Sin un espacio común no hay democracia

Sin un espacio común no hay democracia

No se trata de llegar a consensos plenos, sino de romper la lógica de la pura reacción: permitir que, en ciertos ámbitos concretos —municipios, servicios públicos, políticas muy pegadas a la vida cotidiana—, actores enfrentados colaboren en problemas que nadie puede resolver solo

En España, como en otras muchas democracias, la vida política ha dejado de organizarse en torno al debate entre proyectos y propuestas que, aunque sean incluso contradictorias, reconocen un espacio común en el que dirimir diferencias y encontrar salidas. Aquí, cada vez más, nos concentramos en la pura negación del otro. Las fuerzas políticas ya no se tratan como adversarios con los que se disputa el sentido o el rumbo del país, sino como enemigos cuya mera existencia se percibe como una amenaza intolerable. La consecuencia es que se deshace el mundo común: no hay lenguaje compartido, no hay un suelo mínimo de reconocimiento. Apenas quedan instituciones que funcionen como “zonas intermedias” donde sea posible verse, reconocerse, escuchar y ser escuchado. El resultado es una mezcla tóxica de impotencia y aceleración: los problemas se agravan a gran velocidad, mientras el sistema político parece cada vez menos capaz de producir respuestas que consigan mejorar la vida de la gente.

Esta situación no se explica solo por la existencia de “un clima crispado” o por una degeneración moral de los actores. Tampoco es un tema específicamente español. Más bien deriva de como hemos organizado el vínculo entre sociedad y futuro en este cambio de época que no sabemos donde nos conduce. Nos hemos acostumbrado a la idea de que la única manera de estabilizar las sociedades modernas es creciendo. Y para ello solo vale la aceleración permanente que nos permita que todo se innove continuamente. Y estamos todo el día con “nuevas” necesidades, “nuevas” decisiones, “nuevos” cambios que nos alejen de la continuidad entendida como catástrofe. Todo se desmorona si no cambia. Ese principio “ultradinámico” atraviesa la economía, la tecnología y la cultura, pero ha penetrado también en la política, que se ve obligada a reaccionar cada vez más rápido en un entorno crecientemente complejo y en un sistema, como el democrático, que tiene sus propias reglas, su propio ceremonial, que busca construir consensos antes de tomas decisiones. Si a esos ingredientes le añadimos una cultura pública atravesada por el resentimiento, la sospecha y la lógica amigo/enemigo, lo que obtenemos no es simplemente polarización, sino un sistema en el que cada actor se ve obligado a tratar al otro como una amenaza directa para su propia supervivencia simbólica.

En ese contexto, el otro ya no aparece como alguien con quien se está en desacuerdo, sino como alguien cuya voz se percibe como ilegítima por definición (recodemos que así empezó Feijóo esta legislatura, negando la legitimidad de Sánchez). La política se convierte en una cadena de “puntos de agresión”: cada decisión, cada palabra, cada gesto del adversario se interpreta como un ataque que hay que repeler, bloquear o revertir. El objetivo ya no es gobernar en conflicto con otros, sino gobernar contra otros, anulando su capacidad de influir. De ahí la sensación de asedio permanente, de guerra total de baja intensidad, que se ha hecho tan familiar en el debate político español.

La política, en ese contexto, deja de concebirse como un espacio donde lo imprevisible —la palabra del otro, el conflicto, la negociación, incluso el error— tiene un lugar constitutivo, y pasa a imaginarse como una maquinaria de control: controlar la agenda, los tiempos, la judicatura, los medios, las redes, las mayorías parlamentarias. Cuando ese impulso se combina con lógicas identitarias fuertes, el control del Estado se vive como cuestión de salvación colectiva, y cualquier diálogo como una cesión intolerable. Pero, cuanto más se intenta blindar el propio bloque político, capturar las instituciones y cerrar la contingencia, más se alimenta la percepción de exclusión y humillación del otro, y más probable se vuelve una reacción igual de agresiva en sentido inverso. 

Hablar de diálogo en este escenario parece ingenuo, y a menudo lo es. Apelar a la concordia sin tocar las estructuras que producen esta dinámica solo añade frustración: las llamadas morales se perciben como retórica vacía, o como un intento de pacificar a los de abajo mientras los de arriba siguen jugando a la guerra total. Precisamente por eso, si se quiere pensar salidas, no basta con reivindicar “buenas maneras” o un estilo deliberativo más calmado. Se trata de algo más áspero: de reconstruir condiciones materiales e institucionales mínimas para que la política deje de ser una sucesión de golpes y contragolpes sin horizonte. 

Por un lado, hay que reconocer que la erosión del “mundo común” no se debe solo a malas decisiones o liderazgos fallidos, sino a transformaciones profundas en la estructura social: desigualdades persistentes, territorios que se viven como perdedores permanentes, precariedad extendida, crisis de los canales tradicionales de representación. Todo ello alimenta una sensación de pérdida y de agravio que hace muy difícil aceptar la legitimidad del otro. Por otro lado, hay una dimensión cultural y afectiva ineludible: la forma en que los sujetos interpretan su propia situación, los mapas de esperanza y miedo con los que se orientan, las narrativas de traición, abandono o usurpación que circulan. Sin tomar en serio esa doble dimensión —estructural y cultural—, cualquier propuesta se queda coja.

¿Qué puede significar, entonces, buscar soluciones sin caer en la ingenuidad? Tal vez no grandes pactos nacionales abstractos, sino pequeñas operaciones de desescalada que creen “zonas de no guerra” en medio del conflicto. Mañana quizás veamos una de esas excepciones con la aprobación en el Consejo Interterritorial de Salud, con la presencia de la ministra y del conjunto de CCAA, para el uso de las mascarillas en hospitales ante los avances de la gripe. En esa línea Hartmut Rosa ha defendido la importancia de esferas de resonancia: espacios donde las personas sienten que se les escucha y pueden afectar y ser afectadas, donde algo en la relación que se genera posibilite cambiar las posiciones iniciales e irreductibles, que no todo esté completamente predeterminado. No se trata de llegar a consensos plenos, sino de romper la lógica de la pura reacción: permitir que, en ciertos ámbitos concretos —municipios, servicios públicos, políticas muy pegadas a la vida cotidiana—, actores enfrentados colaboren en problemas que nadie puede resolver solo. Y de este tipo de problemas tenemos muchos. Esas “islas” no revertirán por sí solas la dinámica estructural, pero pueden funcionar como contraejemplos, como recordatorios materiales de que no todo está condenado al bloqueo.

En definitiva, asumir la gravedad del momento no significa resignarse al fatalismo. Los estudios comparados sobre regresión democrática muestran que una parte importante de los retrocesos se detiene o se revierte, aunque casi nunca volviendo a la situación anterior. Esa reversibilidad parcial no es fruto de automatismos históricos, sino de decisiones conflictivas: alianzas improbables, resistencias cívicas, innovaciones institucionales. La tarea, en un país como España, no es imaginar un consenso armonioso ni una “tercera vía” equidistante, sino construir las condiciones para que el antagonismo no se convierta en pura negación existencial. Eso pasa por recuperar, incluso en medio del choque, una intuición mínima: que ningún bando puede apropiarse del país entero, y que ningún gobierno, por fuerte que sea, puede declarar que el otro sobra sin estar, al mismo tiempo, cerrándose el camino a sí mismo.