Batalla política en el Tribunal Supremo
El segundo día del juicio al fiscal general nos recuerda que no estamos asistiendo a un acto de justicia, sino de política. Incluso nos ha regalado el descaro del presunto defraudador que dice que Hacienda la tiene tomada con él por no aceptarle varias facturas falsas
El Colegio de Abogados en el juicio al fiscal general: ‘El convidado de piedra’
A veces la basura solo sirve para tapar otra basura.
En 2024 se supo que un tal Alberto González Amador había presentado presuntamente decenas de facturas falsas para ahorrarse pagar a Hacienda por los dos millones de euros que había ganado como comisión traficando con mascarillas y bienes médicos durante la pandemia, mientras miles de compatriotas morían asfixiados en los hospitales o en sus residencias. Nada que sorprenda a nuestra sociedad, tan curada de espantos. Sabemos que cuanto más gana alguien, más miserable tiende a volverse. Quien se hace millonario aprovechando una circunstancia tan trágica como la epidemia de Covid no es extraño que intente también —presuntamente— engañar a Hacienda para ahorrarse los impuestos. El caso, que aún no ha sido siquiera juzgado, habría quedado ahí. Uno más de tantos pillos con poca ética que ensucian los negocios y la vida pública no hace la diferencia.
La diferencia, sin embargo, es que en esta ocasión el supuesto empresario es nada menos que la pareja de la líder del Partido Popular en Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Al saltar la noticia del fraude, el entorno de la presidenta tuvo miedo de que su carrera política se viera afectada. Al fin y al cabo, ella vive precisamente en un piso comprado por él con lo obtenido por sus comisiones y los beneficios de no pagar a Hacienda.
El caso sonaba lo bastante mal como para que el entorno de la lideresa conservadora buscara urgentemente algún montón de basura que tapara el hecho objetivo de su cercanía, incluso física, con la corrupción y la falta de ética. Su jefe de gabinete, Miguel Ángel Rodríguez, se inventó un bulo: que la Fiscalía había ofrecido un pacto al presunto defraudador para no llegar a juicio, pero el Gobierno había obligado a que los fiscales retiraran ese pacto, buscando un juicio espectáculo contra el novio de Ayuso. Así, los medios subvencionados por la Comunidad de Madrid y los que están directamente bajo su control podían soslayar temas como el supuesto fraude a Hacienda o las comisiones desproporcionadas a cambio de mascarillas y centrarse en hablar de cómo el Gobierno utiliza la Fiscalía para sus intereses políticos. Inventar un escándalo inexistente para tapar a otro real.
Era una jugada política y la política es como el ajedrez: a cada jugada de un bando, responde otra del contrario. El encargado de mover ficha fue entonces el propio fiscal general del Estado, que se veía atacado por un bulo que ponía en duda su honorabilidad. Lo hizo mediante una nota de prensa en la que aclaraba la verdad: ni había orden política alguna ni había sido la Fiscalía quien ofreció el trato el propio novio de la presidenta madrileña, a través de su abogado, el que propuso confesar su delito a cambio de una pena más leve.
La nota de prensa hacía evidente que el supuesto empresario estaba dispuesto a confesar su fraude a Hacienda. Así que de nuevo le tocó jugar a los partidarios de Ayuso, intentando evitar como fuera que en la opinión pública se hablara demasiado de los presuntos delitos de su compañero. Lo hicieron denunciando al fiscal general por haber contestado. Y puesto que la nota de prensa era información veraz constitucionalmente protegida, solo pudieron ir contra él con otra invención del inefable jefe de gabinete: que aparte de esa nota, el fiscal general en persona había filtrado a la prensa un documento privado como es, en su opinión, el correo enviado por el abogado del presunto defraudador. Como otras ocurrencias de Miguel Ángel Rodríguez, esa acusación no tenía más base que su propia intuición. Las canas, como dice él.
La batalla entre los partidarios de Ayuso, deseosos de tapar el tema del fraude a Hacienda, y los del Gobierno, que se ven bombardeados con bulos, es política, no jurídica. Sin embargo, en esa fase, una vez que se presentó una querella, los peones de la derecha ya no eran solo periodistas comprados y serviles. Eran los jueces. En concreto, la derecha judicial.
En una discusión de bar cualquiera puede elucubrar acerca de quién filtró el famoso correo. En la doctrina jurídica puede discutirse con diversos argumentos si es o no delito. Pero los jueces del Tribunal Supremo, convertidos consciente o inconscientemente en actores políticos, han decidido ir más allá. A pesar de que no hay ninguna, absolutamente ninguna, prueba en su contra se han lanzado a la disparatada espiral de juzgar al fiscal general del Estado. Sujétame el cubata.
Y claro, cuando te metes en una batalla política, aunque seas juez, no haces prisioneros. Vas a degüello y prescindes incluso de las normas más básicas.
Si algún actor jurídico quisiera indignarse por este juicio que acaba de empezar, tiene muchas razones para hacerlo. Un instructor que ha montado una causa sin prueba alguna; una acusación que, prescindiendo de la presunción de inocencia, utiliza como principal prueba de cargo el desconocer unos supuestos mensajes; incluso un tribunal de composición más que dudosa: los mismos jueces que ratificaron la discutidísima instrucción viendo y valorando los indicios reunidos, ahora se sientan en el tribunal que va a valorarlos. Poco importa que la jurisprudencia europea y española insista en que el juez que ha participado en la instrucción no puede ser el que juzgue sobre el fondo, porque eso vulnera la garantía de imparcialidad judicial. Más madera, que es la guerra, y a tomar por saco las garantías procesales.
En esta guerra parece que desgraciadamente ya no hay juristas, sino soldados. Jueces y fiscales conservadores, de esos que odian a Pedro Sánchez y por contaminación a “su” fiscal general del Estado, andan escandalizados con el juicio. No con la acumulación de disparates procesales, sino con el propio acusado. Algunos, anticipando el juicio, lo dan por culpable y lo tratan de delincuente. Otros, más razonables, lo acusan de no haber dimitido y exponer a la institución al bochorno de verse sentada en el banquillo de los acusados. Hay muchos molestos con la imagen que el juicio da de la justicia española. Aunque no tienen valor para señalar al culpable, y lo que les molesta no es la realidad de la justicia, sino que sus miserias se exponga en público.
Del primer día de juicio destacan el chascarrillo de una fiscal jefe que dejó caer que solo trabaja por las mañanas. Al parecer fue un lapsus y corrió a rectificar diciendo que por la tarde tampoco descansa. También el arrojo de un juez poco riguroso que puso en boca de esa misma fiscal jefe palabras que ella nunca había dicho. El salseo judicial no gusta a los togados, temerosos de que el resto de la sociedad imagine la realidad de su gremio.
El segundo día nos recuerda que no estamos asistiendo a un acto de justicia, sino de política. Nos ha traído a jefes de prensa indignados por los bulos y a otros reacios a rebatirlos si tienen su origen en quien les paga el jornal. También las actuaciones siempre divertidas de Miguel Ángel Rodríguez, que confunde sus intuiciones políticas con la verdad de las cosas. Incluso nos ha regalado el descaro del presunto defraudador que dice que Hacienda la tiene tomada con él por no aceptarle varias facturas falsas, una de las cuales ascendía a casi un millón de euros. El pobre se lamenta de que si al final se demuestra que engañó a Hacienda la gente lo tome por delincuente. Qué escándalo.
Mucho salseo, pero hasta ahora ninguna prueba ni indicio siquiera de que el fiscal general del Estado haya cometido delito alguno. Parece que al fin y al cabo eso es lo menos importante. La batalla, aunque se libra en las salas del Tribunal Supremo, no es jurídica sino política.