¿Son creíbles los informes policiales?

¿Son creíbles los informes policiales?

Si uno no quiere pasarse de listo, la mejor guía para interpretar los datos que vayan surgiendo de investigaciones en curso habrá de ser el respeto por un derecho fundamental: la presunción de inocencia

En un estado de normalidad democrática en el que nadie se corrompa, la respuesta a esta pregunta es indudablemente positiva. Pero incluso en ese estado ideal, que por desgracia no siempre se produce, es necesario tener en cuenta varios aspectos que pueden hacer que, algún día, ni los periodistas, ni los políticos ni la ciudadanía en general lancen tan rápidamente las campanas al vuelo por lo que diga un informe policial, sino que tengan un poco de prudencia.

En primer lugar, un informe policial suele ser el inicio de una investigación judicial, pero no es su final. Es decir, un informe policial no es una sentencia. La razón no es solamente que un policía no es un juez, sino que, además, la policía no trabaja en favor de la presunción de inocencia, sino en su contra. No es esta una crítica a la labor policial, sino que la sospecha es el antecedente lógico natural de la misma. Un juez que tiene dudas debe declarar la inocencia. Si eso mismo lo hiciera un policía, jamás se abriría una investigación. Por eso los informes policiales suelen tener un enorme sesgo incriminatorio. Y por esa misma razón jueces y fiscales no deben hacer jamás un “corta-pega” de los mismos, sino que deben analizarlos y comprobarlos con sumo cuidado y a la luz, insisto, de la presunción de inocencia.

En segundo lugar, un informe policial no debería contener jamás conclusiones sobre los hechos, en el sentido de que la policía se atreva a elaborar un relato de lo sucedido. Al contrario, la labor de construir ese relato está encomendada en parte a los fiscales, e indudablemente, al juez en su sentencia. Por consiguiente, el informe policial sólo debe contener un listado neutro de indicios, de todos los indicios, y no sólo de los que escoja discrecionalmente la policía. Debe señalar, además, la fuente de donde han sido extraídos y la comprobación de su autenticidad. Nada más.

La labor de seleccionar y poner en orden esos indicios es de fiscales y, como se ha dicho, sobre todo de los jueces, que deben ignorar los extremos de un informe policial que se extralimite y elabore un relato. La razón es que ese relato policial puede generar en jueces y fiscales, incluso por inercia, un peligrosísimo marco mental incriminatorio cuya influencia se arrastre irremediablemente hasta la sentencia. Siendo así, el proceso se hace realmente inquisitorial, creándose desde ese informe una verdad de artificio contra la que el reo no hará sino forcejear inútilmente, llegando vencido al juicio, antes de la sentencia irremediablemente –y erróneamente–. Las anteriores palabras no son mías, sino un parafraseo de las que escribiera magistralmente Manuel Alonso Martínez en la exposición de motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de 1882, todavía vigente.

Finalmente, debe añadirse que en los últimos años, y muy particularmente en España, se está abusando de los informes policiales. Jueces y fiscales solicitan a los cuerpos armados investigaciones de contenidos para los que científicamente no está preparada la policía, por carecer de formación suficiente para ello. Con todo, se están realizando informes sobre materias para las que se requieren conocimientos profundos de economía, o de informática, que no tienen, en general, los agentes encargados de tal misión. Por no hablar de informes grafológicos, balísticos o de otras materias cuya fiabilidad científica es algo más que cuestionable, como se vio claramente en el histórico informe del PCAST (President’s Council of Advisors on Science and Technology) presentado en 2016 al presidente Obama. Ese informe dejó al descubierto, no solamente los frecuentes sesgos cognitivos de los investigadores, que les lleva a establecer conclusiones pseudocientíficas prejuiciosas, influenciados por su conocimiento de los hechos del caso concreto. También denunció la precariedad de técnicas tan populares como los análisis de ADN, de cabello, de huellas dactilares o de zapato, de escritura manuscrita o incluso los mismísimos análisis balísticos. Por decirlo claro, existe una gran distancia entre lo que cree intuitivamente la gente sobre la eficiencia de dichas técnicas, y lo que, sin embargo, dice la ciencia.

Si la ciudadanía tuviera un conocimiento concreto de todo lo anterior, el informe de la UCO del caso Ábalos no hubiera provocado el terremoto político que ocasionó. El mismo Ábalos ha declarado ante el Magistrado-instructor del Tribunal Supremo que no se reconoce en las grabaciones que configuraron el informe de la UCO y que, de hecho, dejando de lado conjeturas al margen, son su base principal, por no decir única. Que Ábalos diga que no se reconoce en esas voces va a obligar a investigar si las grabaciones son reales y no están manipuladas, para excluir que se haya producido lo que técnicamente se llama deepfake, es decir, una de esas falsificaciones que todos hemos visto u oído ya en entretenidos memes, pero que pueden ser realizadas incluso fácilmente, y en ocasiones con tal perfección que pueden llegar a ser indetectables en al menos un 15% de los casos. Pues bien, téngase solamente en cuenta que las técnicas periciales para identificar esos deepfakes son todavía demasiado incipientes como para que, salvo en los casos más frecuentes, puedan ser asumidas por la mayoría de los informáticos. Imagínese la competencia científica que para ello puede tener un cuerpo policial.

A finales del siglo XIX, las autoridades fueron muy conscientes de que era imprescindible la creación de un organismo que se ocupara de reunir a los mejores profesionales para realizar autopsias y otras técnicas de análisis de restos humanos, lo que más adelante se amplió al estudio de los tóxicos implicados en un delito. Esa saludable conducta, por desgracia, se perdió al mismo tiempo que se fueron desarrollando los cuerpos policiales, olvidando que necesitamos imperiosamente a auténticos expertos que se encarguen de esas investigaciones. Y así llegamos a la situación actual, en que diversas unidades policiales, a veces muy voluntariosas, se encargan del análisis de materias científicas sin estar debidamente dotadas de expertos especialistas en las mismas.

Ojalá algún día cambie esta situación, que no es exclusiva de España. Mientras tanto, si uno no quiere pasarse de listo, la mejor guía para interpretar los datos que vayan surgiendo de investigaciones en curso habrá de ser el respeto por un derecho fundamental: la presunción de inocencia. Sospechar por sistema puede ser popular en las barras de bar, pero no lo es en ningún ambiente científico. Más bien todo lo contrario.