La mentira en el género negro
Lo que nunca había visto es a un tipo que se autodenomina periodista y confiesa sus embustes con desparpajo en el Tribunal Supremo. Es lo que hizo el martes Miguel Ángel Rodríguez, conocido como MAR o también el Rasputín de Ayuso. Admitió que había presentado como hechos probados lo que no eran sino conjeturas personales. Y se quedó tan pancho
Batalla política en el Tribunal Supremo
Llevo setenta años en este mundo y he llegado a la conclusión de que a la mayoría de los seres humanos les repugna mentir. Casi tanto como darle una paliza brutal a un niño que juega en un parque. Hay algo en nuestra conciencia que nos dice que mentir es feo, muy feo. Y que asumir el embuste como algo no reprochable en la vida política y económica es tirarse de cabeza al precipicio. La única ficción admisible es la que lleva explícitamente el sello del arte y la literatura.
Pero también he comprobado que hay mentirosos compulsivos y que estos abundan en determinados ganapanes. Pienso en los estafadores profesionales, desde los trileros callejeros a los de cuello blanco como el padre de John Le Carré. Pienso en banqueros como Rodrigo Rato y políticos de derechas como Carlos Mazón. Ahora bien, lo que nunca había visto es a un tipo que se autodenomina periodista y confiesa sus embustes con desparpajo en el Tribunal Supremo.
Es lo que hizo el pasado martes Miguel Ángel Rodríguez, conocido como MAR o también el Rasputín de Ayuso. Admitió que había presentado como hechos probados lo que no eran sino conjeturas personales. Y se quedó tan pancho.
Las mentiras son, después del crimen, el territorio del género negro. Dashiell Hammet habló de ellas en ‘El hombre delgado’. Retratando a un protagonista de esa novela, Hammett escribió: “La mayor parte de las personas se desaniman cuando las han cogido en tres o cuatro mentiras descaradas y acaban por decir la verdad o por callarse. Mimi, no. Ella sigue ensartando embustes, y hay que andarse con ojo, porque uno puede llegar a creerla, no porque parezca que al fin está diciendo la verdad, sino sencillamente porque uno se cansa de no creerla”.
Para mentir hay que tener poca conciencia moral, un rostro de cemento y dotes para el teatro. También sabe el mentiroso que, en contra de lo que afirma el refranero español, las mentiras pueden tener las patas muy largas. Muchos se las siguen creyendo durante mucho tiempo a fuerza de escucharlas repetidamente o porque se ajustan a sus estereotipos. Iñigo Sáenz de Ugarte lo expresó ayer en este periódico con tono muy noir: “El jefe de gabinete de Isabel Díaz Ayuso te convence de que Kennedy se suicidó mientras él empuña el fusil humeante”.
La reiteración es la clave del éxito de las mentiras, como bien sabía Goebbels. En su comparecencia del lunes para anunciar una dimisión en diferido, bien aforada y pensionada, Mazón repitió todos los embustes sobre la riada de Valencia que lleva un año soltando. ¿Esperaban ustedes otra cosa? Yo no, desde luego. Lo dijo el PP hace poco: mentir no es ilegal. Le faltó añadir lo que también piensa: es eficaz.
Hammett lo señala en el párrafo que acabo de citar: la gente honrada se cansa de no creer a los mentirosos compulsivos. Fatiga mucho emitir y hasta escuchar desmentidos. Por eso agradezco el esfuerzo de este diario por deslindar lo que es hecho comprobado de lo que es falsedad malintencionada. Ignacio Escolar lo volvió a hacer ayer con los embustes de MAR y el novio de Ayuso ante el Supremo.
Sin embargo, los magistrados que juzgan al fiscal general del Estado por un presunto delito del que no hay ninguna prueba objetiva no les reprocharon a Rodríguez y González Amador que emitieran opiniones, sarcasmos y jeremiadas en vez de limitarse a hechos comprobables. Mal pinta la cosa para el fiscal general, me digo.
Rodríguez declaró ser periodista y no lo es. Los periodistas publicamos hechos que hemos verificado con nuestros ojos, con documentos autentificados, con testimonios fiables. En ocasiones, también expresamos nuestras opiniones, faltaría más. Pero, ojo, cuando lo hacemos, advertimos de que son opiniones. Miren si no cómo se llama la sección donde aparece esta columna.
Cité antes al padre de Le Carré. Era un estafador profesional, como cuenta el maestro del género de espionaje en Volar en círculos. “Nací y me crie entre mentiras; me formé en un sector donde la gente miente para ganarse la vida”, recuerda. Todas las mañanas, Ronnie, su progenitor, se ponía una camisa limpia y, “sin nada más que su imaginación en el bolsillo”, salía en busca de una nueva víctima. “Ronnie podía fabricar una historia de la nada, interpretar un personaje inexistente y pintar una oportunidad de oro donde no había más que humo”.
Vivimos en un mundo en el que gente como Ronnie puede terminar en la cárcel, y me parece bien, pero en el que, si ejercen la política o dicen ejercer el periodismo, pueden terminar arriba, muy arriba. Quizá porque a mucha gente la verdad nunca les parece suficiente, observa Marta Sanz en Black, black, black. Quizá porque es más aburrida que la mentira. “La verdad”, afirma la señora Grassiela, uno de los personajes de Tres enigmas para la Organización, la última novela de Eduardo Mendoza, “no tiene doblez: dice lo que quiere decir y ya está”.