Estos jóvenes urbanitas lo han dejado todo para convertirse en pastores de montaña

Estos jóvenes urbanitas lo han dejado todo para convertirse en pastores de montaña

Chicos y chicas con estudios y vida de ciudad buscan una vida más plena en las cumbres como pastores. Un cambio vital que cada vez atrae a más estudiantes a las escuelas de pastoreo del país.

Clara Benito, la cabrera ecológica que cuida a su rebaño desde el móvil: “El telepastoreo me ha cambiado la vida

Al pie de la imponente muralla caliza de la Peña Montañesa, en el Pirineo oscense, el pastor Diego Sanz Casanovas guía a su rebaño entre bosquetes, prados y campos de cultivo. Hace pocos años, su mirada estaba puesta en otras cumbres: las del Himalaya o los Alpes, siempre detrás de una cámara, siguiendo a atletas de élite como Kilian Jornet. Aunque su rutina ha cambiado, este cámara y pastor cree que los dos oficios no están tan lejos. Como en el audiovisual, el pastoreo le exige paciencia, observación, y escribir un guion con sus ovejas cada día.

“Llegas a un sitio y es como un lienzo en blanco, hay vegetación por todos lados y controlas lo que ellas comen. Estás propiciando un cambio en este ecosistema, esa es mi responsabilidad”, cuenta este zaragozano con raíces familiares en el Pirineo. Especializado en el audiovisual outdoor, y aficionado a deportes de aventura como la bicicleta y el esquí, decidió dar el salto para buscar “un pequeño cambio”, tras una época de “mucho estrés laboral” en la que se pasaba la mitad del año grabando fuera de casa. “Ahora mismo busco estar en un sitio y disfrutar. He bajado de revoluciones”, asegura.

No es una historia única

Su historia no es única. Diego es parte de una nueva generación de pastores y pastoras que llega a la montaña desde otros mundos, buscando no solo un oficio sino, sobre todo, una forma de vida. Su oportunidad la consiguió el año pasado al ser admitido en la cuarta promoción de la escuela de pastoreo de Aragón, La Estiva, que ofrece una formación integral de siete meses en el valle de Chistau, en el corazón del Pirineo central.

Allí enseñan a ordeñar y a producir queso, a navegar el océano de los trámites burocráticos necesarios para emprender un proyecto agroganadero, a interpretar un mapa, a ser capaz de orientarse en la niebla o intuir la dirección que tomará una tormenta en la alta montaña.

“Igual que te formas para ser electricista o mecánico, ahora se entiende que hay que formarse para gestionar un proyecto de ganadería, para manejar un rebaño si trabajo para un propietario, para emprender un pequeño proyecto agroalimentario”, explica el director de la escuela, Roberto Serrano, que asegura que existe una alta demanda de mano de obra especializada y con vocación. Tanto es así, que siete de cada 10 alumnos consiguen trabajo en el sector.

En el caso de Sanz, tras las prácticas de verano de la escuela, encontró un empleo pastoreando las 450 ovejas de dos ganaderos cerca de Aínsa, la capital de la comarca del Sobrarbe. Trabaja seis días a la semana, guiando al rebaño hasta que cae el sol. Ha cambiado el rugido de las carreras por el sonido de las esquilas, pero aún saca la cámara para crear y compartir contenido en sus redes sociales: con las ovejas abriéndose paso en el pinar, o paciendo tranquilamente mientras la niebla juega con las paredes de la Peña Montañesa.

Llegas a un sitio y es como un lienzo en blanco, hay vegetación por todos lados y controlas lo que ellas comen. Estás propiciando un cambio en este ecosistema, esa es mi responsabilidad

Diego Sanz Casanovas
Pastor

Se siente afortunado por seguir aprendiendo el oficio y poder llevar una vida sencilla, con unas pocas gallinas, conejos y un huerto. Le gustaría emprender con un proyecto propio, pero lo ve muy difícil para quien no viene de familia con tierras.

Además, otro bien escaso en muchas zonas rurales es la vivienda. “Los ganaderos me ponen casa, si no, yo no podría estar aquí”, admite. Para Laia Batalla, una de las responsables de la Escola de Pastors de Catalunya, el acceso a la tierra y la vivienda es la principal barrera que encuentran quienes tratan de hacerse un hueco. “Hace tiempo que lo tratamos como un binomio, porque vemos que el problema de la vivienda es cada vez más grande en zonas rurales”, asegura. En cuanto al precio para hacerse con tierras, ganado y unas instalaciones con las que iniciar una pequeña explotación, Batalla habla de un rango de 100.000 a 300.000 euros, mucho más que los 30.000 o 50.000 euros de ayuda pública para la incorporación de jóvenes al sector.


El zaragozano Diego Sanz Casanovas fue cámara de exteriores antes que pastor, dos oficios que considera cercanos.

Esas barreras se traducen en que, según datos oficiales de la Generalitat, en 2022 se tramitaron 1.965 cierres de explotaciones agroganaderas, frente a 212 personas que se incorporaron al sector. “Tenemos una Política Agraria Común que paga por hectárea y la tierra está copada. La gente está esperando a que alguien se jubile para hacerse más grandes”, cuenta Batalla, que forma parte de la Asociación Rurbans. Esta falta de relevo generacional, remata, “tiene unas consecuencias nefastas para el tejido productivo, porque nos quedamos con un modelo de un ganadero por valle, que no va a poder gestionar el territorio en realidad”.

Un “sitio inhóspito” para poder empezar

Por la escuela catalana –una de las más veteranas, con 17 ediciones– ya han pasado 273 personas, la mitad de ellas con un origen urbano, y mayoritariamente con estudios de grado medio o superior. “Dejan de trabajar para hacer la formación, y esto nos da una señal de su vocación y compromiso”, apunta Batalla.

Una de esas antiguas alumnas, una joven pastora sin tierra nacida en Barcelona, cuida ahora de otro rebaño en el Sobrarbe. Tras estudiar Antropología, Aina Lizarza Solana se mudó al Pirineo, donde sus abuelos habían sido pastores. Buscando dejar un impacto positivo en esas montañas, se apuntó a la escuela de Cataluña y se enamoró del oficio: entendiéndolo, además, “como una forma de ocupar este mundo de forma política”.

“En un mundo absolutamente frenético, en el que la gente no tiene tiempo ni para descansar, observar, reflexionar y estar consigo misma, el pastoreo te lleva a bajar muchísimos cambios. Es algo que encuentro súper revolucionario: relacionarme con los animales, que mi hogar sean las montañas y estar conectada con la luz y el día, los ciclos de la naturaleza y las estaciones”, cuenta la joven pastora. Ahora es una de las cuatro vecinas de Morillo de Sampietro, una aldea encaramada a un cerro a 1.000 metros de altitud sobre el valle del río Cinca, desde la que se divisa la Peña Montañesa y las cimas nevadas del macizo del Monte Perdido. Rodeado de antiguos bancales de cultivo construidos en piedra seca, fruto de la paciente labor de generaciones de campesinos, es un enclave de una belleza remota y olvidada. El paisaje ha cambiado mucho desde hace diez años, cuando llegaron dos de sus vecinos para revivir la aldea e iniciar un proyecto de ganadería extensiva: Siricueta, que en aragonés significa “suero de la leche”.

En un mundo absolutamente frenético, en el que la gente no tiene tiempo ni para descansar, reflexionar y estar consigo misma, el pastoreo te lleva a realizar muchísimos cambios. Es súper revolucionario

Aina Lizarza
Pastora de montaña

A falta de mucho dinero, su estrategia fue “encontrar un sitio inhóspito, al que nadie quería ir”, cuenta Lizarza. Aislado y accesible solo por una pista, que con mucha lluvia se vuelve impracticable sin 4×4, compraron una casa y tierras con las que arrancar. Con ayuda de un pequeño rebaño de ovejas y cabras han ido arrebatando al bosque los antiguos bancales, donde la hierba vuelve a brotar con fuerza. El ganado se alimenta casi en exclusiva en el exterior, y el proyecto produce queso –el pasado invierno levantaron una quesería en la aldea gracias a un crowdfunding– y carne que venden principalmente en la comarca. “Nuestro logro más grande es poder alimentar de forma sana, con productos de calidad, a la gente que hay cerca”, destaca Aina.

A través de un pastoreo dirigido en clave regenerativa, los animales fertilizan el suelo, mantienen sanos los pastos y reducen el combustible en el monte. La pérdida del mosaico de bosques, prados y cultivos por el abandono rural, sumado al aumento de temperaturas y sequías prolongadas que trae la crisis climática, ha convertido la cordillera en un polvorín inflamable.

Rebaños contra incendios

Marc Castellnou, director del Grupo de Refuerzo de Actuaciones Forestales (GRAF) de los Bomberos de la Generalitat de Catalunya, referente mundial en la nueva generación de súper incendios, lanzó un inquietante mensaje en 2022: “La probabilidad de que el Pirineo arda como una sola pieza desde la frontera con Navarra y hasta El Puigmal [Girona] es muy baja, pero es necesario advertir que esta probabilidad aumenta cada año”.


Un paseo de pastoreo cerca del pueblo abandonado de Morillo de Sampietro, en Aragón, en diciembre de 2023.

Recuperar los rebaños y los pastores se entiende, cada vez más, como una estrategia clave para reducir el riesgo de grandes incendios forestales. Según datos de la Fundación Pau Costa, los tratamientos tradicionales mecánicos cuestan unos 1.000 euros por hectárea y deben repetirse cada 3-5 años, frente a los 120 euros anuales del pastoreo, que de paso genera alimentos de calidad y contribuye a sostener la biodiversidad.

Un ejemplo claro es la relación entre pastoreo y el quebrantahuesos, que muy cerca de Morillo tiene uno de sus mayores bastiones del planeta, en las profundas gargantas del Parque Nacional de Ordesa y Monte Perdido. “La ganadería extensiva, por los restos de animales que quedan en el monte, es su principal fuente de sustento”, apunta Juan Antonio Gil, de la Fundación para la Conservación del Quebrantahuesos, que colabora con Siricueta en un proyecto para reducir el riesgo de incendio en los montes de Aínsa, Bio for Piri. “Hay que intentar mantener una ganadería extensiva viable, que sea lo más ecológica posible, en la que sigan subiendo esos rebaños a puerto y estén manejados por pastores”, sostiene Gil.

En busca de tierras más verdes

Aina habita en una vieja casona de Morillo a cambio de arreglarla y mantenerla en buen estado. Valora poder llevar “una vida de bajas emisiones”, y formar parte de un proyecto “en el que la vida se pone en el centro”. La colaboración, eso sí, es totalmente voluntaria, y por eso su vida en el pueblo es estacional. El manejo tradicional de la ganadería extensiva implica que, en verano, los ganaderos llevan a sus animales a la alta montaña en busca de hierba fresca y un clima más tolerable. Eso significa trabajo para pastoras como ella, que este año volverá a los Alpes, a Suiza.

“Allí te puedes hacer en tres meses el dinero que recibirías en España en todo el año, cobrando el mínimo salarial”, explica Aina. El trabajo también es duro pero, en su experiencia, las condiciones son menos precarias. “Aquí no he visto ninguna cabaña, por ejemplo, que tenga una nevera que funcione bien, para pasar el verano con alimentación fresca”.

La soledad en la montaña es para Aina un bálsamo. “En realidad no estás nunca sola, porque estás con los perros y con 800 seres a todos lados”, cuenta, aunque no romantiza el oficio: “Hay gente con unos trabajos muy precarios, en unas condiciones de vivienda muy pobres. La niebla, el alcohol y la soledad pueden ser un cóctel mortífero también”. A ella, a diferencia de algunas personas con las que ha trabajado, no le pesa demasiado el miedo a la predación, la pugna ancestral por la carne con los grandes carnívoros. “Para mí es un honor compartir mi hogar con estos animales fascinantes”, asegura.

El regreso de lobos u osos a las montañas donde fueron exterminados ha supuesto una oportunidad para quienes se dedican al pastoreo, pues dejar al ganado desatendido en el monte se vuelve un riesgo demasiado grande. Junto al mastín, la figura del pastor es clave para evitar ataques y en zonas loberas de regiones como Galicia o Álava existen ayudas públicas para contratar personal. En el Pirineo catalán, para convivir con el oso, el ganado de distintos propietarios se agrupa en grandes rebaños, que son atendidos por pastores contratados por la Generalitat.

En uno de esos rebaños hizo sus prácticas de la escuela de pastoreo Amanda Guzmán Mejías, otra joven que llegó al oficio tras probar varios trabajos en la ciudad. En su primer día, una brutal tormenta le dio la bienvenida al puerto de la Bonaigua, donde pasaría el verano entre cabras y ovejas. “Te das cuenta de que no te estás yendo de vacaciones”, recuerda. Para ella lo mejor fue compartir sus prácticas con dos mujeres “muy fuertes, con mucha experiencia”. En “un mundo de hombres” en el que “en muchos sitios te tratan cómo si fueses tonta”, esas referencias le convencieron para seguir, y se enganchó. “Que nadie me venga a decir que no puedo estar en la montaña cuidando un rebaño”, lanza Guzmán.

El año pasado encontró trabajo en los Pirineos franceses, cuidando 1.400 ovejas de ganaderos locales desde junio a octubre, junto a un compañero y cuatro perros. Un puesto difícil, a merced del clima caprichoso y a menudo hostil de la cara norte del Pirineo, con las ovejas pastando libremente por las laderas en las que dejan su huella los osos. Pero este verano volverá: es el territorio ideal para forjarse como pastora.