El ocaso institucional de Puigdemont: Junts pierde poder en Catalunya y solo retiene un puñado de grandes alcaldías

El ocaso institucional de Puigdemont: Junts pierde poder en Catalunya y solo retiene un puñado de grandes alcaldías

La formación del expresident ha pasado en solo una década de controlar la mayoría de resortes del poder político catalán a un plano secundario desde el que solo puede influir en otros

Junts traslada a empresarios catalanes que quiere “cobrar” al Gobierno el apoyo prestado

Cuentan que un veterano político ligado durante décadas a Convergència y que, pese a haberla acompañado en el giro independentista, era muy crítico con la retórica movimentista de Junts y el desembarco de caras conocidas de otros ámbitos, se quejaba tras el procés diciendo: “¿Cuándo pasó que los frikis asaltaron este partido?”.

La pregunta era un dardo obvio hacia la llamada “generación 1-O”, la que se incorporó a la política después de 2017 de la mano de Carles Puigdemont, en parte barriendo a las anteriores. Pero también refleja la preocupación de la vieja guardia nacionalista por lo que podría ocurrir en un partido que prescindiese de aquellos que conocían la importancia del poder y tenían experiencia en ejercerlo.

Junts es hoy una formación claramente mermada en lo que a poder e influencia se refiere. Pese a que en los últimos dos años haya podido reinventarse como circunstancial ariete del empresariado catalán en el Congreso, ese papel siempre estuvo condicionado. Junts era deudor de una aritmética parlamentaria concreta y, además, necesitaba mantener su ascendente sobre el Gobierno, tal como le han advertido a la formación desde los sectores económicos en encuentros como el que desveló elDiario.es.

A eso hay que sumarle que la formación de Carles Puigdemont vive un momento de clara mengua en su representación política en contraste con épocas recientes. Más aún si se pone en comparación con el elevado peso institucional que llegó a tener Convergència en tiempos de máximo esplendor.

Al espacio político del nacionalismo catalán de centroderecha le ha pasado en la última década casi de todo. El procés, varias escisiones y mutaciones, luchas internas y una desenfrenada acción judicial que le ha obligado a hacer relevos a marchas forzadas y a tener que mirar a Waterloo para tomar cada decisión. Por si eso fuera poco, en los últimos años Junts también ha padecido la irrupción de una extrema derecha independentista.

Pero el ocaso institucional de Junts no puede explicarse sin tener en cuenta, también, la gestión errática de su propio espacio electoral, su incapacidad para encontrar líderes duraderos (lejos quedan Quim Torra, Laura Borràs o Jordi Puigneró) o su reiterada tendencia a aislarse hacia afuera y purgarse hacia adentro.

La ruptura del pacto de investidura entre Junts y el PSOE es el último capítulo en el que los postconvergentes vuelven a demostrar poco instinto por la conservación del poder institucional. Antes salieron del Govern de Pere Aragonès y rechazaron (o no fueron capaces de alcanzar) pactos municipales que les hubieran garantizado puestos en ayuntamientos y diputaciones. Hay que señalar, no obstante, que por el momento ninguno de los cargos conseguidos por Junts para organismos y empresas públicas del Estado ha anunciado su salida.

En el año 2014, Convergència era de largo el partido más influyente de la política catalana. Tenía la presidencia de la Generalitat, la del Parlament y la de las cuatro diputaciones, además de la gran alcaldía de Barcelona. También controlaba buena parte de los grandes ayuntamientos, como Girona, Sant Cugat, Reus, Mataró, Martorell, Manresa, Vic, Vilanova i la Geltrú, Figueres. En el Congreso, la formación contaba con 16 asientos, cerca de su récord de 1993.

Las municipales de 2015, las que ganó Ada Colau en Barcelona y que iniciaron la ola de las alcaldías del cambio, fueron una tormenta dura para el poder de la antigua Convergència. Pero aún mantuvieron entonces buena parte de sus bastiones, impulsados sobre todo por la presidencia del Govern, que recayó en manos de Puigdemont en enero de 2016 tras las tortuosas negociaciones que descabalgaron a Artur Mas.

Visto con la perspectiva de una década, nada de lo que ocurrió después en Catalunya, ni tampoco en el espacio político de la antigua Convergència, ayudó electoralmente al nacionalismo conservador.

Después del 1-O, ERC experimentó una pujanza extraordinaria, que hizo mella a Junts tanto en ayuntamientos como en el Parlament y Congreso. Quim Torra demostró que no era una propuesta ganadora para defender una plaza tan sensible como la presidencia de la Generalitat y quizás Laura Borràs, tocada ya por un caso de corrupción que la acabaría apartando, tampoco era la mejor apuesta para las elecciones generales.

En 2021, Junts cedió por primera vez su liderazgo dentro del bloque independentista a ERC. Lo hizo cuando el PSC ya se había recompuesto de su larga crisis y estaba en disposición de ser “el primer partido de Catalunya”, tal como proclamaba Miquel Iceta. El independentismo de centroderecha aceptó, no sin tiranteces, entrar en un gobierno presidido por ERC, que acabó abandonando un año después.

El poder institucional de Junts mermaba. Pero en el partido el paso afuera se justificaba como una muestra de coherencia independentista que daría sus frutos más adelante. Algo que nunca pasó. En las siguientes elecciones, municipales, generales o autonómicas, Junts solo pudo esconder sus malos resultados en comparación con unos números nefastos para ERC.

La situación actual del partido no es demasiado prometedora. En Parlament lidera la oposición, un espacio que, según el análisis que la propia Junts hace, les da poca visibilidad en el debate político catalán. Puigdemont trató de remediar esa situación en el último debate de política general, cuando exigió que el PSC de Salvador Illa votara algunas de sus propuestas como muestra de buena voluntad para un posible acercamiento. En Junts hablaban incluso de la posibilidad de mirarse los presupuestos catalanes con otros ojos. Pero la oferta no cuajó.

En el mundo municipal, Junts solo conserva ahora la alcaldía de una ciudad de más de 50.000 habitantes, Sant Cugat del Vallès, donde gobiernan con ERC. Tiene otros seis alcaldes en ciudades de más de 25.000 habitantes, cuatro de ellas capitales de comarca, como son Figueres, Vic, Igualada y Olot. Cuentan también con varios primeros ediles en ciudades medianas en la comarca del Maresme, además de la presidencia de la Diputación de Girona.

Pocas más líneas tiene la actual cuenta de resultados de un partido que llegó a parecer una dinastía pero que en los últimos años no ha parado de encoger hasta quedar en una posición bastante menguada. No queda nada de aquella apuesta por convertirse en una especie de movimiento social con el Consell per la República como bastión. Tampoco es hoy relevante el espacio internacional abierto por el equipo de Puigdemont en el plano político o judicial, en el que tantas esperanzas depositaron.

Junts, sobre todo desde la llegada de Jordi Turull a la sala de máquinas, es ahora un partido de toda la vida, de los que valen tanto como representación consiguen. La paradoja es que el ocaso institucional de Junts es una realidad con la que Puigdemont debe lidiar mientras, a la vez, hace frente al crecimiento entre su electorado de una formación como Aliança, que actúa como si enmendase la institucionalidad tradicional.