El tabú de ser hijos de padres que murieron por VIH: «Acabas mintiendo y recurriendo al cáncer antes que al sida»
Las experiencias de quienes perdieron a sus progenitores por esta causa en la crisis de los 80 y 90 están marcadas por el silencio y la vergüenza debido al estigma que heredaron y que sigue reproduciéndose, aunque cada vez son más quienes hacen visible lo que antes escondían
Reportaje – El precio de sobrevivir al VIH
Roy Galán y su hermana melliza Noa ya han vivido a sus 44 años más de lo que vivió su madre. Han pasado la frontera final que el verano de 1993 atravesó Sol en la isla canaria en la que vivían con su otra madre, Rosa. Contagiada de VIH hacía unos años y tras varios tomando el primer fármaco antirretroviral comercializado en España, la mujer falleció a los 43 atacada por una enfermedad innombrable. Sol fue una de las 4.227 personas a las que el sida mató aquel año tras bregar con un estigma que se empeña en impregnarlo todo. Lo saben bien quienes lo han heredado, que empiezan a romper con el silencio que ha marcado sus vidas.
“Nunca me imaginé estar hablando por teléfono de esto con alguien: pasar de que esto formara parte de mi jardín secreto y de mi intimidad a decir con naturalidad que soy hijo de una mujer que murió a causa del VIH”, afirma Roy. No es la primera vez: el escritor y novelista lo cuenta habitualmente en Instagram, donde suele escribir sobre el duelo y la ausencia ante su casi medio millón de seguidores. Es lo que también ha hecho en sus películas la directora de cine Carla Simón, cuyos padres fallecieron por VIH. “Recibo muchos mensajes de gente que ha vivido lo mismo y que me dice que es la primera vez que lo verbalizan. Hacerlo visible puede ser una puerta a través de la que otras personas vuelvan a su historia y la reescriban”, dice Roy.
“Por lo general uno acaba mintiendo. Cuando me preguntan de qué fallecieron mis padres suelo recurrir al cáncer, a otra enfermedad o incluso a un accidente de coche antes que al sida”, cuenta N.R.S, que prefiere ocultar su identidad. Su padre murió cuando ella tenía 13 años y a los 20 falleció su madre. “Ella se contagió de mi padre, que fue con quien perdió la virginidad en los 80 en Valencia”, describe la mujer, que aunque reconoce que a día de hoy lo tiene “más asumido” y con sus amigas “lo habla tranquilamente”, siente que el juicio ajeno por la enfermedad que contrajeron sus padres “sigue pesando mucho”.
Sol, que falleció el 31 de agosto de 1994, con sus hijos Roy y Noa Galán junto al mar.
Cora, que también les perdió por el mismo motivo en los 90, tiene una experiencia similar. Se llamaban Montse y Luis. “Mi hermana y yo no tuvimos tiempo ni siquiera de afrontar el duelo. Recuerdo no poder decir en el instituto de qué habían muerto por miedo a que nos miraran mal o nos rechazaran. A día de hoy intento no mentir, pero lo hago, lo oculto o intento desviar el tema. Hablar del sida en los años 80 y 90 conlleva muchas veces un juicio moral que no estoy dispuesta a escuchar”, explica Cora, que vive en Barcelona y tiene la misma edad que su madre cuando falleció, 41. “Me han llegado a decir que se lo habían buscado por drogarse, como si la gente eligiera o mereciera morir”.
La psicóloga y sexóloga Ana Koerting explica que es habitual que los casos de duelo por esta causa se le añadan “capas adicionales de complejidad” al ir acompañado en muchos casos de “silencio, secretos, culpa y discriminación”. Los hijos e hijas u otros miembros de la familia pueden experimentar “estigma por asociación” y sentir miedo a ser juzgados ellos mismos o sus progenitores o a que el resto piense que también tienen VIH. “Es posible que fueran testigos de situaciones de rechazo hacia sus progenitores, actitudes de evitación o juicios relacionados con la sexualidad o el consumo de drogas. Todo ello deja huellas emocionales”, sostiene.
Aunque el estigma asociado al VIH ha descendido y la situación dista de la crisis sanitaria que supusieron aquellas décadas, aún persisten grandes dosis de desconocimiento y prejuicios. Un informe de 2021 del Ministerio de Sanidad recoge algunos datos que dan cuenta de ello, como que casi el 40% de la población sentiría “incomodidad” si su hijo fuera a un colegio con otro estudiante con VIH o que uno de cada cuatro lo estarían en el caso de que un trabajador de la tienda en la que compra habitualmente fuera portador.
Eso a pesar de que la historia del VIH es una historia de enorme progreso científico y que tratado con antirretrovirales, el virus llega a ser indetectable en sangre e intransmisible por vía sexual. Lo que antes era una sentencia de muerte, ahora se ha convertido en una condición crónica.
Vergüenza “heredada”
Roy y su hermana tenían 13 años cuando su madre falleció. Los médicos descubrieron que portaba el virus de la inmunodeficiencia humana gracias a que se rompió el fémur bajando una escalera y vieron que algo no estaba bien en su cuerpo. “Cómo se contagió no lo sabemos: era enfermera de quirófano, tuvo sexo sin protección y también consumió heroína alguna vez, aunque no era adicta, lo hizo como mucha gente en aquel momento”, sostiene Roy, que recuerda la evolución que experimentó su madre en cuanto a la enfermedad: al principio vivía “en un estado depresivo” y lo ocultaba, después se convirtió en activista, montó una asociación y se hizo visible.
Pero el estigma “mancha todo lo que rodea” a la persona enferma, cree el escritor, que rememora la “vergüenza” con la que vivía en aquella época. “Tenía temor a que la gente lo supiera como si hubiera algo malo en ello y como si fuera nuestra culpa o nos lo mereciéramos. No quería llamar la atención ni que a mi madre se le notara y que al final el resto descubriera que yo mismo era contagioso o algo así. Sentía que podía ser alguien que es malo para el mundo”, resume. Roy recuerda “las miradas” cuando iba con ella por la calle y también “los murmullos” en el colegio, donde una vez “alguien fue diciendo” que su madre “tenía algo contagioso”.
Alba, hermana de Cora, habla de una “vergüenza heredada”. Tenía nueve años cuando su padre murió mientras que el fallecimiento de su madre le pilló en plena adolescencia, con 14. Se había enterado de su diagnóstico solo seis meses antes. “Me quedé en blanco. Ella no nos lo había dicho porque nos reconoció después que tenía miedo a que la rechazáramos, pero jamás hubiera sido así”, afirma. Sus compañeros de instituto sabían que su madre estaba enferma porque después de ir a clase, iba con su hermana a pasar el día al hospital, pero nadie sabía la causa.
Sol, la madre de Roy Galán, se abraza las piernas en una de las fotos que guarda.
“La gente sentía curiosidad. Mis padres eran drogodependientes y habían contraído el VIH por el consumo de heroína. Vivíamos en Mallorca”, cuenta Alba, que aunque intenta “todo el rato combatirla” reconoce que la vergüenza sigue a veces asomando. “Sé que no es mía, que no me corresponde, que es por el prejuicio con el que la sociedad mira a una enfermedad como la drogodependencia, que para el resto se traduce en que mi madre era una yonki sin entender los contextos sociales y culturales que les tocó vivir,” resume la mujer, integradora social y estudiante de psicología. “A veces romantizo su historia y pienso en ellos como hippies que viajaron y se divirtieron, que es verdad, pero no que eran drogodependientes y vivían en una barriada, como si hubiera yonkis de primera y de segunda”, reflexiona.
Roy compara la situación que se vivió durante la epidemia con el estallido del coronavirus en 2020. “Qué diferente la comprensión de quien se ha contagiado cuando la pandemia le tocaba a gente que parecía que se lo merecía por puta, yonki o maricón”, describe recordando cómo la puerta de la habitación de hospital de su madre estaba marcada con un punto rojo por fuera para advertir de que era portadora.
Romper el silencio
Las experiencias de quienes tuvieron progenitores que fallecieron por este motivo están marcadas también por la complejidad del duelo tras perderles. En muchos casos, además, se quedaron en un margen estrecho de tiempo sin padre y también sin madre o sin sus dos padres y madres. “Es como si no tuvieras derecho al duelo, que es ya un tabú al que se le añade otro. Perder a alguien es complicadísimo, pero si se le suma el hecho de que socialmente se piensa que quien se ha ido tiene responsabilidad, parece que no tienes derecho a la queja”, resume Roy, que hace referencia a los llamados “duelos desautorizados”, aquellos en los que no se reconoce plenamente la legitimidad para el dolor.
El cómo impactó lo sucedido en las familias es variable, pero no es poco común que el silencio sea la tónica dominante y en algunos casos incluso el rechazo de los hijos e hijas. N.R.S. menciona que hubo miembros de su familia que no llegaron a saber por qué había fallecido su madre. “La tía abuela, por ejemplo, sabía que estaba enferma, pero no sabía de qué. En cuanto dije la palabra sida puso una cara de la que aún me acuerdo”. Roy y su hermana se quedaron tras la muerte de su progenitora con su otra madre, Rosa, a la que Sol había conocido solo un año antes de que los médicos encontraran el virus en su cuerpo. “Y aún así Rosa se quedó y nos cuidó siempre”, agradece su hijo.
Montse, Alba (izq) y Cora (dcha), en una foto familiar.
Alba y Cora tuvieron que ver cómo las hermanas de su madre, la poca familia de sangre que tenían, “no se hicieron cargo de nosotras”. Eran las mismas que, cuando su madre fue diagnosticada, “nos obligaron a hacerme un análisis de sangre para comprobar que no estábamos contagiadas”. “Había mucho estigma dentro de la familia. Mis primas pequeñas no nos querían dar besos y abrazos porque decían que teníamos bichos”. Las conversaciones “a escondidas”, el secreto y el bochorno fueron la manera familiar de vivirlo. “Nosotras hemos sido las primeras en hablar de cómo murieron y a no vivirlo así”, esgrime Alba, que a los 18 años sintió “una liberación” por empezar a contarlo.
Porque hablar y romper el silencio es una forma de devolverles a sus padres lo que la sociedad les intentó quitar y es despojarles, un poco al menos, de la vergüenza que nunca debieron sentir. “Es cambiarla por orgullo, el orgullo que tiene que ver con que les tocó vivir una situación para la que el mundo no estaba preparada. Tenemos una deuda pendiente con ellos”, cree Roy. Y es también nombrar y valorar el legado que dejaron. “Mi madre nos cuidó y nos quiso mucho. Nos dio mucho amor y eso es lo más importante. Nos preparó para ser fuertes, como ella decía”, se emociona Alba. Roy cree que si hoy es escritor, es gracias a la suya. “Mi forma de ver el mundo se construyó por ella, por cuándo murió y de qué. El arte es una forma de diálogo con nuestros muertos. Imagino que escribo, como todas, en contra de desaparecer, que es lo que hizo mi madre. Para mí, escribir es quedarse”.