dictadura que le precedió y lo designó sin otra legitimidad que el dedo de un dictador y tirano. Su acto inaugural no fue otro que la jura de lealtad a los Principios del Movimiento, rey antes de la Constitución, y, como se puede apreciar, sin nunca exhibir una pública condena de aquel régimen brutal y antidemocrático.