‘Avatar: fuego y ceniza’, la fórmula de la saga se agota por preferir la Pachamama a la acción desprejuiciada
La tercera entrega de la saga de James Cameron naufraga cuando se centra en su filosofía new age y deslumbra cuando se entrega al espectáculo visual
Una villana española y nieta de Chaplin para ‘Avatar’: “James Cameron y mi abuelo unen al mundo con sus películas”
Está claro que James Cameron tiene un don para conectar con la gente. No puede ser casualidad que alguien tenga tres de sus películas entre las cuatro más taquilleras de la historia del cine. Y lo son, además, convirtiéndose en auténticos fenómenos populares, películas que con ver un solo fotograma todo el mundo sabe reconocerlas. Filmes sobre los que uno puede hacer una broma o referencia y todos lo entienden. Son películas grandes, en un juego de palabras simplón, son titánicas. Lo son porque él concibe el cine así. Y porque esa forma de concebirlo va unida a recuperar, o a no perder, esa fascinación por la pantalla grande.
Cameron sabe que ahora mismo los eventos cinematográficos son los únicos que arrastran a la gente al cine. Esos títulos que hay que ver para no estar fuera de la conversación. ¿Se imaginan en 1997 lo que alguien que no hubiera visto Titanic sentiría? Ese estar fuera de todo, ese no saber de lo que todo el mundo habla lo recuperó con su epopeya de ciencia ficción, Avatar, que en diciembre de 2009 se convirtió en otro pelotazo casi al mismo nivel que el drama romántico con Leonardo DiCaprio y Kate Winslet.
La gente se disfrazaba de esos bichos azules que muchos habían intentado ridiculizar. Arrasó la taquilla, ganó premios y fue nominado al Oscar. Crédito suficiente para acometer dos secuelas que, en un movimiento a contracorriente en la industria de Hollywood, no llegaron de forma inmediata. Y aquí una de las grandes diferencias que hacen que las secuelas de Avatar no merezcan ser destrozadas de forma pueril, aunque se presten a ella. No se puede negar que estas películas son importantes para Cameron, y que no se realizan al rebufo del éxito para explotar y reírse de la gente para sacar su dinero.
El director, obsesionado con el desarrollo tecnológico que permitiera contar sus películas, basadas en la captura de movimiento, el 3D y los efectos visuales, las ha hecho cuando ha considerado que podía, técnicamente, hacerlas. Le ha dado igual que Avatar 2 llegara 14 años después de la primera. Una distancia que ponía en duda si la gente seguiría teniendo interés en los Naavi y compañía. De nuevo. Cameron tenía razón. Más de 2.000 millones de dólares recaudó El sentido del agua.
Lo que nos lleva a esta tercera película, que llega dos años después de la segunda y que, supuestamente, cierra la primera trilogía y las tramas principales. Cameron, siempre un paso por delante, ya ha dicho que si la gente quiere más Avatar tiene que recaudar mucho dinero. Pone el peso en los fans, que si quieren seguir descubriendo el mundo de Pandora tendrán que pasar por la taquilla. La duda es la misma que la anterior vez, ¿hay fatiga del mundo creado por el director?
La respuesta llegará a partir del 19 de diciembre. De momento, lo que queda, es una tercera película que da la sensación, más que nunca, de que esta historia empieza a agotarse. Mientras que la primera película funcionaba como un reloj, la segunda ya daba signos de que su trama era una excusa para que Cameron mostrara todos los juguetitos que había ido creando estos años. Es cierto que la trama nunca ha sido la parte más importante de Avatar, pero de la primera entrega a la segunda, la dejadez en el aspecto narrativo era significativa. Y ocurre lo mismo con la tercera película, cuya historia suena perezosa y hasta a repetición. Los mismos conflictos, las mismas dudas, y en esta ocasión hasta una sensación de que las imágenes ya se han visto, algo que nunca había pasado con Avatar, que se la jugaba todo a su capacidad de dejarte con la boca abierta en cada nuevo rincón del universo ficticio.
Oona Chaplin interpreta a la villana de ‘Avatar: fuego y ceniza’
Ahora ya conocemos Pandora, y la capacidad de sorpresa ha desaparecido, y eso se nota. Por eso el filme solo despega cuando James Cameron se la juega a lo que mejor sabe, a la acción sin prejuicios. Cuando llegan esos momentos, Avatar: Fuego y ceniza, es puro músculo. Cine de acción y fantasía rodado con gusto y todos los medios técnicos posibles. Como pasaba en El sentido del agua, su última hora de clímax es un puro disfrute. Un derroche de imágenes que uno tiene que frotarse los ojos para creer que existen. La mezcla de efectos visuales y realidad es casi perfecta. Los Naavi tienen una textura tan real que parecen seres que puedes tocar, a lo que ayuda el carisma y las grandes interpretaciones a través de la captura de movimiento de Zoe Saldaña y Oona Chaplin, heroína y villana que son las que más magnetismo desprenden. Es un clímax larguísimo donde, además, Cameron se permite coquetear incluso con el exploit, con esos calamares gigantes asesinos.
Quizás Avatar tendría que empezar a pensar, si es que sigue adelante la franquicia, en convertirse en pura acción desprejuiciada y quitarse de filosofía new age. Los discursos de autoayuda y de conexión con la Pachamama suenan cada vez más forzados, vacíos y cursis. Menos mal que siempre Cameron acaba compensándolo con otro momento epatante. El resultado es, como en la anterior, desigual. Por momentos fascinante, pero casi siempre descompensada y con claros signos de que algo hay que hacer para que Avatar no muera ahogada en su propio éxito.