«Tengo cuarenta años y me veo incapaz de tomar una decisión»: la vida del ‘hombre cualquiera’ de Giovanni Arpino
Publicado por primera vez en 1959, este pequeño clásico italiano pone sobre la mesa la insatisfacción vital crónica y el miedo al cambio
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Hoy, esta situación sería difícil de concebir: un hombre que se enamorisca de una joven desconocida con la que coincide en la estación del tranvía. Para más inri, se trata de una novicia. Él, Antonio, pertenece a la gris clase media: cuarenta años, un empleo decente en una oficina, una novia con la que se ve por las tardes, coqueteos intrascendentes con una compañera de trabajo. Un tipo ni brillante ni atractivo, que se conforma –ahí está la clave: conformismo– con una existencia sin sobresaltos, que, sin embargo, lo sume en la insatisfacción crónica. “Soy un cobarde”, se dice. Cobarde por no atreverse a cambiar.
La irrupción de la novicia en su día a día aporta un estímulo, que en un principio es más idílico que real: pensar en ella, dedicar tiempo a imaginar cómo es, qué podría ocurrir, qué le diría, va ocupando una parte de sus horas, de sus pensamientos. En la actualidad, los Antonios (y las Antonias) de la vida real no se enamorarían en la parada del tranvía porque tendrían la mirada clavada en el móvil, pero esa idealización de la desconocida podrían llevarla a cabo, justamente, en alguien a quien observan a través del cristal, de los filtros de una imagen compartida. Cambian las circunstancias, pero no la esencia.
De ahí que Un hombre cualquiera (1959; Gatopardo, 2024, trad. Mariana Ribot), una novela de Giovanni Arpino (Pola, Istria, 1927-Turín, 1987) inédita hasta la fecha en castellano, tenga todavía, más de sesenta años después, mucho que expresar sobre la naturaleza humana y su búsqueda, tan a menudo infructuosa o mal canalizada, de algo parecido a la dicha, a la chispa que enciende el motor de estar vivos. Escrita en forma de diario, con esa escritura limpia de artificios que solo se consigue con mucho oficio, la peripecia del narrador se va revelando al lector al mismo tiempo que la vive, en menos de un mes, de diciembre a enero.
No es casual que la historia se desarrolle en el trascurso de un año a otro: la cultura tiñe este cambio como la oportunidad de realizar una transformación personal. Antonio Muñoz Molina, autor del prólogo, relaciona al protagonista con el Bernardo Soares de Pessoa, el Bartleby de Melville, el Leopold Bloom de Joyce o los personajes de Kafka, hombres “sin heroísmo ni tragedia […], de esos que parece que aspiran a la invisibilidad”. Con la palabra expresan un deseo de algo distinto, pero con los hechos, que definen a la postre lo que somos, permanecen atados a las cadenas de su elección.
Antonio ha elegido, de manera deliberada, no comprometerse. Carece de aspiraciones laborales, posterga el matrimonio, y con él la posibilidad de tener hijos, el flirteo con la compañera nunca cruza ciertos límites. Vive solo, hace la misma ruta a diario, ve a la misma gente. Sobrevive en esa rutina desapacible y autoimpuesta, incapaz de experimentar nada con plenitud. Ha renunciado al riesgo, a las responsabilidades, y con ello a la posibilidad de sorprenderse, de la alegría. Como un Peter Pan contemporáneo, solo que a Antonio esta adolescencia congelada ni siquiera le divierte ya.
El punto de inflexión convertido en torbellino de emociones
Cruzarse con la monja (esto es, con la novedad, con la posibilidad de algo nuevo) es el punto de inflexión. Podría haber sido otro individuo, pero la identidad religiosa añade un matiz específico –la curiosidad por lo velado, la adrenalina por lo prohibido– a la ecuación. En un principio, se trata de una divagación segura, por cuanto se limita al divagar de la mente del protagonista, sin consecuencias prácticas. No obstante, resulta que ese juego es compartido por ella, que responde a las miradas, los gestos. Al final, hablan por fin, un paso que desencadena un torbellino de emociones en Antonio.
La mística de relacionarse con un desconocido, hoy amplificada por el efecto de las redes, esconde muchos conflictos: la incógnita de quién es el otro en realidad, cuánto miente, cuánto oculta; y, a la vez, qué lado de nosotros elegimos mostrar y cuál silenciar. Esta oportunidad de comenzar de cero con alguien que no ha conocido nuestras versiones anteriores –esto es, nuestra mediocridad, nuestros errores, nuestro entorno– resulta tentadora, un pacto faustiano con el que se intenta mantener un estado de estreno perpetuo.
El escritor Giovanni Arpino, autor de ‘Un hombre cualquiera’
Como en las relaciones cibernéticas, Antonio y la novicia establecen un intercambio que se sustenta en el verbo, es decir, en lo que se cuentan –con ese largo diálogo central que es casi un monólogo de ella–, en las palabras (los constructos mentales) por delante de la acción, de la realidad. La novela muestra cómo una sola conversación, cuando se alimenta con cierta dosis de fantasía, puede alterar por completo la vida de alguien y la de quienes lo rodean. La respuesta de la monja es sorprendente, y el protagonista, tan aferrado hasta entonces a lo suyo, pierde el control de los acontecimientos.
De la fantasía a la realidad
Abrirse al cambio le trae picos de intensidad; ahora bien, ¿hasta qué punto se puede dejar todo atrás? O quizá sería más pertinente preguntarse hasta qué punto es deseable convertir la fantasía, una fantasía sin base alguna, en realidad. Subir una escalera permite contemplar nuevas vistas, pero existe el riesgo de trastabillar, de caerse antes de alcanzar la cima o de llegar a esta magullado. En la vida siempre es así, vivir –y no solo existir– implica asumir riesgos.
Giovanni Arpino, autor de una veintena de novelas y libros de relatos, firma la historia de una búsqueda existencial, del cruce de dos solitarios en el Turín espectral de los años cincuenta, ciudad-espejo del aletargamiento del protagonista. Un libro breve e incisivo que, en contra de los tópicos amorosos, invita a preguntarse si dos soledades encontradas se anulan mutuamente o si, por el contrario, se amplifican. Bajo su sencillez aparente, por la escritura despojada y la linealidad del relato, el autor, que a lo largo de su carrera recibió premios como el Strega o el Campiello, señala en Un hombre cualquiera ciertas contradicciones inherentes al ser humano que todavía hoy resultan clarividentes en su diagnóstico de lo que sucede cuando nos atrevemos a romper “esa maldita prudencia que nos hace tropezar a cada paso”.