Esa cosita estúpida llamada verdad
Al parecer, en España, la mentira se agradece y refuerza tu credibilidad. Reconocer que mientes te hace creíble y, de regalo, invierte la carga de la prueba
Hay tantas cuestiones a juicio en el proceso contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, que resulta fácil perder la cuenta. Que si se trata de saber qué es secreto y qué no; que si va de determinar si hay o no duda razonable, que si la cuestión reside en demostrar que lo filtró, no si pudo haberlo filtrado junto con otras seiscientas personas con idéntica oportunidad; que si el Tribunal Supremo debía haber procesado y tal vez condenar a una alta autoridad del Estado sin una sola prueba directa o testigo de cargo del presunto delito; que si se puede condenar o no con pruebas indiciarias o “periféricas”, como se dice ahora que vivimos unos tiempos jurídicos tan creativos; que si la fiscalía es un órgano jerárquico y, por tanto, en todo cuanto allí suceda el fiscal general tiene “el dominio de la acción” —otro rutilante y novedoso concepto jurídico aportado por la UCO—; que si en tiempos de la IA en la UCO todavía ignoran cómo hacer una descarga selectiva de archivos y por eso hace un registro prospectivo “por imperativos técnicos” —la capacidad de innovación, como ven, se antoja exuberante—, mientras reconocen que no sabían qué estaban buscando —a ver si fue ese el problema, no la informática—; que cómo es y cómo funciona el periodismo; que donde residen los límites del secreto profesional… Hay tanto donde elegir y a tan buen precio que casi parece un Black Friday penal.
Entre todas una destaca especialmente: la siempre peliaguda cuestión de la verdad y los hechos. Por la sala segunda del Tribunal Supremo hemos visto desfilar a dos grandes grupos de testigos y juristas. A un lado los testigos y juristas a quienes la cuestión de la verdad les parece accesoria y los hechos una molestia; como fue el caso del decano del colegio de los abogados de Madrid, Eugenio Ribón más preocupado por el derecho de defensa que por uso de la calumnia para abusar precisamente de ese derecho; o la fiscal superior de Madrid, Almudena Lastra, más preocupada por el dolor de su alma que por restaurar el buen nombre de la institución donde trabaja.
Esa misma verdad que no les obliga porque la mentira representa un recurso legitimado por la ventaja que pueda proporcionar frente al adversario, como ha reconocido Miguel Ángel Rodríguez, jefe de gabinete de Alberto González Amador pagado por los madrileños a escote.
Al otro lado se han situado juristas y testigos que han declarado sobre unos hechos de los que fueron testigos directos y protagonistas. Lo han hecho sin contradicciones y sin vacilaciones bajo promesa o juramento de decir la verdad. Respondiendo sí o no a preguntas directas. Ni han disculpado ni justificado sus conductas. Muchos menos han declarado no ser notarios ni sentirse liberados de respetar la verdad. Pero, al parecer, son ellos quienes habían de acreditar la veracidad de su testimonio; no quien debería llevar el peso de la acusación. “Si dice usted la verdad no le importará demostrarlo” es la nueva tendencia penal en España. “Que lo demuestren ellos”, proclamaron en las conclusiones unas entusiasmadas acusaciones.
Escuchar al abogado de jefe de MAR, Gabriel Rodríguez Ramos, exigir a un testigo que demuestre que dice la verdad ha sucedido ante nosotros como si fuera lo normal en un proceso penal; también ante el tribunal que, al parecer, no tenía nada que decir; ni siquiera Manuel Marchena, tan dispuesto a dar clases públicas de derecho penal a testigos y abogados durante el juicio de Procés. Una exigencia de prueba que han repetido y aplaudido no pocos compañeros de profesión de los testigos periodistas, reclamándoles que presenten las comunicaciones que acreditan sus testimonios y usando esa exigencia como prueba en su contra. MAR tiene tantos fans que algunos, incluso, llevados por la devoción a la mentira, han proclamado que ellos habrían mentido para proteger al fiscal y esa sería la prueba definitiva de que los demás mienten
Hemos escuchado a MAR reconocer que se inventó las presiones de la fiscalía para retirar el supuesto amaño con su jefe, el novio de su jefa; pero no hemos oído, en cambio, a nadie reclamar que lo demuestre para evitar concluir lo contrario: que sabía perfectamente que el amaño no lo había propuesto la fiscalía y que las presiones únicamente eran producto de su estrategia.
Hemos visto a su jefe, Alberto “Quirón” declarar que no había sido informado del envío del famoso email; pero nadie le ha pedido, en cambio, que lo demuestre y no llegar así a la conclusión de que podría haberlo filtrado él mismo, o su empleado pagado por la comunidad de Madrid, o sus abogados; quien sabe si con la intención de probar a forzar la nulidad del proceso contra el presunto defraudador.
Al parecer, en España, la mentira se agradece y refuerza tu credibilidad. Reconocer que mientes te hace fiable y, de regalo, invierte la carga de la prueba. Decir la verdad te convierte en un mentiroso y te carga con el peso de la prueba. En España la verdad no te hace libre, te complica la vida.