Franquismo, una historia de mentiras
La España que emergió de la transición no se entiende sin estudiar a Franco. Ni se entienden los partidos políticos españoles, ni los nacionalismos, ni el Estado de las Autonomías, ni la monarquía, ni muchas otras estructuras del Estado. Han pasado 50 años. Ya se le puede estudiar
El PP y la larga sombra de Franco
Han pasado cincuenta años desde que el dictador Francisco Franco, después de tan larga y esperpéntica agonía, murió en una cama del Hospital de la Paz de Madrid. La hora oficial de su muerte fue a las 05.25 del día 20 de noviembre de 1975. Como en tantas otras cosas, el dictador murió con una mentira.
Franco había dejado de respirar por lo menos tres horas antes. Hay quien cree que murió en la noche del día 19. El médico que le embalsamó, el doctor Antonio Piga, luego diría que a la una de la madrugada su equipo ya estaba trabajando con el cadáver frío.
No nos debemos sorprender por la mentirijilla final sobre la hora de su muerte. Los dictadores y sus secuaces son expertos en manipular verdades. El franquismo se había construido sobre una gran mentira: que los “rebeldes” de 1936 fueron los que defendieron la República y no los que se levantaron en armas contra un gobierno elegido en las urnas.
Ese control de lo que hoy día llamaríamos “el relato” fue una de las claves del éxito del régimen de Franco. No es por nada que una ley de guerra como la Ley de Prensa de 1938 no se cambió hasta el año 1966. Aquella ley de estilo totalitario estaba “inspirada en Goebbels”, según el concuñado de Franco, Ramón Serrano Suñer, arquitecto del primer franquismo.
Gracias a esta ley, la “realidad” percibida por los españoles durante tres décadas pudo ser manipulada de manera férrea. En esa realidad inventada, España era un país apacible donde no pasaba nada. Se silenciaban desde accidentes y desastres naturales hasta las detenciones y fusilamientos de dirigentes catalanistas o de la izquierda. Incluso las algaradas entre el público en las corridas de toros o una pelea en el campo de fútbol podían ser tachadas por el lápiz del censor.
De las hambrunas de los años 40, desde luego, no se dijo nada. Para saber la verdad, había que leer la correspondencia de los diplomáticos extranjeros. “En varias partes de España hay una hambruna total”, escribía el embajador de su aliado Adolf Hitler el 14 de noviembre de 1940. Los muertos de hambre yacían en las calles de Madrid, Sevilla o Málaga y el “glorioso” franquismo era todo fachada, se quejaba.
Lo sabía Franco, ya que en su gira triunfal por los pueblos de Málaga a Jaén en 1940 la gente hambrienta se acercaba a su coche. “Señor Franco, por Dios, un pedazo de pan, que tenemos hambre,” le decían, según su primo y ayudante de campo, Francisco Franco Salgado.
Y es que el resultado de la política de autarquía y de autoaislamiento de España impuesta por el ultranacionalista Franco fue el aumento brutal de la pobreza y las terribles hambrunas de los años 1940-41 y 1945-46 tan bien descritas en ‘La Hambruna Española’ del historiador Miguel Ángel del Arco Blanco.
La Ley de Prensa fue una ley “fascistizada”, como gusta decir a los historiadores. Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de la Falange, el franquismo no llegó nunca a ser una ideología política. Su propósito esencial era otro: conseguir la obediencia de los españoles y su apatía política a través de un sistema de control social y del relato.
Ese doble sistema de control se impondría en primer lugar en el espacio público. Los 20.000 fusilamientos de la posguerra y la aplicación de una legislación vengativa y retroactiva metió tal miedo en los españoles que apenas había quien, fuera de los maquis, se atrevía a levantar la voz. Fue lo que el historiador Paul Preston llamaría una temprana “inversión en terror”. La propaganda y el rígido sistema educativo bastaría para mantener ese control hasta la muerte del dictador, con la tortura, los estados excepción y las penas de muerte en los turbulentos años finales.
El sistema de control social llegaría asimismo al espacio privado, donde más lo sintieron las mujeres. Con la prohibición del divorcio y del matrimonio civil y con la estricta interpretación judicial de la patria potestad u el adulterio, las españolas fueron obligadas a volver a tiempos muy previos a la República, a ser casi propiedad de maridos o padres.
La falta de ideología no es un plus, aunque sí dotó al régimen de adaptabilidad y capacidad de supervivencia. Huelga decir que no sirvió de consuelo ni a los fusilados ni a los purgados.
La falta de ideología tampoco exime al dictador de su responsabilidad personal, ya que este proyecto social era un fiel reflejo de cómo Franco mismo deseaba que fuesen los hombres españoles y, más todavía, las mujeres españolas. El “hombre viril” franquista, estudiado con tanto acierto por Zira Box en ‘La Nación Viril’, también fue moldeado por la visión de Franco y de sus compañeros africanistas -aquellos militares colonialistas convencidos de tener una superioridad moral basada en su fetichismo casi samurai de la muerte gloriosa por la patria-.
Franco decía que solo respondería ante Dios y la historia. Pues cincuenta años son suficientes como para poder emitir un juicio final.
Hay grandes biografías del dictador, desde el magnum opus de Paul Preston hasta el más reciente de Julián Casanova y otras obras de historiadores españoles. Yo mismo he publicado este año un ensayo biográfico desde la perspectiva algo distante del hispanismo inglés. Incluso en los periódicos de derechas del Reino Unido y EEUU, las reseñas de ‘Franco: El dictador que moldeó un país’ (Editorial Debate) destacan tanto la crueldad y frialdad de Franco como su capacidad para mantenerse en el poder tantísimos años.
En el copista de Madrid donde imprimía los primeros borradores de aquel libro, el dueño no dejaba de insistir en que su padre decía haber vivido bien bajo el franquismo. Su padre, claramente, solo recordaba aquel boom económico que convirtió a España en una economía tigre durante los años 60.
Es cierto que para muchos españoles el pasar durante esos años de la pobreza a la luz eléctrica, la nevera, el televisor y el coche era dar pasos enormes. Pero la verdad es que, por decisión de Franco, España llegó tarde y mal a lo que ya era un boom suroccidental europeo.
El resultado global fue que tanto Italia como Portugal, las naciones al este y al oeste, aventajaron a la España franquista en crecimiento económico entre 1936 y 1975. El “gran éxito económico de Franco”, por lo tanto, queda como otro mito más. Ese éxito habría llegado antes y habría sido mayor sin el dictador.
En los últimos meses, mientras he estado promocionando la edición española de ‘Franco: El dictador que moldeó un país’, me he dado cuenta de que sigue habiendo un gran desconocimiento de quién ha sido -nos guste o no- la figura más importante de los últimos dos siglos de la historia de España. Incluso estudiantes universitarios me han explicado que en el bachillerato seguían sin enseñarles a fondo lo que fueron la guerra civil y el franquismo.
La verdad es que la España que emergió de la transición no se entiende sin estudiar a Franco. Ni se entienden los partidos políticos españoles, ni se entienden los nacionalismos, ni se entiende el Estado de las Autonomías, ni se entiende la monarquía, ni se entienden muchas otras estructuras del Estado. Han pasado 50 años. Ya se le puede estudiar. Y se debe.