Sueño de una lengua común

Sueño de una lengua común

No me parece que haya nada tan valioso como aquellas personas con las cuales una se sentaría a contemplar —y conversar sobre— el mundo toda la eternidad

De entre todos los tropos literarios, si alguien me pidiera escoger uno, escogería el que define el amor como una forma de conversación permanente. Lo dice Javier Marías cuando describe que “estar junto a alguien consiste en buena medida en pensar en voz alta, esto es, en pensarlo todo dos veces en lugar de una, una con el pensamiento y otra con el relato, el matrimonio es una institución narrativa”. También, en los casos que más me interesan, lo es la amistad: lo es toda declinación del amor. El amor supone otorgarle un valor extraordinario a la palabra. Cuando el mundo entero se derrumba, escribe Juan Antonio González Iglesias, “algo relacionado con los pájaros y los lirios me salva. Entonces tengo todas las palabras. Sueño palabras”. Amar es soñar palabras fuera de una misma, hablar a alguien en vez de hablarse, pero también —sobre todo— acoger las palabras del otro: ejercicio de mimética. Una de las formulaciones más bellas que he hallado viene de los diarios de Susan Sontag, pero también es una máxima estremecedora, totalitaria, en ocasiones injusta: “Solicitar, pedirle a alguien, y hacerlo de forma justificada, que vea lo que tú viste. Exactamente lo que tú viste”.

No podemos sentir o ver el mundo con los ojos del otro, ¿pero cuántas veces no querríamos arrancarnos los nuestros, como si notáramos el corazón sincopado, su latido a destiempo, para ser capaces de estar a la altura y responder a su demanda? Cuando ocurre sin esfuerzo, ver lo mismo en el mundo que otra persona tiene la consistencia de un milagro. Lo importante no es lo que denominamos como realidad compartida: ser capaces de identificar una flor, el sol, nubes, hojas, colores. Es ver en las cosas del mundo algo más que lo que ve la vista. Ver con el corazón; de hecho, con su memoria: compartir intuitivamente un imperio de signos. 

Una de mis mayores frustraciones vitales es no haber desarrollado nunca destreza musical, no saber tocar un instrumento: tengo tiempo para ello, confío en el futuro, pero esa carencia persiste en el presente, me frustra. La imagen que más identifico con el amor en activo, con su conjugación, es la combinación entre escucha radical, atención, ingenio improvisado que vibra en sesiones o conciertos de jazz. Soy de letras y no podría explicar la telepatía improvisada que surge con las personas a las que más quiero, pero la conozco, la experimento, la he experimentado. Es esa la magia más codiciada, el tesoro detrás de toda interacción humana: querer esa conversación, en esa conversación ser transformadas, saber que de la sincronía no puede una salir indemne, siempre gana, siempre pierde. Ansiar, con todo, el sueño de una lengua común.

En ese sueño se cae y tropieza porque las mismas piezas que nos construyen deslumbrantes son las que provocan todas nuestras caídas: los defectos vienen hechos de la misma materia prima que las virtudes. “A veces parece que ya hemos tenido todas las conversaciones y que las vamos recordando de forma fragmentada”, me dijo el otro día alguien a quien quiero, también alguien a quien he herido. ¿No recordaremos también, de forma fragmentada, nuestros conflictos, angustias, dolores? Nuestras espinas vienen hechas de la misma materia prima que los pétalos. Es en Del matrimonio como una de las bellas artes donde Julia Kristeva y Phillipe Sollers dicen que el encuentro amoroso entre dos personas empieza en la relación entre sus infancias. Kristeva habla entonces del amante-imán: una infancia recuperada en retrospectiva, a través de un encuentro que revive una memoria sensorial, reencontrada, revelada, de pronto más intensa, renovada.

Creo que por eso me importan tanto las palabras, sus estructuras, su uso, el vocabulario del que disponemos, cómo y quién lo contamina: lo contaminan los discursos, su tergiversación en la política, su vaciamiento, lo contamina la forma de la inteligencia artificial de aplanar nuestras estructuras y vocabularios, las muletas que empleamos. Por eso me importa para qué sirven, cómo se ordenan. Puede ser una inquietud enfermiza: un manto de palabras que recubre el mundo cuando cualquiera sabe que no siempre sirven las palabras, no todo hacen, a la vez que una sola basta en ocasiones para sanar. No me parece que haya nada tan valioso como aquellas personas con las cuales una se sentaría a contemplar —y conversar sobre— el mundo toda la eternidad. Intuyo que son muchas, en distintas intensidades, funciones, roles, a lo largo de una vida. Son lo que otorga sentido, como si fuera a través de ellas que se nombra por vez primera; siempre, cada vez, por vez primera. Nada da tanto miedo como perderlas.