‘La larga marcha’, una adaptación contundente pero muy irregular de una de las novelas más aterradoras de Stephen King

‘La larga marcha’, una adaptación contundente pero muy irregular de una de las novelas más aterradoras de Stephen King

Tras años trabajando en la saga de ‘Los juegos del hambre’, el director Francis Lawrence acude al que bien pudiera ser el texto fundacional de las distopías ‘young adult’

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Al poco de ser elegido presidente, J.F. Kennedy sugirió que los chavales de EEUU debían caminar un poco más. Que no debían ser sedentarios, que había que cuidarse de todas esas comodidades modernas que “alejan a los jóvenes de una saludable actividad física”. Así lo sostenía en un artículo de Sports Illustrated a finales de 1960, animando a la juventud a que echara a andar. Sus palabras motivaron la organización de los maratones de la Kennedy March, toda vez que inspiraban la inquietud de un jovencísimo Stephen King. Cuando el país ya llevaba un lustro embarcado en la guerra de Vietnam, el escritor de Maine se puso a asociar ideas. Así nació La larga marcha.

Entonces King escribía con un ímpetu así como sociológico. Los textos de esa época se alejan de la fantasía y el terror sobrenatural y están más interesados en el realismo o la ciencia ficción. Buena parte de lo que escribió entonces no llegaría a las librerías hasta que el novelista hubiera triunfado con Carrie a mediados de los 70. La larga marcha, así las cosas, solo pudo ver la luz en 1979, cuando la guerra de Vietnam ya había concluido y los editores de King temían sobrecargar el mercado con la imposible cantidad de material que este tenía por publicar. Puesto que La larga marcha y aquellos otros escritos pertenecían a un King distinto, más joven y airado, se probó a hacer un experimento.

La larga marcha fue publicada, al fin, con el nombre de Richard Bachman. Un seudónimo de King con el que los editores decidieron publicar aquellas primeras narraciones, y con el que el público conocería una voz nueva: más crítica con su tiempo, menos escapista. “Aquellos libros no eran propiamente libros de Bachman porque aún no lo habíamos inventado, pero sí venían de un cierto estado mental de Bachman: rabia, frustración, desesperación a fuego lento”, escribió King años más tarde en el prólogo a la antología The Bachman’s Books. Una vez habían salido al mercado hasta cuatro novelas más con esa firma, y algún lector espabilado ya había podido descubrirle. 

El experimento de Bachman apenas duró siete años, aunque a él le debemos algunas de las historias más impactantes de la extensa obra de King. Todas caracterizadas por una gran preocupación hacia los EEUU de su tiempo y unos protagonistas desesperados, sin posibilidad de vivir decentemente en una sociedad derrumbada. No deja de ser sintomático, entonces, que hoy dos adaptaciones de Richard Bachman lleguen a los cines españoles con una semana de diferencia, desviándose de la acostumbrada afloración de audiovisual basado en King. Tras el estreno de La vida de Chuck y una precuela de It en HBO, le toca el turno a The Running Man y, claro está, a La larga marcha.

Los juegos del hambre, del calamar y del caminar

The Running Man está dirigida por Edgar Wright basándose en El fugitivo, habiendo sido adaptada previamente en los años 80 con una película de Arnold Schwarzenegger. Los rasgos en común de su argumento con el de La larga marcha son bastante destacables. Ambos se ambientan en unos EEUU distópicos donde las apreturas económicas de la población mueven a que sus estamentos más bajos se sometan a brutales concursos televisados. Como podemos suponer solo con reparar en algo como El juego del calamar, hablamos de planteamientos tremendamente influyentes. 

Con La larga marcha ocurre algo más, sin embargo. Algo que le convierte en totalmente pionera y es que sus protagonistas, los pobres concursantes del reality show de turno, sean jóvenes. Chavales que apenas alcanzan los 18 años, inmersos en una prueba de resistencia inhumana como reflejo siniestrísimo de la Kennedy March: simplemente han de caminar a un ritmo regular durante un tiempo indefinido. Si bajan el ritmo estipulado van recibiendo avisos, y al recibir tres son asesinados por los supervisores del juego. Gana quien sobrevive, así de fácil. No hay línea de meta.

Tomando asimismo como referente el relato más conocido de una de sus autoras de cabecera —La lotería, de Shirley Jackson—, King planteaba un universo alternativo donde los jóvenes se encaminaban al matadero como ominosa ilustración de un país con el futuro cancelado: un país que en la vida real, a fin de cuentas, ya había sido capaz de enviar a sus jóvenes a luchar a guerras sin sentido con promesas vacías de gloria y fortuna. El acierto de King estuvo en plantear que una distopía sería más impactante cuanto más vulnerables e inocentes fueran sus protagonistas, expresando con su sufrimiento el fracaso social. Nació, entonces, el young adult distópico.


Fotograma de ‘La larga marcha’

Hay una línea directa entre la publicación de La larga marcha, el estreno de la película japonesa Battle Royale en el año 2000 y, un poco más tarde, la afloración de ficciones adscritas al subgénero. La concatenación del 11S con la Gran Recesión —es decir, con un capitalismo occidental que ya no puede garantizar el Estado de Bienestar— late en el corazón de los libros de Los juegos del hambre, de Suzanne Collins, en tanto a los descendientes más audaces de La larga marcha. En Los juegos del hambre nos reencontramos con un concurso monstruoso organizado por las élites para subyugar a las clases populares y mantener el control a través del miedo y el espectáculo. 

Junto a Los juegos del hambre se han dado otros fenómenos como Divergente o El corredor del laberinto. Pero es Los juegos del hambre lo que nos interesa, dado que hoy mantiene su popularidad intacta —ahora mismo está en marcha una continuación de La balada de pájaros cantores y serpientes, la estupenda precuela que volvió a adaptar a Collins en 2023— y tiene una conexión directa con la película de La larga marcha. Pues es Francis Lawrence quien dirige el filme auspiciado por Lionsgate: mismo director y productora que la saga Los juegos del hambre.

Lawrence, que ha dirigido la mayoría de las películas de Los juegos del hambre, está perfectamente familiarizado con el material. Y es su labor de hecho uno de los puntos fuertes de La larga marcha. Con una realización muy solvente, sin grandes abalorios, que mantiene en todo momento la intensidad de la acción y brilla sobre todo al coordinar el trabajo actoral. Cooper Hoffman (hijo de Philip Seymour Hoffman que ya demostró el valor de la herencia en Licorice Pizza) y David Jonsson (Alien: Romulus) encabezan eficazmente en La larga marcha, aunque todo el reparto juvenil está muy entonado y se sirve de personajes lo bastante matizados como para que, según vayan por el camino, la experiencia sea más y más desasosegante.

Un paseo con altibajos

Aunque el guion haga un buen trabajo con el retrato de los protagonistas —quedándose cerca de la consumada habilidad de King para lograr que sus víctimas nos importen—, no se puede decir que al final sea lo mejor de La larga marcha. Un problema notable de cara a adaptar la novela original era su minimalismo: la trama se reduce a los pasos de estos concursantes y a que vayan pereciendo uno a uno. Cruzándose naturalmente diálogos sobre lo que va ocurriendo, sostenidos entre los personajes centrales de Ray Garraty y Peter McVries (Hoffman y Jonsson), pero sin apartarnos de ese núcleo opresivo, con muy pocas explicaciones sobre lo que ocurre más allá de la marcha.


Mark Hamill resulta ser el militar que supervisa la marcha

King, naturalmente, quería ser evocador. Permitir, en los años 70, que el lector asociara en la medida que quisiera los horrores de la novela con su realidad colindante. Lo que más sorprende en ese sentido de La larga marcha, por encima de las demás novelas de King —y siendo algo más o menos habitual en los libros publicados bajo el seudónimo de Bachman—, es su aspereza. No hay detalles superfluos, ninguna racionalización exterior a los personajes. Solo están ellos y la carretera, y una sucesión de ejecuciones despiadadas que en el cine han sido retratadas sin ahorrar gore

Partir de un planteamiento así de estricto podría entrañar problemas. Quizá por eso La larga marcha, pese a ser una de las novelas más unánimemente alabadas de King, haya tardado tanto en saltar a la gran pantalla. Mediando la escritura de J.T. Mollner —cineasta independiente que alcanzó cierta notoriedad en los mentideros del terror el año pasado gracias a dirigir un film tan execrable como Strange Darling—, no se puede decir que lo haya hecho plenamente con fortuna. Pues La larga marcha empieza muy bien y es en todo momento entretenidísima —a ratos, apasionante—, hasta que el libreto de Mollner empieza a revelar sus carencias.

Curiosamente, Mollner no naufraga al ceñirse a aquel escueto planteamiento de King, sino a la hora de edificar alrededor. Es obvio a todas luces que La larga marcha resuena igual de bien en los años 70 que en nuestra época —sobre todo remitiéndose a la deriva autoritaria de los EEUU de Donald Trump y al sofocante clima de pesadumbre global, con una juventud más desamparada que nunca—, y el guion de Mollner hace bien en no cargar las tintas con eso. Deja que el mundo real resuene tranquilamente en el esquema de King, solo que además se ve en la necesidad de que los personajes se marquen reflexiones existenciales y aludan a la necesidad de hacer algo para cambiar su mundo.

Es entonces cuando la escritura de Mollner incorpora comentarios sobre la supuesta deshumanización a la que aboca la venganza —sin percatarse de que, en un mundo como el que retrata La larga marcha, resulta una postura pedestre y conservadora— y sobre el sentido de la vida, a tenor de la necesidad de “ver la luz en la oscuridad” y otras lindezas similares en el marco de unos diálogos que van siendo más explícitos e idiotas a cada minuto que pasa. Hasta que Mollner resuelve cambiar además el agreste final de la novela de King, de una forma inmensamente chapucera, y termina echando por tierra los logros indudables de la adaptación. 

La larga marcha ablanda un texto de relevancia inagotable, uno de los artefactos más urgentes y punk que generó la cultura popular de los 70. Es lamentable que esto ocurra en un momento histórico como el nuestro —cuando más necesitamos la rabia de King—, pero al menos quizá sirva para replantearnos la lucidez del young adult distópico. Ese subgénero capitaneado por Los juegos del hambre —una saga, pese a su público objetivo, felizmente carente del infantilismo de La larga marcha—, que nunca ha dejado de entregar claves para superar nuestro presente.