Vivienda: no abandonar toda esperanza
Hace tiempo que abandonamos toda esperanza de que ni este ni ningún gobierno puedan hacer frente a la emergencia de vivienda, y en ese fatalismo nos instalamos y hasta nos acomodamos: nada que hacer, no hay solución posible, sálvese quien pueda. La vivienda como un accidente natural, un fenómeno meteorológico. O peor aún: una maldición, la maldición española. Y claro que tiene solución
Ninguna semana sin que una estadística nos recuerde que vivimos no una crisis sino una emergencia de vivienda: este domingo, el dato de cómo el precio de la vivienda ha subido más de un 40% en diez años, con incrementos muy superiores en algunas comunidades. Otras semanas el dato infausto lo pondrán los alquileres en máximos históricos, la tasa bajísima de emancipación, el número de familias con dificultades, el aumento de la pobreza entre los inquilinos…
Ninguna semana sin recordatorio de cuál es el primer problema hoy de España; ninguna semana sin que el gobierno central ni las comunidades lo aborden de una vez; ninguna semana sin que nos venza el derrotismo: “abandonad toda esperanza”, como la archiconocida inscripción sobre la puerta del Infierno según Dante. Hace tiempo que abandonamos toda esperanza de que ni este ni ningún gobierno puedan hacer frente a la emergencia de vivienda, y en ese fatalismo nos instalamos y hasta nos acomodamos: nada que hacer, no hay solución posible, sálvese quien pueda. La vivienda como un accidente natural, un fenómeno meteorológico. O peor aún: una maldición, la maldición española.
Con ese ánimo derrotista abordé la lectura de Casas, el libro que José Manuel López Rodrigo acaba de publicar y que promete “propuestas realistas”. Ya, claro. Otro con “propuestas realistas”. Como los expertos que salen en la tele, como los muchos libros sobre el problema, como los programas electorales, todos llenos de “propuestas realistas”: construir no sé cuántas mil viviendas, copiar el modelo austríaco, liberalizar más, intervenir más, volver al franquismo…, será por propuestas.
No es el caso de este libro, que desde ahora mismo os recomiendo leer, sobre todo si sois ministras de Vivienda o presidentes de algún gobierno, central o autonómico. Pero también si sois simples propietarios, inquilinos, familias angustiadas, padres preocupados por el futuro de sus hijos, jóvenes incapaces de emanciparse, divorciados empobrecidos, o ciudadanos que hoy no sufren el problema pero empatizan con quienes lo padecen alrededor. Porque la vivienda es cosa de presidentes y ministras, pero también tuya y mía. Tarea colectiva. Una misión de país.
López Rodrigo no propone en abstracto construir más casas, poner en el mercado las vacías o rehabilitar las viejas: echa cuentas, cuántas existen de cada tipo, cuántas necesitamos, qué opciones, en qué plazo, cuántas anualmente en la próxima década, teniendo en cuenta las condiciones de partida pero también las esperadas a futuro, lo mismo económicas que demográficas o ambientales. Todo muy clarito porque, como repite varias veces, la vivienda es un problema complejo pero no complicado.
Si propone “recrecer” algunos edificios añadiendo nuevas plantas construidas en madera, no lo hace como una ocurrencia genérica, sino que calcula cuánta madera se necesita, a qué precio el metro cúbico, cuántas hectáreas de árboles… Si propone una agencia pública de alquiler, detalla cómo montarla, con qué competencias, cómo funcionaría… Con sencillez, sin abusar de tecnicismos, pues tras la concreción hay un aliento común que no habla solo de vivienda sino de en qué país queremos pasar las próximas décadas, y una apuesta radical por la esperanza frente al fatalismo.
No sé si servirá para resolver la crisis de vivienda, pero a mí me ha servido para no abandonar toda esperanza: claro que tiene solución, claro que no es irresoluble, claro que depende de la voluntad política pero también del esfuerzo colectivo. Y eso es importante, porque cambia la narrativa: nos sacudimos el derrotismo desde el momento en que sabemos que hay soluciones, que dependen también de nosotros, y que podemos exigírselas a quienes tienen en su mano aplicarlas, empezando por presidentes y ministras. Por ahora yo les exigiría que leyeran este libro tan necesario y urgente.