Cuando la derecha manda más en los tribunales que en las urnas

Cuando la derecha manda más en los tribunales que en las urnas

Precisamente porque nuestra posición actual como demócratas y personas de izquierdas es más frágil, se abre una oportunidad para reconstruir alianzas, articular nuevas mayorías sociales y revitalizar la defensa activa de lo común

El presidente del tribunal que condenó a García Ortiz, en el curso organizado por una acusación: “Concluyo, que tengo que poner la sentencia al fiscal general”

La condena —aún sin sentencia— del ya exfiscal general se ha convertido en un símbolo perfecto del momento político que atravesamos. Lejos de la pulcritud que exigiría un caso de esta envergadura, el proceso ha sido un despropósito desde el inicio. Mucho se ha escrito sobre sus excentricidades y anomalías: la controvertida actuación de un juez instructor envuelto en polémicas, el desigual trato a los testigos, el recorte selectivo de conversaciones para que parecieran decir algo distinto y pudieran servir así como prueba acusatoria, y un largo etcétera. Aun así, los defensores de este actuar insisten en que se trataba de un caso claro, lo que según ellos justifica la inusual rapidez en hacer pública la condena. Una afirmación difícil de sostener cuando el veredicto salió adelante con cinco votos —los de los magistrados conservadores— frente a dos —los de los magistrados progresistas—. En un caso de tal importancia, cabría esperar unanimidad; y si se sugiere que los votos en contra obedecen a sesgos ideológicos, es imposible explicar por qué los otros cinco no estarían igualmente condicionados.

Nuestra sociedad vive atrapada en una disonancia cognitiva evidente. Por un lado, queremos creer que el poder judicial está formado por una suerte de seres de luz que deciden únicamente en virtud de su enorme conocimiento técnico y del interés común. Muchos de los “jueces tuiteros”, por ejemplo, intentan trasladar esa idea en sus muchos mensajes con los que pontifican en redes, aunque suelen conseguir el efecto contrario al que buscan. Por otro lado, observamos que la mayoría de los jueces se organiza en asociaciones que se definen abiertamente como conservadoras —las más— o progresistas —las menos—, y no pocos lucen estas etiquetas ideológicas con orgullo. Por no hablar de las muchas ocasiones en las que, especialmente en los últimos tiempos, han hecho manifestaciones políticas explícitas -como cuando se manifestaron contra un proyecto del parlamento o cuando se han pronunciado, sutil o burdamente, contra este gobierno-. 

Habitamos dentro de esa contradicción sin terminar de reconocerla, y sólo con señalarla ya se gana uno la enemistad de la institución cuyo privilegio es protegido por esta confusión generalizada. Sería más sencillo aceptar lo evidente: los jueces son humanos y, como tales, tienen formas distintas de imaginar la sociedad y cómo debería organizarse. Eso no es en sí un problema; la existencia de convicciones no impide que intenten ser imparciales. El problema surge cuando sus pulsiones ideológicas se imponen claramente sobre esa imparcialidad. En ese escenario, los jueces pueden ser independientes —respecto del poder político— pero no necesariamente imparciales —por efecto de sus propios sesgos—. Y ese es, en esencia, el fenómeno que se ha agravado en los últimos años. Y aunque muchos de estos jueces nos sigan intentando convencer de que siguen siendo rectos intérpretes de la ley, su legitimidad está siendo destruida precisamente por sus acciones militantes y partidistas.

Como ya hemos denunciado, desde 2018 la derecha ha construido una narrativa según la cual la izquierda “ocupa ilegítimamente” el Gobierno con el objetivo de “destruir el Estado y la nación española desde dentro”. Cambian las palabras, pero la música es siempre la misma. Este relato se repite hasta la saciedad, y cada vez más jueces conservadores parecen haberlo interiorizado -precisamente porque no son seres de luz, sino humanos sensibles a las ideologías-. De hecho, no es necesariamente cinismo que muchos de estos jueces sigan viéndose como instrumentos neutrales de la justicia, ya que también tienden a vivir en burbujas ideológicas donde el “sentido común” está profundamente desplazado. Imagínese, juez del Tribunal Supremo que forma parte del top 1% de los ganadores de rentas de este país y vive y convive en uno de los barrios más exquisitos de Madrid. No solo su procedencia de clase le inclina hacia la derecha, sino que sus relaciones, afinidades y cultura están profundamente condicionadas por aquellos hechos materiales y geográficos, lo que moldea necesariamente la forma en la que observa y valora a esa panda de rojos que está en el Gobierno. 

Todo ello nos lleva a que, así como el Gobierno del PP creó una policía patriótica ilegal para frenar a quienes consideraba enemigos de España —Podemos, independentistas, “rojos” en general—, en el poder judicial late también, dentro de su sector conservador, esa pulsión de “salvar al país” del supuesto destino fatal al que la izquierda lo conduce. Cada uno lo racionaliza como quiere, y por supuesto que el mecanismo habitual es decir que se busca “salvar al Estado de Derecho”; de un modo parecido a cómo los viejos imperios coloniales salvaban a sus víctimas colonizadas. Sea cual sea la excusa, se trata de una cruzada reaccionaria para desgastar, atacar y, si es posible, derribar a la “anti-España”, a la que identifican con este Gobierno y todo lo que lo rodea. No queda ya una mínima lealtad a los procedimientos, sino toscos movimientos para neutralizar a esos elementos que supuestamente amenazan con acabar con la esencia de España. Ay, cuánto mejor nos hubiera ido a todos con una judicatura culturalmente arraigada en el liberalismo democrático y no educada en las prácticas y tics franquistas.

Al final es evidente por qué la derecha está celebrando con entusiasmo la condena del fiscal general. Como en tantas ocasiones, Díaz Ayuso ha ofrecido la versión más clara de este marco: según ella, el verdadero acusado en el banquillo era el presidente del Gobierno. Ahí, sin cortarse y sin las medias tintas de unos jueces que, en realidad, todavía prefieren vivir confundiendo a la población acerca de su naturaleza angelical. Siguiendo a Ayuso, todos los medios conservadores han reforzado esta lectura, remarcando que se trata de una victoria política de la derecha sobre el Ejecutivo progresista. Una interpretación que, en realidad, solo confirma el argumento aquí formulado: las derechas comparten un horizonte común, aunque discrepen en las formas, los adjetivos e incluso en la filiación partidista.

El problema es que llevamos años instalados en esta dinámica sin que nada esencial cambie. El reguero de víctimas es preocupante, y pocos se acuerdan de que incluso se han retirado actas parlamentarias mediante procedimientos turbios. La injerencia judicial está en niveles máximos. Y es solo cuestión de tiempo que nuevos procesos judiciales recaigan sobre otras personas vinculadas, directa o indirectamente, al Gobierno y a sus aliados. No cuesta mucho: una denuncia sin fundamento acogida con entusiasmo por un juez militante, unos medios encantados con extender la voz y crear un caso donde no hay nada, y finalmente alguna sala conservadora lista para dar el golpe de gracia. Acoso, desgaste y derribo. Por eso sabemos que la beligerancia mediática, lejos de remitir, seguirá intensificándose. 

El único poder del Estado que la derecha aún no controla es el Parlamento; por eso su prioridad estratégica pasa ahora, de forma inequívoca, por asegurar una mayoría en las próximas elecciones generales. Como se probó en julio de 2023, ahí lo tienen más difícil. Pero esta vez el viento internacional les favorece, y no es casualidad que las retóricas y prácticas políticas de las derechas patrias se estén mimetizando con las de Trump y la extrema derecha internacional. Y aunque las democracias representativas atraviesan una crisis de legitimidad y la extrema derecha está desplazando a los conservadores tanto en el discurso como en la organización, aún falta una plena conciencia ciudadana —también en la izquierda— de lo que supondría para España un Gobierno trumpista. Por alguna siniestra razón, en las salas de máquinas de los principales partidos de izquierdas sigue imperando una lógica cainita que nubla toda capacidad para visualizar estratégicamente el futuro de nuestro país. ¡Como si no fueran conscientes de que su lucha fratricida es el mejor regalo a las extremas derechas!

El problema es serio: esta deriva autoritaria nos recuerda a los viejos fascismos de los años treinta, pero ya no contamos con la sólida red de protección que antaño ofreció un movimiento obrero fuerte y organizado en los barrios y centros de trabajo. Hay quien cree que con un gobierno reaccionario despertará de su letargo un valiente pueblo progresista capaz de hacer frente a la motosierra ultra. No es un escenario verosímil: es mucho más probable que el día después tengamos una izquierda en desbandada, atomizada y arrasada, tal y como ocurrió en Reino Unido e Italia en los años ochenta y noventa. Y aviso a navegantes: allí todavía no se han recuperado. España no tiene por qué ser diferente: somos el pueblo que torció el brazo a Fernando VII en 1812 y sostuvo al trienio liberal con Rafael de Riego, pero también el que no pudo evitar que estuviera como monarca absoluto hasta 1833 y el último en conseguir abolir la esclavitud en Europa. Hay culturas que no desaparecen.

La fuerza de las izquierdas contemporáneas se basa en la capacidad de sumar más en las elecciones, y ello está también mediado por una injusta ley electoral que penaliza la fragmentación. Sin embargo, precisamente porque nuestra posición actual como demócratas y personas de izquierdas es más frágil, se abre una oportunidad para reconstruir alianzas, articular nuevas mayorías sociales y revitalizar la defensa activa de lo común. La estrategia de las izquierdas, a mi entender, debería situarse ahí: gracias a nuestra debilidad podrían abrirse paso propuestas audaces, como las planteadas por Gabriel Rufián, respecto de la unidad política entre las izquierdas. Yo no veo otra forma de frenar esta tormenta reaccionaria.