
El que pueda moderarse, que se modere
Igual que estamos ayudando a agravar un cambio climático que no acabará con el mundo, sino con nuestro propio bienestar como seres humanos, estamos empujando –con nuestra atención y colaboración– a una espiral de odio y despersonalización del contrario
Las redes sociales y sus algoritmos opacos fabricados en EEUU importaron un modelo desde que llegaron hace 20 años –pero especialmente en los últimos– en el que se premia la emoción, el exabrupto y el odio en el debate público. Son recompensas facilonas, aumentan el consumo online, nos calman momentáneamente. Entre sus efectos secundarios, encienden la cólera y la intemperancia, abundan en la diferencia y ensanchan los bandos con soluciones simplonas para problemas complejos. Los medios de comunicación, arrastrados por la necesidad de un modelo de ingresos estable basado en la cantidad de lecturas, se han acercado a ese peligroso fuego. Tras ellos, los políticos han entendido que su hueco pasa por el titular corto y llamativo y su popularidad es directamente proporcional a la claridad y superficialidad de su discurso: una política binomio que encaje en los reels.
Esa rueda de polarización absorbe a unos y expulsa a otros, que se desinteresan de la política y para quienes todo, también las actualizaciones de titulares y temas, va demasiado rápido. Un bombeo de consumo constante del que también ha quedado contagiada la información. “Antes podía tener amigos de izquierda y derecha”. “Mejor no hablemos de política”. “No lo soporto, ¿cómo puede apoyar al Gobierno?”. “Da asco, apoya a Vox y al PP”. Son frases cotidianas que se apoyan en un fenómeno global. El último informe Reuters ha alertado de que los ecosistemas alternativos de información pueden ser positivos en lugares sin libertad de prensa, pero también “pueden contribuir al aumento de la polarización política y en el enrarecimiento del debate online”.
Muchas líneas rojas, muchas parroquias, amenazas y mucho odio al diferente o al desconocido, también (o principalmente) en el debate público, en el que se puede ver incluso ya un enfrentamiento pistolero entre el presidente de Gobierno y el líder de la oposición en el Twitter que controla un iluminado como Elon Musk. Igual que estamos ayudando a agravar un cambio climático que no acabará con el mundo, sino con nuestro propio bienestar como seres humanos, estamos empujando –con nuestra atención y colaboración– a silenciar lo cívico y políticamente correcto, que ha sido tan necesario para que no nos matemos entre países y vecinos y que ahora es tan denostado y equiparado a cobardía.
Los regímenes no democráticos o pseudodemocráticos se han demostrado los menos convenientes para la libertad y las personas, pero no se imponen siempre de la noche a la mañana con leyes y golpes de Estado, sino que debe haber antes una ruptura social, un hastío, una despersonalización del contrario, una validación del lenguaje bélico e inmisericorde que venga de personas relevantes, como “el que pueda hacer, que haga”, de un Aznar que sugiere pucherazos y ha perdido, si algún día lo tuvo, el amor patriota a un país que es mucho más valioso y avanzado de lo que sale en las noticias.
Más bien al contrario: el que pueda moderarse, que se modere. Quien tenga que criticar que lo haga. Quien tenga que hablar que hable. Quien tenga que dimitir, que dimita. Quien tenga que ser condenado, que lo sea. Quien quiera gobernar, que lo gane. Todo eso puede pasar dentro de la ley y la protesta cívica porque España es una democracia. Hay que practicar y visibilizar un nuevo activismo de la crítica pero de la moderación –primero de la palabra y en los espacios públicos– para defender las ideas, todas y las de cada uno, pero arrinconar a quienes, disfrazados de vehementes y valientes, han venido a perturbarlo todo y a ganarnos el debate prometiendo la solución de problemas complejos con simples lemas de Twitter.