Un juicio que nunca se debió celebrar

Un juicio que nunca se debió celebrar

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¿Cómo salir de este atolladero? ¿Cómo cerrar la enorme herida que la propia Justicia se ha hecho a sí misma con este escandaloso proceso penal?

El Tribunal Supremo ha concluido el juicio contra el fiscal general sin encontrar las pruebas que buscaba. Más bien al contrario. Los testimonios de varios periodistas acreditan que ese secreto que le acusan de haber revelado circulaba por cinco redacciones de Madrid mucho antes de que lo conociera Álvaro García Ortiz. 

No es siquiera una novedad. Todo esto ya había quedado claro durante la instrucción. Y si hoy estamos aquí, con este papelón, es por la cuestionable decisión de los tres jueces que, con sospechas endebles, decidieron sentar en el banquillo al fiscal general: Ángel Hurtado, Julián Sánchez Melgar y Eduardo de Porres.

Son tres jueces con nexos muy llamativos con la derecha. Uno quiso absolver al PP de la Gürtel. Otro fue nombrado fiscal general por el PP. Y el tercero, también conservador, tiene a media familia militando en el Partido Popular.

Todo de lo más normal.

Ángel Hurtado, el instructor. El único juez del tribunal de la Gürtel que se opuso a que el PP fuera condenado a título lucrativo. El único que se opuso a que M. Rajoy fuera citado como testigo a declarar. Fue también quien se ocupó de evitar las preguntas más incómodas para el presidente del PP. Quien más tarde decidió que la mujer de Luis Bárcenas, tras su primera condena en la Audiencia Nacional, no tuviera que entrar a prisión. 

Dos años después de su papel estelar en la Gürtel, el CGPJ de mayoría conservadora –y con su mandato caducado– le nombró para el Tribunal Supremo. 

Julián Sánchez Melgar, uno de los tres jueces de la Sala de Apelaciones del Supremo que avaló el procesamiento de Álvaro García Ortiz. También es conservador. Llegó al Supremo en enero de 2000, elegido por otro CGPJ con mayoría de derechas. Tenía solo 44 años y venía de presidir la Audiencia Provincial de Ávila –Ángel Acebes, antes alcalde de esa ciudad, fue su principal valedor–. Fue el ponente de la doctrina Parot, que fue anulada en 2013 por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. A pesar de ese revés, en 2017 fue nombrado fiscal general del Estado por Mariano Rajoy.

Eduardo de Porres es el tercero de los jueces del Supremo que han sentado en el banquillo al fiscal general –confirmó el procesamiento desde la Sala de Apelaciones–. Es también conservador, de la APM. Fue nombrado para el Supremo en 2018, por el CGPJ nacido de la mayoría absoluta de Rajoy. Fue el ponente de la sentencia de los ERE, anulada parcialmente por el Tribunal Constitucional. Y su mujer y su hijo militan en el Partido Popular.

En 2022, cuando se supo de la militancia del PP de la familia de este juez, De Porres anunció que su mujer se daría de baja. Pero tras ese anuncio, ella ha seguido haciendo campaña por el PP. Aparece en varias fotos oficiales junto a los líderes del partido en Madrid, Alfonso Serrano e Isabel Díaz Ayuso. La misma Ayuso cuya pareja acusa al fiscal general. 

Además de Javier Sánchez Melgar y Eduardo de Porres, en esa Sala de Apelaciones que confirmó la apertura del juicio oral contra el fiscal general había otro juez más: Andrés Palomo. Es también conservador, como la mayoría de los jueces del Supremo. Pero Palomo sí dijo, alto y claro, lo que muchos pensamos sobre este proceso penal. Un sólido voto particular donde este magistrado argumentó que no había pruebas suficientes para encausar al fiscal general.

Palomo desmontó uno por uno los supuestos “indicios” del instructor: recordó que el correo filtrado llevaba días circulando por varias redacciones, que el borrado del móvil no constituye prueba alguna, y que su teléfono contenía comunicaciones institucionales muy sensibles. Incluso sin contener prueba alguna contra él, si no lo hubiera borrado, habría sido “prácticamente inviable sobrepasar indemne el escrutinio público” de sus mensajes, argumentó este juez. 

A juicio de Palomo, no se le puede pedir a un acusado que “acredite su inocencia”: “El derecho penal de autor no tiene respaldo constitucional”. No había indicios suficientes para llevar a juicio al fiscal general.

No había pruebas entonces. Sigue sin haberlas hoy. Y es también muy preocupante la forma de investigar de la UCO, la Unidad Central Operativa de la Guardia Civil. La manera de manipular unos mensajes de whatsapp, la forma de recortar una conversación para que dijera lo que no decía. Por menos que esto, ha tenido que dimitir el director de la BBC.

A ojos del jefe de la unidad de delitos económicos de la UCO, el teniente coronel Antonio Balas, el fiscal general es culpable porque tuvo “dominio de hecho a todos los niveles”. Su argumento es peculiar: como la Fiscalía es jerárquica, y todos los documentos filtrados estaban allí, el responsable solo puede ser el jefe: el fiscal general. 

Siguiendo esta misma lógica, como la Guardia Civil es también jerárquica, Antonio Balas sería el responsable directo de todos los informes de la UCO que se han filtrado e hizo su unidad. Entre otros, –qué ironía– la propia investigación contra el fiscal general. 

El teniente coronel Balas tampoco quiso investigar a ningún otro sospechoso que no fuera el fiscal general. A pesar de que ese famoso correo estuvo al alcance de varios centenares de personas, descartaron cualquier otra posibilidad. “Eso habría sido una investigación prospectiva”, defendió Balas ante el tribunal –lo que generó carcajadas en parte del público presente en la sala–. Y es que es justo al contrario. Se investigaba un presunto delito, la filtración del correo. Pero la Guardia Civil y el juez instructor desecharon cualquier otra hipótesis que no pasara por el fiscal general. 

¿Y ahora? ¿Qué hará el Tribunal Supremo? Aún es una incógnita, y el hecho de que –pese a la falta de pruebas– todos dudemos de cuál puede ser la sentencia dice mucho, y nada bueno, sobre la confianza en la Justicia y su falta de previsibilidad. Según distintas fuentes, el tribunal planea encerrarse lo antes posible para deliberar. Quieren que la sentencia llegue pronto. Dudo muchísimo que vaya a ser por unanimidad. 

Entre los siete jueces que sentenciarán al fiscal general, la derecha vuelve a tener una mayoría abrumadora. De los siete, solo dos son progresistas. Es siempre así en el Supremo, un tribunal sesgado hacia la derecha. A la cúpula de la justicia española solo se asciende con el nombramiento del CGPJ y la estrategia de décadas del PP –bloquear la renovación de este consejo cada vez que pierden las elecciones– ha sido muy eficaz.

Es llamativo que las acusaciones hayan recuperado un asunto que se veía como superado: el de la nota de prensa que publicó la Fiscalía el 14 de marzo sobre este asunto. 

El fiscal general siempre se ha hecho responsable de ella, desde el primer momento. Fue la vía que usó el TSJ de Madrid para pedir al Supremo su imputación. Pero cuando el Supremo abrió la investigación, dejó de un lado este tema al considerar que el contenido de esa nota ya no era ningún secreto: cuando se difundió, ya estaba toda la información publicada en varios medios. Tampoco el juez Hurtado, durante su instrucción, puso mayor interés en profundizar en este asunto. 

Que las acusaciones hayan vuelto a incidir en esa nota de prensa, durante el tramo final del juicio, demuestra su frustración. No han encontrado nada mejor a lo que aferrarse. Y sería escandaloso que, tras decir que allí no había secreto alguno, el Tribunal Supremo use ahora esa nota de prensa para condenar al fiscal general. Porque son exactamente los mismos jueces: los cinco magistrados que firmaron la admisión a trámite, donde se restaba importancia a esa nota de prensa, hoy forman parte del tribunal que juzga al fiscal general.

Sea cual sea la sentencia, hay algo seguro: llegará antes que el propio juicio contra Alberto González Amador. Esa víctima de “todos los poderes del Estado” que cobró dos millones de euros en comisiones por material sanitario en lo peor de la pandemia; que presuntamente pagó una mordida de medio millón a su compadre de Quirón; que defraudó 350.951 euros a Hacienda; y que después invirtió buena parte de ese dinero en dos casas de lujo. Una en propiedad. Otra en un curioso régimen de alquiler con opción a compra, donde el casero es su propio abogado. 

Dos viviendas donde hoy disfruta de la vida, junto a la presidenta de la Comunidad de Madrid, mientras el fiscal general se juega ir a la cárcel por un secreto que nunca fue tal.