Manuel Sacristán, entre la realidad y el deseo
En mi pequeño panteón figuran, en lugar destacado, los “sabios resistentes”. Los admiro por su obra, pero sobre todo por su temple moral. Los considero verdaderos maestros; muy distintos, en mi opinión, de los viejecitos encantadores que ganan un éxito fulgurante y efímero exhibiendo indignaciones
Manuel Sacristán, un pensamiento vivo y actual
Necesitamos admirar. Haciéndolo, a veces acertamos y a veces no. Pero si no admirásemos, andaríamos perdidos. En mi pequeño panteón figuran, en lugar destacado, los “sabios resistentes”. Puedo citar algunos: Marc Bloch, Jean-Pierre Vernant, Dietrich Bonhoeffer, Simone Weil, Manuel Sacristán. Los admiro por su obra, pero sobre todo por su temple moral. Los considero verdaderos maestros; muy distintos, en mi opinión, de los viejecitos encantadores que ganan un éxito fulgurante y efímero exhibiendo indignaciones.
Se cumplen cien años del nacimiento de Manuel Sacristán (1925-1985). A los estudiantes de la Universidad de Barcelona en los primeros sesenta del siglo pasado, Sacristán nos impresionaba mucho y nos intimidaba un poco. Influyó mucho en la izquierda estudiantil de aquel tiempo, por la sustancia de lo que decía y por su expresión exacta, rigurosa; una inconfundible manera de hablar y escribir que he ido reconociendo, a lo largo de los años, en algunos de sus discípulos.
Recuerdo con precisión la imagen de la solitaria figura de Manuel Sacristán, en un atardecer de finales de abril de 1963, frente a la fuente de la Rambla de Canaletes de Barcelona, con su cartera de profesor en la mano. Se había convocado allí una manifestación de protesta por el fusilamiento de Julián Grimau, y habían acudido más miembros de la Brigada político-social que manifestantes. Desde la acera del cine Capitol, donde yo estaba esperando a que cuajara un grupo al que sumarme, vi cómo los policías imprecaban a Sacristán y se lo llevaban.
Supe, tiempo después, que la iniciativa de aquella fallida convocatoria había sido considerada un error por la dirección clandestina del PSUC. Fue, ciertamente, fruto de la indignación ante aquel crimen del franquismo, en el que Fraga Iribarne, a la sazón ministro, jugó un deleznable papel de comparsa (se refirió públicamente a Grimau, torturado y casi moribundo cuando fue ejecutado, como “este caballerete”).
Aquella convocatoria, que fue de Sacristán o contó con su acuerdo, ¿fue un error, una imprudencia? No estoy seguro de ello, visto a la distancia de más de medio siglo. Tal vez fue un testimonio fecundo. Miguel Núñez, que dirigió el PSUC clandestino de Barcelona, decía años después, con cierta exasperación afectuosa, que Sacristán se movía a veces “por un impulso moral más allá de cualquier otra reflexión”.
Salvador López Arnal ha publicado entrevistas de muchas personas que tuvieron relación con Sacristán. Una de las más interesantes es la de Miguel Núñez. “Hace mucho tiempo que yo he aprendido que es más importante comprender que juzgar”, decía Núñez hablando de Sacristán, “y él juzgaba, siempre juzgaba”. Los sabios pueden equivocarse como los demás mortales, y sus errores pueden tener mayores consecuencias. Sin embargo, que ejerzan su juicio es tan imprescindible como la capacidad de atemperarlo con la comprensión que Miguel Núñez aprendió en la clandestinidad y en los 14 años que pasó en la cárcel.
Coincidí algunas veces con Sacristán en el movimiento de profesores no numerarios de la Universidad de Barcelona (incluso compartimos calabozo en la Jefatura de la Via Laietana, a raíz del fin abrupto del acto fundacional del Sindicato democrático de estudiantes, en marzo de 1966). El filósofo fue proscrito de la vida universitaria desde aquel momento hasta la muerte del dictador (salvo un corto periodo de docencia en 1972, durante el breve rectorado de Fabià Estapé). Durante muchos años tuvo que ganarse la vida con sus impecables traducciones (90 libros, unas 30.000 páginas, según dicen).
Recuerdo que en una reunión de “penenes” en casa del arquitecto Oriol Bohigas, Sacristán, entonces dirigente del PSUC, se mostró visiblemente molesto cuando vio sobre una mesa un opúsculo con los textos críticos de Jorge Semprún y Fernando Claudín a raíz de su expulsión del comité central del PCE. “La ropa sucia se lava en casa”, vino a decir con su reacción. Recuerdo haberle oído también aquella noche un comentario, no sé si dedicado a los socialistas allí presentes o a los disidentes de la línea de Carrillo: «Los socialdemócratas son mejores que la socialdemocracia». Opinión discutible, como todas.
La obra de Sacristán (“exuberante, a la vez que densa y concisa”, la definió Joaquim Sempere en una semblanza del filósofo), permite citarlo en sentidos contrapuestos. “Un filósofo marxista sólo puede ser un militante comunista, porque no hay marxismo de mera erudición” es, por ejemplo, una cita de Sacristán escogida por Gonzalo Gallardo Blanco. En cambio, Félix Ovejero ha recordado, en un artículo reciente, que el filósofo había escrito, citando a Marx, que «no se debe ser marxista». Una respuesta idónea a esta discordancia podría venir del propio Sacristán, cuyas ideas, como las de casi todo el mundo, evolucionaron con el tiempo: «Todo pensamiento decente debe estar en crisis permanente.“
Sacristán representa, más allá de su obra y de sus posiciones políticas, una exigencia de rigor intelectual y moral. Hay un comentario premonitorio de Xavier Rubert de Ventós, al morir el filósofo, que Francisco Fernández Buey y Félix Ovejero han recordado: «Su ausencia nos deja a todos un poco más libres para continuar no haciendo lo que debemos hacer».
La cuestión que plantea este comentario es la siguiente: ¿Hay que esperar a nuevas dictaduras, a nuevas catástrofes, para que los sabios hagan lo que deben hacer? No hay que pedirles la “trahison des clercs” que en su tiempo denunció Julien Benda, el sometimiento a los mandatos partidistas de la política realmente existente. Hay que pedirles que juzguen y también que comprendan y atemperen; que atiendan a la realidad y se atengan a ella para poder cambiarla.
“Una cosa es la realidad y otra la mierda, que es sólo una parte de la realidad, compuesta, precisamente, por los que aceptan la realidad moralmente, no sólo intelectualmente”, escribió Manuel Sacristán en una de sus últimas cartas, y es cierto. Lo es también, visto lo visto y vista la situación presente, que la tendencia a ver inmoralismo politicista o simple pasteleo en las transacciones y mediaciones del juego político, alienta las divisiones de quienes necesitan estar unidos; y puede llevar, a fin de cuentas, a la desmoralización y la antipolítica.
Evocando a Marx y a Luis Cernuda, Sacristán escribió que “lo único que tiene interés es decidir si se mueve uno, o no, dentro de una tradición que intenta avanzar, por la cresta, entre el valle del deseo y el de la realidad, en busca de un mar en el que ambos confluyan”.
En esta búsqueda, los sabios avanzan por las crestas y el común de la gente de izquierdas por las laderas, a media altura o a ras de suelo. Sin embargo, el reto es común. Consiste en no equivocarse o en equivocarse mejor; en tratar de seguir la ruta adecuada, entre la realidad y el deseo; en todo caso, en perseguir la mejor respuesta, o la menos mala, a la cuestión de la eficacia política.