La casa del PP es una ruina

La casa del PP es una ruina

Si hace una década había un poder en España que inhabilitaba jueces, espiaba a la oposición y daba carpetazo a los procesos judiciales que le resultaban inconvenientes sin que nadie levantara una ceja, hoy necesita montar un circo digno de un país bananero y retorcer la ley delante de 50 millones de personas

Convendría que la indignación por el fallo contra el Fiscal General no nos conduzca a engaño: lo que estamos presenciando no es la maniobra maquiavélica de un poder absoluto que lo controla todo. Como recordaba estos días Gabriel Rufián, “hace mucho tiempo que una parte del Poder Judicial hace política y utiliza su toga para ir en contra de unas personas, movimientos, ideas y partidos determinados”, lo que ocurre es que ya no pueden hacerlo entre bambalinas.

Si hace una década había un poder en España que inhabilitaba jueces, espiaba a la oposición y daba carpetazo a los procesos judiciales que le resultaban inconvenientes sin que nadie levantara una ceja, hoy necesita montar un circo digno de un país bananero y retorcer la ley delante de 50 millones de personas. En el centro de este colapso, el partido que llevaba 50 años “controlando el Supremo desde atrás” (según su propia descripción) se desmorona. Ese sector del PP que era el heredero del franquismo, cuyas estructuras se confundían con las del Estado y que había vivido toda la democracia entre los algodones de un sistema político hecho a su medida, se está demostrando incapaz de sobrevivir en un escenario tan complejo como el de hoy.

Por eso parece que esta sentencia, que aún no tenemos, irá en la misma línea que la estrategia suicida que ya hemos escuchado antes: juntar muchos hechos dispersos donde no hay delito (ni hubo filtración, ni hay delito en la nota de prensa) a ver si de la suma emerge algo que se convierta mágicamente un hecho delictivo nuevo. 

Esta es, en otro ámbito, la misma proposición que se reveló de manera cristalina cuando el presidente del Gobierno compareció en aquello que podíamos llamar “la comisión de investigación al Gobierno” en el Senado. Aquel día, un senador que quiso hacer un “interrogatorio” de película de abogados desplegó una causa general llena de acusaciones inconexas y sin ningún sentido; incomprensible para ninguna persona que no viva en una realidad paralela. Preguntó sobre la gestión del Covid, sobre Venezuela, sobre la trama de los hidrocarburos, sobre las subvenciones de la pandemia y por qué tardaron tanto tiempo en darlas, sobre Zapatero, sobre Leire Díez, sobre la tesorería del PSOE, sobre si pagaban los gastos en efectivo o por transferencia y sobre los días de reflexión que se tomó el presidente cuando comenzaron a investigar a su mujer. Sobre el hermano de Sánchez, sobre Begoña Gómez, sobre Koldo, también sobre aquella señora que tenía contratada Ábalos, sobre el rescate a Air Europa, sobre Delcy Rodríguez, sobre las mascarillas, sobre lo que el presidente opinaba de la prostitución, “hay que abolirla, y espero contar con su voto”, le contestó Sánchez. 

La raíz de todo esto no es otra que el lío en el que se ha metido el PP construyendo una causa general frankenstein contra el Gobierno en la que cabe todo: desde los procesos penales que pueden tener fondo (como los de Koldo y Ábalos), hasta un saco entero de denuncias falsas, acusaciones que nadie ha podido probar, procesos de instrucción vergonzantes (como el de Begoña Gómez), cosas que no están ni siquiera enjuiciadas y reproches que ni se acercan al ámbito penal. Como si fuera unos adolescentes, en ese sector de la derecha lo que están es enfadados porque el país no se comporta como ellos dicen. Y ante tal desafío, se tiran al suelo, gritan y patalean. 

Como más que una serie, la deriva del PP se ha convertido en una telenovela con episodio diario, ayer, en la sobremesa, vimos una última entrega. Como sabe todo el país desde hace mucho tiempo, Carlos Mazón no fue directamente de El Ventorro al Palau de la Generalitat. Y dónde estuvo hubiera resultado irrelevante si Mazón, en cualquiera de los 380 días que han transcurrido desde entonces, hubiera reconocido su error y hubiera explicado que se tomó la tarde libre en el peor momento posible. Entonces se habría acabado el caso, él estaría defenestrado políticamente pero el PP habría tenido la posibilidad de reconstruirse en Valencia. En su lugar, Mazón lleva un año dado a la fuga y en el PP no son capaces ni de controlar a un presidente regional pillado en el peor de los errores posibles. Por el camino le ha infligido un inmenso dolor a las víctimas, pero también un daño irreparable a su propio partido, que tiene todas las de perder las próximas elecciones en esa comunidad. 

Ni el fallo del Supremo, ni la comparecencia, ni la huida de Mazón, son una maniobra calculada. Al contrario, son las evidencias de que en esa tradición de la derecha política heredera del franquismo no queda hoy nadie a los mandos. Nadie que se haga responsable de una estrategia con un mínimo sentido. 

Alegrarse de todo esto sería una necedad. No puede existir un sistema democrático sin, al menos, dos opciones alternativas. Y a día de hoy en España no hay otra representación para la gente que es conservadora y liberal demócrata al mismo tiempo. Si Feijóo y sus acólitos persisten en esta deriva, acabará ocurriendo lo mismo que estamos observando ya en Estados Unidos, donde el Tea Party, primero, y el trumpismo, después, acabaron con cualquier espacio político posible para una derecha democrática. 

Es lo mismo que ocurrió con los conservadores británicos, donde la tensión populista de la extrema derecha durante el Brexit terminó por expulsar a los antiguos tories del gobierno y dio lugar al desfile de primeros ministros que terminó con varios defenestrados, un montón de escándalos y el país al borde del caos financiero. Hoy, el partido que encabeza los sondeos para las próximas elecciones en Reino Unido es de extrema derecha.

La derecha en España va por ese camino. En unos pocos meses la pregunta ya no será si Feijóo puede ganar las elecciones (respuesta: no), sino si el PP puede sobrevivir a la presión, o si terminará siendo devorado por la ultraderecha de Vox, y quizás, por algún otro engendro todavía más estrambótico que esté por nacer. 

Había una película hace muchos años en la que Tom Hanks y Shelley Long se iban a vivir a una mansión que se caía a pedazos, se llamaba “Esta casa es una ruina”. Sin dinero para pagar un alquiler y la reforma al mismo tiempo, intentaban arreglarla mientras vivían dentro, provocando una desternillante serie de catastróficas desdichas. Así me imagino yo a Feijóo hoy: observando cómo se le desmorona el casoplón que le habían prometido que era un chollo, llevándose las manos a la cabeza cada vez que se desploma una escalera o sale agua negra de las tuberías. No hay que descartar que cualquier día, mientras intenta relajarse en la bañera, ceda el forjado y acabe, dos pisos más abajo, como Dios lo trajo al mundo delante de un montón de obreros atónitos.