Un asunto menor
Ninguna sociedad totalitaria se basa en los desmanes de cuatro gatos, sino en la indignidad de decenas de miles
Hace diez días, leyendo la prensa de aquí y allá, me tope con una noticia de las que deberían quitar el sueño; por lo menos, a cualquiera que sepa algo de la lógica del poder, la condición humana y la avalancha que provocan siempre, inevitablemente, cuando se dedican a tirar piedras juntos. Lo primero que me vino a la cabeza fue Eichmann en Jerusalén, el conocido “estudio sobre la banalidad del mal” de Hannah Arendt; lo segundo, Kafka, por el lado de El proceso y, casi a la vez, en contraposición aparente con la gravedad del asunto, una afirmación que el grandísimo Dostoievski pone en boca de Satanás en las visiones de Iván Fiódorovich (Los hermanos Karamazov): “Este ciclo se ha repetido infinidad de veces del mismo modo, con todos sus detalles”.
La noticia, procedente de Red Jurídica, empezaba así: El Tribunal Europeo de Derechos Humanos condena a España; esta vez, por un hombre que, un día de tantos, acabó internado a la fuerza en un hospital psiquiátrico tras lo que el texto de la sentencia define como “un incidente verbal” en el lugar donde trabajaba. Según Eric Sanz de Bremond, quien se encargó finalmente de la defensa del ciudadano –pueden consultar sus declaraciones en este mismo periódico–, los profesionales que lo atendieron impidieron que se pusiera en contacto con un abogado, a pesar de haberlo pedido “de manera reiterada”; y a partir de ahí, a lo largo de cinco días de asesoramiento jurídico inexistente, se fueron sumando detalles como una jueza que ratificó el internamiento en tales circunstancias (y encima, “por videoconferencia), un médico forense que no lo examinó en persona, un Ministerio Fiscal que no se presentó, un acta sin firmas y hasta la curiosa circunstancia de que no dejaran entrar a Sanz de Bremond en el hospital la primera vez que fue a visitar a su cliente.
Dicho así, no parece gran cosa; sobre todo, en comparación con las condenas del TEDH por torturas, violaciones de la libertad de expresión, vulneraciones de la libertad de reunión y asociación, etcétera. Es un asunto menor, sin razones de Estado o grandes conflictos políticos de por medio; pero, si un asunto supuestamente leve consigue que la mayoría de los funcionarios involucrados condene a la indefensión a una persona, la pregunta implícita es evidente, por retórica que sea para quien conozca el percal: ¿qué pasa entonces con los asuntos mayores? Nuestro hombre, B.M., nacido en Madrid en 1963, sólo quería el abogado al que tenía derecho; no era pedir demasiado, y tampoco lo habría sido que los magistrados del Tribunal Constitucional admitieran después su petición de amparo en lugar de rechazarlo “por no tener especial relevancia”, lo cual obligó a la víctima a dirigirse al tribunal de Estrasburgo en busca de la justicia que no podía obtener aquí.
“Pleitos tengas y los ganes”, afirma el viejo refrán, refiriéndose a las pérdidas que conllevan, tanto si se ganan como si se pierden. En su caso, B.M. tuvo suerte y lo ganó, que no es poco; en otros casos –la mayoría–, la situación personal de los afectados o la imposibilidad de hacer frente a los gastos convierten la justicia en una fantasía de cuento infantil, si es que no toma un camino de pesadilla como el de Josef K. en El proceso. Sin embargo, y a efectos colectivos, lo peor que puede pasar es que el mal funcionamiento de una estructura central del Estado oculte el mal funcionamiento de las estructuras inferiores y se termine en una situación donde el problema ya no está acotado a organismos como la judicatura o los cuerpos de seguridad. En teoría, mis asociaciones pecaron de exageradas al dirigirme a Eichmann en Jerusalén; en la práctica, ninguna sociedad totalitaria se basa en los desmanes de cuatro gatos, sino en la indignidad de decenas de miles, y el hecho de que acusar a una sociedad entera sea una idea altamente tramposa –si todos son culpables, nadie lo es–, no significa que no exista “responsabilidad política”, como afirma Arendt. Pero hay más.
“Una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén”, dice la autora en su post scriptum, fue que “el alejamiento de la realidad” y la “irreflexión” pueden ser más dañinos “que los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana”. Arendt se refería específicamente al jerarca nazi, y ese es –en mi opinión– uno de los puntos débiles de su informe: aunque poner nombres y apellidos a los responsables de las cosas sea lo esencial, tenemos que estar igualmente atentos al “alejamiento de la realidad” y “la irreflexión” de los sectores sociales que las hacen posibles, como demuestra el ascenso de la ultraderecha. Lo electoral cambia con relativa facilidad (hoy está aquí, mañana está allá); lo que no cambia con facilidad son las raíces culturales y, si se ha convencido a demasiada gente de que las clases sociales no existen, de que si hay pobres es porque no quieren trabajar y otros disparates por el estilo, también se ha convencido a demasiados de los que pueden negar un abogado a un hombre o maltratar por sistema a los activistas, todo un tema de los muchos ocultos en nuestro país.
He dejado para el final al bueno de Iván Fiódorovich por cerrar con el punto de humor del Satanás de Dostoievski, menos negro que el de Kafka y Josef K. No, no hay ciclo que no se repita hasta la extenuación, empezando por los ciclos de la impunidad política; y ese Satanás que insiste en decir que –justo por ser lo que es– “nada de lo humano me es ajeno”, protesta en determinado momento con estas palabras: “Es horriblemente tedioso”. Pero, a diferencia del tedio que se ha instalado en nuestras sociedades entre genocidios, cacerías de seres humanos para disfrute de ricos y un olvido general de lo que Albert Camus definió una vez como “impedir que el mundo se deshaga”, el suyo sólo está hecho de un más que comprensible cansancio; nada que no se pueda curar, por ejemplo, con dos lecturas tan necesarias como El proceso y Los hermanos Karamazov. El resto es luchar por la vida y la justicia, como B.M.