Una leyenda

Una leyenda

En mi opinión, lo que convirtió a Espronceda en uno de los grandes poetas del Romanticismo y en un hombre que tan pronto cuidaba enfermos como se batía en las barricadas estaba en su carácter de joven permanente

Nota al pie – Para alcanzar la luz

Hay muchas maneras de ser joven. De cuando en cuando, llegan unas cuantas décadas y ponen a Narciso de modelo absoluto, bien por atento sólo a sí mismo o —en la versión del actual capitalismo avanzado— a los objetos que toque desear, es decir, a la vanidad pura en un sentido clásico o a la algo más contaminada del tener. No suelen ser épocas precisamente creativas, salvo quizá en la forma que tome el espectáculo del inevitable ahogamiento final. Si la suerte está de buenas, no dejan huella; si está de malas, son el caballo de Atila. Pero nunca pasa demasiado tiempo antes de que el siglo en cuestión se marque un proverbial “donde dije digo, digo Diego” y, en cualquier caso, siempre hay personas que no se dejan llevar por la corriente, como el grupo del que voy a hablar a continuación.

Los chavales que se encontraban el 7 de noviembre de 1823 en la puerta principal de los Estudios de San Isidro, frente a la Plaza de la Cebada de Madrid, eran de los que creen en vivir la vida por encima de todo y, en consecuencia, por quererlo de verdad, en los hechos y no las ensoñaciones, de los que necesitan ser y cambiar el mundo. Ese mismo año, como reacción ante la reinstauración del absolutismo —gracias a la invasión francesa de los 100.000 hijos de San Luis— habían fundado una sociedad secreta de carácter revolucionario (Los Numantinos) estrechamente vinculada a un foro literario (la Academia del Mirto). Todos, menores de edad; todos o casi todos, escritores y, desde aquella mañana de otoño, decididos a acabar con el régimen que ejecutó ante sus ojos, públicamente, al general Rafael del Riego. Entre ellos, estaban José de Espronceda, Ventura de la Vega y Patricio de la Escosura, quien narraría lo sucedido en su serie de artículos para La Ilustración Española y Americana, bajo el título general de Recuerdos literarios.

Si el tema les interesa, les recomiendo la ficción de Benito Pérez Galdós en El terror de 1824 y, muy especialmente, la monumental y recurrentemente acallada Historia de la revolución española, de Vicente Blasco Ibáñez, con prólogo de Francisco Pi i Margall. He empezado con la afirmación de que hay muchas maneras de ser joven y, por supuesto, aunque no sea materia de este artículo, eso incluye la juventud de los adultos que no se agostan, como los dos novelistas citados y el presidente de nuestra primera República, cuya voz sigue advirtiendo sobre los “gobiernos liberales pero débiles” que dan paso a “partidos reaccionarios y tiránicos” en el tramposo juego de la monarquía. Sin embargo, ninguno de los chicos presentes en la ejecución se desanimó, acobardó o dio la espalda a su causa y, al cabo de “dos o tres días”, se reunieron de nuevo en el sótano de una vieja botica de la calle de Hortaleza —no lejos de Infantas— y continuaron con sus actividades subversivas durante varios meses, hasta que un delator entregó el acta de la reunión a “la terrible policía” de Fernando VII.

Para entonces, José de Espronceda había sustituido a Escosura al frente de los Numantinos, y siempre habrá quien diga que su bien merecida leyenda empezó con su reclusión y el exilio posterior, confundiendo efectos y causas. En mi opinión, lo que convirtió a Espronceda en uno de los grandes poetas del Romanticismo y en un hombre que tan pronto se batía “bravamente y sucio de pólvora y fango” en las barricadas (Los Apostólicos, de Galdós) como cuidaba a enfermos en plena epidemia de cólera estaba en su carácter de joven permanente, en su necesidad de buscar caminos nuevos y su vitalísimo compromiso con la realidad, similar —a pesar de sus obvias diferencias formales— al de su querido George Gordon Byron. Se le pueden aplicar las siguientes palabras de Antonio Machado, porque no estaba entre los que “por dar al viento trabajo/ cosía con hilo doble/ las hojas secas del árbol” (Nuevas canciones) y, además de no estarlo, sabía que había que “aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante” por el procedimiento de despertar “al dormido” (Sigue hablando Mairena a sus alumnos. Hora de España, enero de 1937).

El estudiante de Salamanca, El diablo mundo, Sancho Saldaña o el castellano de Cuéllar, Blanca de Borbón, etcétera. Tras la portada de todas sus obras, están sistemáticamente la libertad y el amor, de uno u otro modo, lo cual incluye sus precios. No es de extrañar que media humanidad pueda recitar casi entera su “Canción del pirata” y tampoco lo es que, como dijo Emilia Pardo Bazán en la celebración de su centenario (Ateneo de Madrid, 1908), personificara “las aspiraciones nuevas de una España removida por hondos sacudimientos y despertada del anodino sueño de su Arcadia clásica”. A decir verdad, no ha dejado nunca de personificarlas, sin llegar siquiera al detalle de que se acabara convirtiendo en un personaje literario, que aparece directamente o como trasunto en autores de lo más diverso, desde algunos de los mencionados hasta Rosa Chacel (Teresa) y Antonio Buero Vallejo (La detonación). Preguntado una vez por él (El Heraldo de Madrid, julio de 1933), Federico García Lorca resumió el asunto por la popular vía de la exclamación: “¡Qué poeta José de Espronceda!”.

Sí, hay muchas maneras de ser joven, y la suya era, desde la infancia, de las mejores que cualquiera pueda imaginar. Quien lo dude, debería leer la anécdota de Patricio de la Escosura sobre cómo conoció a su gran amigo, que lejos de llegar a pie al patio de su casa de la antigua Calle del Lobo —de la que ya se ha hablado en esta columna— encontró un medio notoriamente más veloz. Será cierto que “a sus diez u once años” no iba más allá de ser “un muchacho listo y travieso, terror de la vecindad entera y calentura perpetua de su madre”, pero ya tenía trazas de héroe romántico.