El artículo 417 Código Penal y el fiscal general
El Ministerio Fiscal cuenta con un régimen estatutario para sancionar infracciones de confidencialidad. Si ese régimen es insuficiente o presenta huecos, la respuesta coherente es legislativa: reformarlo con precisión. Lo incoherente —y constitucionalmente arriesgado— es usar el Derecho penal como sistema de repuesto
Condena sin pruebas, punto para el ‘lawfare’
Hay leyes que castigan conductas. Y hay interpretaciones que, sin cambiar una coma, terminan castigando algo distinto. Eso es lo que está en juego cuando se pretende encajar al fiscal general del Estado en el artículo 417 del Código Penal, el precepto que sanciona a la autoridad o funcionario que revela secretos o informaciones reservadas. No es un pleito de nombres propios ni un debate de bandos. Es una cuestión más sobria: qué límites mantiene el Derecho penal cuando un caso es políticamente inflamable y el marco normativo no está diseñado para resistir la presión.
El problema no empieza en el verbo “revelar”. Empieza antes, en el lugar donde el legislador situó la norma. El art. 417 está en el Título XIX, bajo una rúbrica nada inocente: “Delitos contra la Administración Pública”. La sistemática del Código no es decoración; orienta el sentido del tipo y su fundamento. Un delito ubicado ahí se legitima, ante todo, por la protección de la Administración como organización llamada a actuar con objetividad y sometimiento pleno a la ley y al Derecho, conforme al artículo 103 de la Constitución. Si lo que se castiga no es materialmente administrativo, la invocación de ese bien jurídico se vuelve discutible.
Aquí aparece la dificultad central: el Ministerio Fiscal no es Administración Pública en sentido constitucional. La Constitución lo define en el artículo 124 como órgano de relevancia constitucional encargado de promover la acción de la justicia y defender la legalidad y los derechos de los ciudadanos. Su lógica es la del sistema de justicia, no la de la gestión administrativa. Cuando el fiscal general actúa en el núcleo de esa función, resulta forzado sostener que se lesiona el bien jurídico “Administración Pública” como tal.
Se suele replicar con un atajo: “es autoridad a efectos penales”. Es cierto que el Código Penal define quién es autoridad y funcionario público. Pero ese punto de partida no resuelve el problema, lo desplaza. Que alguien sea autoridad no autoriza a borrar las fronteras entre títulos del Código. Si bastara con afirmar “es autoridad”, el Título XIX acabaría funcionando como un contenedor capaz de absorber conflictos constitucionales con solo encontrar un deber y su incumplimiento.
El riesgo aumenta cuando se sustituye el bien jurídico por una finalidad abierta. Se dice: aunque el precepto esté en delitos contra la Administración, aquí lo relevante es proteger derechos fundamentales. La finalidad puede ser legítima; el método es peligroso. Si el criterio de aplicación deja de ser la lesión de la Administración como organización administrativa y pasa a ser una noción amplia de “protección de derechos” o de “credibilidad institucional”, el art. 417 deja de funcionar como tipo tasado y empieza a operar como cláusula de conveniencia. En ese tránsito, el principio de legalidad del artículo 25.1 de la Constitución se erosiona: la previsibilidad del castigo depende menos del texto legal y más de una reconstrucción funcional que varía con el caso.
Hay, además, una frontera que conviene no cruzar a la ligera: la que separa lo penal de lo disciplinario. El Ministerio Fiscal cuenta con un régimen estatutario para sancionar infracciones de confidencialidad. Si ese régimen es insuficiente o presenta huecos, la respuesta coherente es legislativa: reformarlo con precisión. Lo incoherente —y constitucionalmente arriesgado— es usar el Derecho penal como sistema de repuesto. Esa lógica invierte la idea de última ratio y convierte el castigo penal en instrumento para suplir defectos de diseño institucional.
En un Estado constitucional, el Código Penal debería funcionar como un mapa: fija fronteras y permite anticipar consecuencias. Cuando se decide que el mapa estorba y que el rumbo puede improvisarse, el coste es estructural: la previsibilidad se degrada y el control del poder punitivo se debilita.
Aquellos que defienden que el art. 417 no puede aplicarse de manera automática al Fiscal General en el núcleo de su función constitucional no es pedir impunidad. Es exigir que no se castigue en nombre de un bien jurídico que no se ha lesionado: el correcto funcionamiento de la Administración Pública y su dimensión prestacional (servicio público). Si el legislador quiere tipificar penalmente determinadas revelaciones en el ámbito del Ministerio Fiscal —y, especialmente, del fiscal general— debe hacerlo delimitando sujetos, conductas y bienes jurídicos, y encajándolo coherentemente con el régimen disciplinario. Lo contrario equivale a expandir el tipo para resolver el caso, y después llamar “bien jurídico” al resultado.