Medio siglo sin Franco: la libertad amenazada por la banalización del pasado
La banalización del franquismo se ha sofisticado. Ya no se expresa en panfletos y tertulias; circula en vídeos de treinta segundos, memes y clips compartidos miles de veces
Cincuenta años después de la muerte de Franco, España celebra medio siglo de libertad, pero la sombra del franquismo sigue dejando huella en la democracia española. No se manifiesta ya en los despachos y en los uniformes; hoy se filtra de manera más sutil, en las redes sociales, en los discursos rebeldes y en los rincones digitales donde la historia se reescribe con ironía y desprecio.
Se suele decir que el franquismo murió con el dictador. Pero muchas de sus inercias –su concepción de la autoridad, del orden y de la nación– han sobrevivido bajo otras formas. El llamado “franquismo sociológico” no es nostalgia: es un modo de pensar que nunca fue desmontado del todo y que se ha adaptado a los tiempos. Hoy encuentra su vehículo en la ultraderecha digital y en ciertos sectores de la política contemporánea. Formaciones como Vox no son copias exactas del franquismo, sino sus herederos culturales, capaces de transformar un autoritarismo histórico en estética antisistema. Palabras que antes eran insultos, como “facha”, se resignifican como emblemas de rebeldía frente a la democracia, sobre todo entre jóvenes que no vivieron la dictadura y cuya educación cívica ha sido insuficiente.
Los datos del CIS de octubre son reveladores: un 19% de los jóvenes considera que el franquismo fue “bueno”, y el porcentaje sube al 21,3% en la población general. Sin embargo, el 65,5% valora los años de la dictadura como “malos o muy malos”. Son cifras que deberían sacudir a una sociedad que presume de haber cerrado su pasado: la memoria histórica no puede depender solo de actos institucionales ni de conmemoraciones, sino de pedagogía activa y de un relato que se renueve constantemente.
La banalización del franquismo se ha sofisticado. Ya no se expresa en panfletos y tertulias; circula en vídeos de treinta segundos, memes y clips compartidos miles de veces. La dictadura se trivializa y se transforma en un pasado de “orden y prosperidad” frente al caos contemporáneo. La extrema derecha ha comprendido que la batalla por la memoria ya no se gana con discursos solemnes, sino con likes y compartidos: es la guerra de la historia convertida en algoritmo.
Detrás de esta estrategia hay un trabajo cuidadoso sobre emociones y narrativas. Palabras como “seguridad”, “unidad” o “patria” activan sentimientos que estructuran un pensamiento autoritario incluso en quienes nunca vivieron la dictadura. La democracia, confiada en su legitimidad histórica, se encuentra desarmada en el terreno del relato. Así surge la “Generación neoautoritaria 2.0”: varones menores de 24 años que perciben a Franco no como dictador asesino, sino como víctima de un sistema del que desconfían. La reivindicación de ese pasado se transforma en una expresión de rechazo posmoderna, irónica y viral.
Este método se refleja de manera inquietante en el contexto internacional. En Polonia, la ley mordaza de 2018 persiguió a historiadores que cuestionaban la versión oficial sobre el exterminio judío, atribuyendo a los nazis la totalidad de la culpa y exonerando a los polacos. En Hungría, Orbán ha reivindicado la memoria del almirante Miklós Horthy, presentando a los húngaros como víctimas y héroes, mientras los alemanes son señalados como únicos culpables del Holocausto.
Italia ofrece otro ejemplo reciente de pragmatismo neofascista: la propuesta de Meloni de cambiar la fecha del Día Nacional para sustituir la celebración de la victoria antifascista por un símbolo de unidad, y los comentarios de su ministra Eugenia Maria Roccella cuestionando visitas escolares a Auschwitz. Estos casos muestran que la reinterpretación y la banalización de pasados autoritarios no son un problema exclusivo de España: es un patrón internacional de las extremas derechas contemporáneas, que buscan suavizar culpabilidades y resignificar dictadores como héroes o víctimas.
En España, esa táctica encuentra terreno fértil en la combinación entre franquismo sociológico, cultura digital y ausencia de pedagogía activa en medios y redes. La banalización del franquismo no es solo cosa de nostálgicos: es un problema estructural, un riesgo para generaciones que aprenden la historia a través de formatos virales y no del análisis riguroso. La extrema derecha ha aprendido a vestir el autoritarismo con ironía, rebeldía y posverdad, transformando su discurso para calar entre adolescentes desconfiados del sistema. El peligro no está en la nostalgia de unos pocos, sino en que la democracia se perciba como un lujo prescindible, una formalidad histórica sin relevancia inmediata.
Franco fue un dictador que reprimió, asesinó y sometió a generaciones enteras bajo un régimen de miedo y obediencia. Su legado, sin embargo, no se limita a su época; pervive en mentalidades autoritarias que buscan legitimarse con humor, memes y posverdad. La batalla histórica se ha convertido en una lucha por la narrativa y las emociones: explicar los hechos ya no basta si no se compite en el terreno afectivo donde se forman las nuevas generaciones.
Medio siglo después de su muerte, España celebra la libertad, pero debe asumir que la democracia no es un estado garantizado, sino un compromiso diario. El franquismo no ha regresado formalmente, pero su sombra cultural sigue activa, igual que el revisionismo autoritario en Polonia, Hungría o Italia.
La pregunta esencial es si seremos capaces de hacer que la democracia resulte tan atractiva, comprensible y cercana como los contenidos que hoy difunden los herederos del franquismo, o si permitiremos que medio siglo de libertades se reduzca a una anécdota mal entendida por quienes deberían defenderla. La respuesta marcará no solo cómo recordamos el pasado, sino también cómo vivimos el presente y construimos el futuro.