Yo, el Supremo

Yo, el Supremo

El Tribunal Supremo ha demostrado como mínimo una profunda irresponsabilidad. Si la sentencia sobre el fiscal general en sí es terrible para el Estado de derecho, publicar solo el fallo es un cañonazo en la línea de flotación de la credibilidad de la justicia

Las falsedades de Ayuso tras la condena contra el fiscal general: de la “campaña organizada” al “ciudadano particular”

La famosa novela de Augusto Roa Bastos ‘Yo, el supremo’ es una de las mejores recreaciones literarias sobre el autoritarismo. Trata la historia de un dictador decimonónico que gastaba ese apodo, pero estos días resulta inevitable poner en relación la historia del autor paraguayo con la deriva de nuestro propio Tribunal Supremo. Cada vez más ciudadanos tienen la impresión de que en España se está imponiendo una juristocracia en el que nuestros destinos quedan en manos de la voluntad de un grupo de magistrados que se arroga un poder excesivo. 

La condena al fiscal general del Estado es en esencia un recordatorio de que el tribunal que la ha dictado se llama supremo no porque tenga la última palabra, sino porque se considera por encima del control de cualquier poder. La sentencia nonata cuyo fallo conocemos no se presenta ante la sociedad como un acto jurídico, sino de mera voluntad. Ni está dictada con las garantías legales ni tiene nada que ver con imponer el respeto a la ley. Es un mero ejercicio de poder por el que cinco jueces demuestran que son ellos los que deciden cuándo puede seguir en su cargo el fiscal general del Estado. Un aviso para cualquier otra autoridad democráticamente elegida que no sea del agrado de los responsables de impartir justicia. 

En efecto, la sentencia en sí no ha sido completamente publicada. Solo su parte decisoria. Algunos juristas honestos se resisten, por ello, a comentar el fallo. Son juristas que, sin duda, quieren creer en la ley y el sistema judicial. Tienen la fe en el sistema de la que parece carecer el propio Tribunal Supremo. La ausencia de motivación de la decisión no sólo vulnera la Constitución, que señala literalmente que “las sentencias serán motivadas”. También va contra la esencia misma de la más elemental lógica jurídica que un tribunal decida primero cómo va a resolver el caso y deje para después el cómo argumentarlo.

Un tribunal de justicia que hace público el fallo antes de haber siquiera redactado las razones jurídicas en que se basa despierta suspicacias. Muchos interpretarán comprensiblemente que basa sus decisiones en la conveniencia política y solo a posteriori busca cómo darles apariencia jurídica. Si había un caso en el que el Tribunal Supremo de España estaba obligado a demostrar que su decisión sobre la inocencia o la culpabilidad del acusado era el resultado de una operación jurídica y no de una operación política era este.

En el libro de Roa Bastos llega un momento en el que el autócrata ya no se preocupa por ocultar que su poder no es ni justo ni legítimo. No sabemos si nuestro más alto tribunal de justicia está ya en ese punto. Como mínimo ha demostrado una profunda irresponsabilidad.

Es difícil no pensar que el fallo publicado es una decisión política. La multa y los dos años de inhabilitación específica para su cargo son el tiempo justo para que el fiscal no entre en prisión, pero tenga que dejar de ser fiscal general del Estado por el resto de la legislatura. Uno podría pensar que los magistrados no se han pasado esta escasa semana debatiendo sobre cuestiones legales, sino sobre cómo conseguir echar al fiscal, sin que pueda volver a ser nombrado y sin imponer una pena tan dura como para provocar una rebelión entre los pocos jueces que no comparten la actuación de la Sala Segunda. Mucho tendrá que argumentar el Supremo para convencernos de que es el resultado de la fría y neutral aplicación de la ley.

Mientras esperamos a que alguien escriba una argumentación que le dé un mínimo de apariencia jurídica a todo esto, es posible imaginar por donde irá la sentencia. De una parte, porque todos hemos podido seguir día a día los detalles del juicio. De otra, porque al fiscal lo ha juzgado un tribunal contaminado que ya había validado las suposiciones del juez instructor. Así que es de prever que siga la línea marcada por este. Es muy probable que la principal prueba de cargo sea el borrado de los mensajes del fiscal. Algo que hizo antes de que nadie se los pidiera. Sustentar cualquier acusación en el hecho de que el acusado no ha dejado pruebas es una grosera vulneración del derecho constitucional a la presunción de inocencia. Considerar incriminatorio el hecho de no poder saber si los mensajes demuestran la culpabilidad o no es como utilizar para lo mismo la negativa a declarar. Una barbaridad que desafía la esencia misma del juicio penal.

Más allá, el fallo demuestra que el tribunal no ha dado ninguna veracidad al testimonio exculpatorio de la decena de periodistas que declararon que la filtración no les había llegado del fiscal general del Estado. En este punto el Tribunal Supremo tiene la más absoluta libertad para valorar la credibilidad o no de cualquier testimonio, siempre que lo justifique, cosa que se supone que está intentando hacer en estos momentos. Sin embargo, una duda que sobrevuela este convencimiento: caso de que uno de los periodistas hubiera reconocido en el juicio que efectivamente quien les envió el correo fue el fiscal general del Estado, ¿el tribunal tampoco le habría dado ninguna credibilidad a ese testimonio? Si el lector o la lectora piensan que el testimonio acusador de cualquier periodista sí hubiera servido como prueba de cargo para la condena, entonces estará pensando que el Supremo solo le da credibilidad a quien dice lo que quiere escuchar.

En fin, España parece cada vez más una juristocracia. El Tribunal Supremo lo mostró durante el procés, con el diputado Alberto Rodríguez, cuando se negó a aplicar la reforma del delito de malversación, cuando se negó a aplicar la ley de amnistía… y ha vuelto a hacerlo ahora. Quienes creemos en el derecho intentamos convencernos de que son casos puntuales y de que en general el sistema funciona. Sin embargo, empieza a identificarse una tendencia inquietante. Lo peor de todo es que los ciudadanos parecemos mucho más preocupados por la pérdida de confianza en la justicia de lo que lo está el Tribunal Supremo.