‘Frankenstein’, el libro de Mary Shelley que nació como una pesadilla regresa como síntoma de la crisis contemporánea
El estreno de la nueva adaptación de Guillermo del Toro vuelve a poner de actualidad el clásico de Mary Shelley
Matar a Harper Lee (por segunda vez): ¿es su libro de relatos inéditos una nueva traición a la voluntad de la escritora?
Todo vuelve. Las grandes historias de la literatura, también, aunque cada vez adoptan capas distintas: los retellings de cuentos, de la Ilíada y la Odisea… y, ahora, de nuevo, del mito del vampiro y el monstruo de Frankenstein, dos criaturas emblemáticas de la narrativa gótica romántica del siglo XIX. Del primero, el próximo 21 de noviembre se estrenará la versión de Drácula de Luc Besson; del segundo, acaba de llegar a Netflix la personalísima aproximación de Guillermo del Toro, y, ya en 2026, será el turno de La novia, de Maggie Gyllenhaal, inspirada a su vez en otro retelling del clásico, La novia de Frankenstein (1935), del director James Whale.
¿Qué tiene la creación de Mary Shelley para seguir hechizando a tantos (y tan diversos) lectores generación tras generación? Es interesante volver al texto original y dejar a un lado, por un momento, las versiones cinematográficas. Las circunstancias de su génesis son casi tan conocidas como el relato: el verano de 1816, la autora viajó con su marido, el poeta Percy B. Shelley, a la localidad suiza de Cologny. Se hospedaron en la mansión de Villa Diodati, invitados por su amigo Lord Byron, donde coincidieron también con el malogrado médico y escritor John Polidori. Las fuertes lluvias los obligaron a confinarse durante varios días, y fue entonces cuando el anfitrión les propuso, como esparcimiento, que cada uno escribiera un relato de fantasmas.
Mary Shelley (Londres, 1797-1851), por aquel entonces una muchacha de apenas diecinueve años, escuchaba a los hombres departir sobre las cuestiones existenciales que estaban en boga, como el galvanismo, una teoría que promulgaba que se podían fabricar partes nuevas de una criatura, juntarlas y dotarlas de energía para que cobraran “vida”. Esa noche, Shelley tuvo una pesadilla: soñó con un ser extraño, un fantasma horrendo que aterraba a su propio creador. Aquella imagen la obsesionó, y lo que en principio fue un cuento de pocas páginas se convirtió, animada por su esposo, en Frankenstein, o el moderno Prometeo (1818), la mítica novela que no ha dejado de fascinar a los lectores.
La ciencia (humana) en contra de la humanidad
En la ficción de Mary Shelley, el organismo creado por el doctor Victor Frankenstein sufre el rechazo de los humanos, que le niegan de manera instintiva la oportunidad de demostrar cualquier pizca de civilidad. Entre ellos, el propio científico, que se espanta de lo que ha hecho. La criatura reacciona haciendo realidad los temores de la gente, comportándose como el monstruo que los demás ven. Su creador es su víctima principal, que ve cómo algo que salió de sus manos, de su mente, toma un camino que escapa a su control y le hace caer en la desgracia; como el titán Prometeo, que en la tragedia de Esquilo se atreve a desafiar a los dioses y es condenado a vivir siempre encadenado.
El dilema ético del científico acerca de la idoneidad de determinados hallazgos ha sido un debate recurrente a lo largo del tiempo; la bomba atómica tal vez sea el ejemplo más paradigmático. En este siglo, el reto viene de las nuevas tecnologías: la hiperconexión, las redes sociales y el scrolling infinito, que en principio iban a mejorar nuestras vidas, han demostrado tener un alto poder adictivo, además de una tendencia a aislarnos de los demás en pro de una existencia cibernética. La Inteligencia Artificial será, ya comienza a ser, la gran amenaza del futuro: puede tener grandes usos en medicina o para simplificar tareas pesadas, pero puede llevar a la destrucción de puestos de trabajo y a prácticas tan perturbadoras como sustituir al compañero humano o recuperar la voz de los fallecidos. Sin la apariencia bestial del monstruo de Frankenstein, da mucho más miedo que este.
Odio al diferente y tiranía de la imagen
Quienes rechazan a la criatura del doctor Frankenstein no han escuchado aquello de “la belleza está en el interior”, o cuando menos no viven en consecuencia. Lo rechazan por su aspecto, sin permitirle darse a conocer. El físico, ese cuerpo gigantesco y repulsivo que siembra el terror, es lo único que juzgan. Y, en esto, los humanos del mundo real somos mucho peores: hace tiempo que la cultura de la imagen nos ha convertido en esclavos del cuerpo, al que sometemos a regímenes y disciplinas espartanas con el fin (imposible) de encajar en un modelo que se presenta perfeccionado con Photoshop y demás filtros.
Hay toda una industria detrás, que se ceba, sobre todo, con las mujeres, aunque cada vez se extiende más a los hombres también: de los productos dietéticos a la cirugía estética, pasando por el maquillaje, la moda y los gimnasios. Su truco: vincular su mensaje a una cuestionable idea de vida sana, por un lado, y asociar la consecución del cuerpo “ideal” con el éxito social, afectivo y hasta profesional, por el otro. Es cierto que el físico pesa a la hora de aspirar a determinados empleos, no solo de modelaje: cantantes, animadores de eventos, actores, azafatos o presentadores de televisión suelen toparse con ello.
Mary Shelley
¿Qué ocurriría si, de pronto, la humanidad dijera basta, si se dejaran de comprar cremas milagrosas, si se sustituyeran las sesiones de musculación por un paseo al aire libre, si se cambiaran los batidos sustitutivos por un buen potaje? Toda la industria se hundiría. Y es que, al final, siempre está el dinero. Mientras tanto, los complejos y los trastornos de la alimentación siguen haciendo de las suyas, por no hablar de todo el tiempo que se invierte en el cuidado de la imagen y que podría dedicarse al cultivo de la mente o a la amistad. A veces, quizá no somos tan despiadados con los demás como los personajes de Frankenstein, pero lo somos con nosotros mismos.
La epidemia de soledad no deseada
Frankenstein está lleno de personajes solitarios, empezando por el primer narrador, el joven que emprende un viaje que le lleva a conocer la historia del doctor Frankenstein. Este, el científico, antes del experimento ya era un personaje torturado, marcado por el trauma y la pérdida hasta el punto de admitir su incapacidad para amar a su enamorada de forma sana. En su afán de posesividad en la relación, y en su reconocido impulso violento, hay bastante en común con los problemas de lo que hoy se conoce como masculinidad frágil, y que lleva a las relaciones tóxicas y situaciones abusivas.
Incluso su investigación, con ese interés por lo que escapa a la ciencia –unas creencias que en aquel tiempo tenían mayor arraigo social que ahora–, puede relacionarse con la vorágine de libros de autoayuda o con la desesperación de quienes buscan consuelo en las pseudoterapias. La soledad del científico, cómo lleva a cabo su obra, es fruto de un encierro en sí mismo y de una formación autodidacta, que hoy no sería viable en un proyecto de este tipo, donde se trabaja en equipo; pero, en cambio, se asemeja a la tendencia creciente del teletrabajo y los estudios en línea.
Y, por supuesto, está el monstruo, que no es un solitario por inadaptación, sino porque lo condenan al ostracismo. Él encarna la soledad no deseada, como la que asola hoy la sociedad occidental, sobre todo entre los mayores y los jóvenes; o como la de los niños con necesidades especiales que se ven marginados. El monstruo (qué incómodo resulta llamarlo “monstruo”) representa a los incomprendidos por el sistema. Hoy su presencia, tan recreada en las adaptaciones audiovisuales, ya no nos asusta; sin embargo, la novela sigue siendo de terror, si pensamos en el terror como en los grandes miedos de nuestra especie: soledad, efectos secundarios de la acción humana, crisis de valores.
Los ‘monstruos’ que inventamos
En el fondo de todo, subyace una pregunta: ¿es el monstruo aquel individuo que, por su naturaleza, provoca rechazo, o, por el contrario, es la sociedad en conjunto, la respuesta airada de la masa, la que genera monstruos? A menudo, los criminales fueron víctimas de malos tratos, acoso escolar u otro tipo de linchamiento, e incluso el éxito de algunos regímenes autoritarios se alimenta de un descontento generalizado: la crisis económica y la insatisfacción de muchos veteranos de guerra aupó al nazismo, que prometía un retorno a la gran Alemania después de la derrota militar del país en la Gran Guerra.
Mel Brooks —con Cloris Leachman, Gener Wilder y Martin Felman— en el plató de ‘El jovencito Frankenstein’.
Hoy somos testigos de cómo los trabajadores, temerosos de que los inmigrantes les “quiten” el empleo o que los más desamparados les ocupen la vivienda, votan a partidos de extrema derecha; lo mismo que algunos hombres jóvenes que ven en el feminismo una amenaza para sus derechos. Actúan desde el miedo. Es el miedo lo que los empuja a la violencia, ya sea física o simbólica. El poder autoritario se nutre de ese miedo. Es mucho más fácil destruir –esto también lo refleja Frankenstein– que edificar un nuevo paradigma social que combata los males enquistados del capitalismo.
Por arrojar un poco de luz, el futuro de Mary Shelley fue diferente del de su personaje. Hija de la filósofa y escritora Mary Wollstonecraft (1759-1797) –a la que no llegó a conocer porque murió tras dar a luz–, feminista pionera que firmó el célebre Vindicación de los derechos de la mujer (1792), entre otros títulos, y del filósofo y político anarquista William Godwin (1756-1836), la creadora de Frankenstein decía tener una vida sencilla, pero una imaginación desbordante. Gracias a esa cualidad, y al aliento de su marido, que la animó en su carrera literaria, concibió a una criatura que ha pasado a la historia y aún sirve de advertencia de la cara menos amable del ser humano. De nosotros depende crear esos monstruos o, como ella, limitarnos a imaginarlos.