Y a todo esto, ¿cuál era el secreto y dónde estaba?

Y a todo esto, ¿cuál era el secreto y dónde estaba?

La categoría jurídica de “secreto”, tal como lo concibe el Supremo en su condena al fiscal general, no existe. No sólo porque su titular había aceptado difundirlo, sino porque la naturaleza digital de la información hace imposible la existencia de secretos en el sentido analógico del término

De entre las muchas cuestiones que suscita la condena al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, dos me tienen cavilando desde el jueves. ¿Cuál es exactamente el secreto y dónde se estaba custodiando? 

Parece una nimiedad, pero un fiscal general del Estado va a perder su trabajo por algo de naturaleza escurridiza, como es el secreto en la era digital. Se le ha condenado con el Código Penal vigente, del año 1995, y con la mentalidad obsoleta de quienes estudiaron una oposición hace 30 o 40 años y no se han enterado de cómo ha cambiado el ecosistema de la información.  

Vivimos en la era de la información digital: ya la información no se aloja necesariamente en soportes físicos, sino que se distribuye mediante redes extensas de información y viaja de un lugar a otro, dejando siempre una huella que le hace estar en multitud de lugares al mismo tiempo. En esta circunstancia, tengo muchas dudas de que el secreto siga existiendo como lo conocíamos hasta ahora.

El famoso mail del abogado de González Amador, en el que reconocía: “ciertamente se han cometido dos delitos” viajó por un ecosistema digital de comunicación instantánea, donde múltiples actores tienen la información al mismo tiempo. Ese “al mismo tiempo” es clave en este caso. Hay una cuestión ontológica fundamental que el tribunal ignoró. Si 600 personas tuvieron acceso al documento que supuestamente había que proteger, ¿seguía siendo un secreto? 

Desde la óptica de Luciano Floridi, la información que viaja en soporte digital, se multiplica y se hace simultánea su presencia. El famoso correo de González Amador existía en múltiples lugares. Y esto obliga a preguntarnos sobre la naturaleza ontológica del secreto: una información a la que acceden 600 personas, ¿sigue siendo secreta?

Esto nos lleva a la segunda cuestión. En caso afirmativo, es decir, si alguien piensa que sigue existiendo una información secreta, ¿dónde está custodiada? ¿En cuál de las 600 bandejas de entrada se guardaba? 

En el mundo analógico, el documento habría estado bajo llave en un cajón. Pero en la infoesfera no hay cajones: el mundo digital hace colapsar el concepto de custodia de un secreto, más aún en este caso. Si 600 personas tienen acceso a una información, está claro que desaparece la responsabilidad individual de custodia, y pasa a existir una responsabilidad distribuida, porque la información ya no es un objeto físico, sino un flujo.

Ítem más. Si el propio afectado -a priori el más interesado en guardar el secreto- había dado vía libre a Miguel Ángel Rodríguez para que lo aireara, ¿cómo seguir considerándolo un secreto? ¿O es que sólo mantiene el carácter de secreto si se revela manipulado a favor del presunto defraudador fiscal?

La condena a García Ortiz plantea un imposible ontológico. Los cinco jueces conservadores del Supremo le declaran culpable, basándose en un concepto jurídico de secreto radicalmente obsoleto. Cuando la información existe simultáneamente en 600 nodos, cuando no está en ninguna parte y está en todas a la vez; cuando la responsabilidad de custodiarla reside en tanta gente que no recae en nadie, sencillamente hemos de aceptar que el secreto como se concebía en el mundo analógico no existe.  

Luciano Floridi nos ha hecho comprender (La cuarta revolución) que la “desfisicalización” de la información -el hecho de que se haya independizado del soporte físico- no sólo cambia su forma, sino también su naturaleza. Por eso la categoría jurídica de “secreto”, tal como lo concibe el Supremo, no existe. No sólo porque su titular había aceptado difundirlo, sino porque la naturaleza digital de la información hace imposible la existencia de secretos en el sentido analógico del término. Equivale a castigar a alguien por robar un libro en una biblioteca digital donde todos los libros se replicaran de forma automática cada vez que alguien los toca. El Supremo ha condenado al fiscal por violar un secreto que ontológicamente no existe.