Elegir tu muerte
Que en una sociedad laica como la nuestra se sigan utilizando argumentos como que “solo Dios da y quita la vida” me parece ridículo, además de profundamente hipócrita. Si de verdad creyeran eso, la medicina estaría prohibida
Quizá porque estamos en el mes de noviembre y acaba de pasar el día de los difuntos (y supongo que las difuntas, claro) o porque es un tema al que no dejo de darle vueltas desde hace mucho, he pensado lo extraña que resulta esa idea tan extendida de que uno no tiene derecho a elegir el momento de su muerte.
Vivimos en una sociedad en la que -al amparo del capitalismo feroz que lo mueve y lo revuelve todo- nos han convencido de que tenemos derecho a elegir cualquier cosa, que siempre hay más opciones, que no tenemos por qué conformarnos o adaptarnos a reglas y normas y a “lo que hace todo el mundo”.
Podemos elegir desde el país de origen de la comida que comemos hasta nuestro aspecto físico, desde cuándo y cómo tener o no tener descendencia hasta nuestra identificación de género. Por no hablar de cosas de poca importancia como el modelo de coche, o de móvil o hacernos una operación estética para cambiar de nariz o de tamaño de pecho, o tatuarnos el cuerpo entero.
Todo eso lo podemos hacer. Igual que podemos decidir si queremos o no casarnos y de qué forma y por qué tipo de rito. El derecho al aborto ha costado más de conseguir, pero también se ha logrado, aunque aún queden personas que quieran retroceder y volver a imponer su voluntad sobre las mujeres que se encuentran en esa situación.
Hemos conseguido montones de cosas, pero lo que todavía es una lucha es que podamos decidir cuándo queremos abandonar esta vida. Y les juro que es algo que no soy capaz de comprender. Que en una sociedad laica como la nuestra se sigan utilizando argumentos como que “solo Dios da y quita la vida” me parece ridículo, además de profundamente hipócrita. Si de verdad creyeran eso, la medicina estaría prohibida. Si Dios (pongamos que exista) te envía una enfermedad grave, sea la que sea, también es ir contra su voluntad el tratar de curarla, ¿no? Ya te salvará él, si es su deseo. Es lo primero que pensé cuando vi el invento del “papamóvil” blindado que estaba previsto para proteger al Papa de Roma en sus salidas después de un atentado contra Juan Pablo II en 1981. ¿No era eso ir contra la voluntad divina?
De todas formas, incluso sin utilizar argumentos religiosos, resulta llamativo que haya tantos partidos políticos en contra de que los ciudadanos podamos elegir con total libertad el momento de nuestra muerte. ¿Cómo es posible que nos dejemos tratar como niños pequeños, que entreguemos nuestra voluntad a otras personas que “por nuestro bien” deciden hasta cuándo tenemos que vivir? No se trata solamente de que haya situaciones terribles en las que no queremos seguir adelante. No es necesario estar sufriendo espantosos dolores para decidir que ya hemos tenido bastante. Puede darse el caso, y de hecho se da mucho más de lo que uno piensa, de que una persona en pleno uso de sus facultades mentales decida que ya no quiere más, que ha cumplido su tiempo en este mundo, que no desea seguir viviendo. Puede estar sufriendo una depresión, por supuesto, y quizá se le podría curar, pero eso tampoco garantiza que quiera seguir vivo.
Es una barbaridad que una tenga que pasar por varios médicos de distintas especialidades para poder marcharse de este mundo.
No es correcto que alguien exterior a uno mismo tenga el derecho de decirte cuándo puedes dejar de estar vivo, que te diga que “la vida siempre vale la pena”, o que “vamos a luchar hasta el final” y todas esas frases hechas que no solo no ayudan, sino que te ningunean, te infantilizan y te dejan en la peor de las impotencias.
Por no hablar de las situaciones en las que los allegados de una persona en situación de enfermedad terminal y dolorosa tienen que pasar un calvario administrativo para que se cumpla la voluntad del paciente y le permitan poner fin a su vida y a su sufrimiento.
Pero no me refiero solo a ese tipo de situaciones, sino a otras en las que uno decide que su vida ha sido suficiente y prefiere abandonarla en un momento en el que aún puede pensar por sí mismo; que no quiere que sus hijos u otras personas de su familia tengan que pasar por el horror de ver cómo uno va perdiendo la memoria, la identidad, todo lo que hacía que él o ella fuera una persona concreta. Me resulta curioso cuando una persona anciana (y otras veces ni siquiera vieja) dice que quiere morir y la respuesta inmediata, automática, la que todos tenemos interiorizada es: “no digas tonterías”.
¿Por qué es una tontería querer morir? Es la decisión más importante de toda nuestra existencia y, sin embargo, nos la quitan de las manos.
Nos oponemos a los matrimonios concertados, por ejemplo. Estamos en contra -con toda la razón- de que una instancia exterior diga a dos personas que tienen que convivir el resto de sus días y tener hijos en común. Nos parece una auténtica muestra de barbarie.
Sin embargo, a mucha gente le parece bien obligar a una mujer a tener un hijo que no desea y muchísima más gente, incluso, está de acuerdo en que el momento de la muerte no se elige. ¿Por qué no? ¿Por qué nos empeñamos en que alguien que quiere morir nos dé explicaciones íntimas sobre su decisión y somos los demás -la sociedad- quienes decidimos por él o ella? ¿De verdad no somos capaces de empatizar con otras personas y darnos cuenta de que, aunque a nosotros no nos atraiga la idea de morir en este momento, hay otros que sí lo desean y tienen que esforzarse muchísimo para encontrar una manera de hacerlo? ¿Nunca han pensado quienes leen este artículo cómo lo harían si quisieran o tuvieran que hacerlo?
Arriesgándome a una apuesta, aunque no soy yo propensa a apostar, diría que más de un noventa por ciento de quienes leen esto, dirían: “me gustaría morir de forma rápida y sin dolor.” Doy espacio a quienes prefieren una muerte lenta y dolorosa, pero creo que en ese diez por ciento caben holgadamente.
¿No sería mucho mejor para todos que cada ciudadano pudiera ir a una farmacia en el momento que quisiera y le dieran un fármaco con el que pudiese despedirse de la vida sin dolor y con rapidez? A su ritmo, cuando lo deseara, solo o en compañía de sus seres queridos, sin que nadie tuviera que arriesgar su conciencia e incluso su libertad (porque ayudar a morir es todavía delito y comporta pena de cárcel)?
Tengo costumbre de imaginar futuros distópicos y a veces pienso que todo esto llegará cuando los gobiernos de nuestros países tan desarrollados y capitalistas se den cuenta de lo carísimas que salen las pensiones, los geriátricos, los tratamientos paliativos, los hospicios para enfermos terminales, las residencias para pacientes de Alzheimer… y empiecen a hacer leyes para que todos ellos puedan “dejar de sufrir”, pero naturalmente, obligando desde la Administración, según criterios impuestos, eliminando la libertad de los ciudadanos.
Lógicamente, no es esa mi esperanza ni es eso lo que deseo. Yo, lo que quisiera es que la muerte que me corresponde fuera una elección consciente; quisiera tener el derecho legal a marcharme cuando yo lo decida, sin que nadie tenga que evaluar mi estado de ánimo o de salud, sin que me digan que digo tonterías y que la vida siempre vale la pena, incluso cuando el dolor te enloquece (el dolor físico o psíquico) o cuando no te reconoces en los espejos ni sabes quién es esa mujer que te visita con frecuencia, aunque sea tu hija. No quiero que nadie me diga lo que debo sentir y querer. Quiero ser adulta y libre hasta el final de mi existencia.