Corruptores, corruptos y ciudadanía

Corruptores, corruptos y ciudadanía

La prohibición de concurrir a concursos públicos de las empresas corruptas debería ser más contundente. Y abarcar a todo su grupo empresarial para evitar que, “hecha la ley, hecha la trampa”. Quizás sea oportuno aplicar el concepto fiscal de grupo de empresas a las sanciones por prácticas irregulares

El argumentario de Pedro Sánchez, “la corrupción cero no existe, la tolerancia cero sí” es tan legítimo políticamente como democráticamente peligroso. Nos puede conducir a un marco mental en el que la única actuación posible frente a la corrupción sea en el terreno de los paliativos, ignorando las imprescindibles políticas preventivas.

Entiendo la preocupación de las progresistas por el impacto de este último episodio de corrupción. Pero lo inmediato, que también es importante, no debería hurtar la reflexión sobre los factores estructurales que propician la existencia de corruptores y corruptos, en simbiótica relación.

Por supuesto, no comparto la idea de que todos los políticos son iguales. Hay mucha gente digna en los diferentes ámbitos de la política y para comprobarlo basta mirar fuera de la ciénaga. Es importante recordarlo en estos momentos para no contribuir aún más a la deslegitimación de la política y la democracia.

Pero la evidencia de que no todos los partidos se comportan igual ante la corrupción no me lleva a abrazar la maniquea división entre organizaciones puras e impuras. No he creído nunca en los pueblos elegidos, tampoco en los partidos ungidos por la beatitud.

En cambio, sí considero que hay ideologías que favorecen la acción de los corruptores. Cuando Milton Friedman acuñó el dogma neoliberal de que la principal función de las empresas es crear valor para el accionista sentó las bases de muchos desmanes. Entre ellos, un concepto perverso de competitividad. Y unas políticas empresariales, como los sistemas retributivos de la alta dirección, que incentivan todo tipo de actuaciones reprobables, ética y legalmente.

Por cierto, las prácticas empresariales corruptas no se dan solo en las relaciones con el sector público, también entre empresas privadas. Con el agravante de que mientras la cosa pública tiene mecanismos de control -todo lo imperfectos que se quiera- en la esfera de lo privado son menores o inexistentes. Además, la búsqueda de beneficios a cualquier precio normaliza y legitima estas actuaciones corruptas. Lo confirman las prácticas reiteradas y probadas del cártel de las grandes constructoras para alterar los concursos públicos impidiendo la libre y sana competencia.

En España, esta cultura viene facilitada por el peso que en nuestra economía tiene el capitalismo parasitario de amiguetes. No es algo nuevo, tiene raíces en el franquismo e incluso algunas más profundas. La España del XIX, con su bipartidismo turnista entre conservadores y liberales, ofrece muchos ejemplos de ello.

La indistinción en el conchabeo de la política con este capitalismo parasitario ha llegado hasta el siglo XXI, a través de los grandes partidos, PP y PSOE, que han gobernado la mayoría de las instituciones en las últimas décadas. El compromiso de ruptura con estas prácticas por parte del gobierno de coalición no ha ido acompañado de una estrategia contra la corrupción, a pesar de disponer de orientaciones y múltiples propuestas. Ahora, este último episodio que afecta al PSOE ha supuesto un buen revolcón para las expectativas de atajar un mal endémico que cuesta decenas de millones de euros de las arcas públicas y sobre todo erosiona la democracia.

Pero como no creo en las maldiciones bíblicas ni en el destino inexorable de los pueblos, estoy convencido de que se pueden hacer cosas para romper con este modelo empresarial parasitario. Es imprescindible que de esta nueva crisis nazcan de una vez medidas de regeneración democrática. A mi entender, las más determinantes son las dirigidas a desincentivar prácticas empresariales corruptas y a establecer correctivos que penalicen a los corruptores.

No es fácil, las medidas adoptadas hasta ahora no han surtido efecto. Una deficiente tipificación de los delitos, las atenuantes introducidas en el Código Penal por el PP en 2015, la dificultad probatoria de relacionar las mordidas con las adjudicaciones tramposas, la deficiente protección de los denunciantes o la lentitud investigadora que culmina en la prescripción de los delitos son, entre otros, obstáculos que dificultan la efectividad de las políticas de castigo penal a corruptores.

Además, como se acaba de ver con Acciona, es muy fácil, cuando se descubre la corrupción, dejar caer al peón, por muy alta que sea su responsabilidad. Al final a los corruptores y a sus empresas les sale rentable el riesgo de ser descubiertos.

Por eso es imprescindible que las medidas administrativas y penales se dirijan al núcleo duro de las empresas que las practican. La publicidad de las condenas o sanciones firmes puede ser una de ellas, aunque, en un entorno tan complaciente con la corrupción, los costes reputacionales no son suficientes.

La prohibición de concurrir a concursos públicos de las empresas corruptas debería ser más contundente. Y abarcar a todo su grupo empresarial para evitar que, “hecha la ley, hecha la trampa”. Quizás sea oportuno aplicar el concepto fiscal de grupo de empresas a las sanciones por prácticas irregulares. Por cierto, la persecución de los corruptores debería ser una exigencia también de las organizaciones empresariales en defensa de las empresas que compiten en buena lid.

En relación con los partidos y los entornos que propician la acción de los corruptos, deberíamos evitar las lecturas moralistas y fijar la mirada en el papel que juegan las relaciones de poder en toda colectividad humana.

Las organizaciones con el poder concentrado en un único vértice, sin contrapesos ni contrapoderes generan entornos que dificultan los mecanismos internos de control. Loshiperliderazgoss, tan propios de este momento de crisis de las estructuras de mediación social, debilitan a las organizaciones y propician todo tipo de riesgos. Sobre todo, si van acompañados de virreinatos todopoderosos.

En este sentido hay momentos especialmente peligrosos para las organizaciones políticas. Al acceder al gobierno de las instituciones los partidos desaparecen sepultados por las lógicas y prioridades gubernamentales. Eso sucede en todos los niveles institucionales.

Otro de los factores de riesgo para todas las organizaciones colectivas aparece cuando, en los momentos de conflictos internos, se generan bandos que, en su pugna legítima por la mayoría, avalan la connivencia con prácticas poco éticas.

Creo, quiero creer, necesito creer que Pedro Sánchez no conocía la existencia de prácticas corruptas en el PSOE. Pero al mismo tiempo estoy convencido de que había sido alertado desde el País Valencià de las cutres -por ser benevolente- costumbres de Ábalos. El problema es que, en esos momentos de conflictos internos, conseguir el control de la organización pasa a ser la prioridad. Y se impone una máxima perversa, la de que “entre bomberos, no nos pisamos la manguera”.

En los políticos y altos funcionarios corruptos se da un perfil ideológico común, sea cual sea su partido, el desprecio a la comunidad, a lo público. Reforzar el carácter colectivo de las organizaciones y potenciar los equilibrios de poder internos en una lógica federal, de verdad y no solo nominalmente, no evita que haya corruptos, pero se lo pone más difícil a la impunidad.

Entre corruptores y corruptos se sitúa un tercer actor, la ciudadanía. Algunas voces dan por hecho que la corrupción penaliza electoralmente. Yo no lo daría por seguro. Algunos estudios demoscópicos y nuestra historia reciente ofrecen contundentes evidencias de que eso no es así.

Los factores que atemperan y modulan el impacto de la corrupción en la ciudadanía son muy diversos. La indignación cuando se descubre la corrupción va acompañada de un nivel importante de tolerancia ciudadana hacia las prácticas corruptas. Una connivencia social auspiciada, en algunas ocasiones, porque los beneficios directos o indirectos de la corrupción alcanzan a muchos, por ejemplo, en los casos de abusos urbanísticos.

Hay otro factor a tener presente. Muchas personas, que no minimizan la corrupción, en el momento de votar la sitúan en un marco más amplio, en el que también tienen en cuenta otros aspectos de las diferentes opciones políticas.

A estas alturas es imposible vaticinar nada, entre otras cosas porque desconocemos la profundidad que ha alcanzado este último episodio de corrupción y en qué condiciones se celebrarán las elecciones. Pero sí constato, al menos en el mundo en el que me muevo, que la preocupación sincera por la corrupción, va acompañada de la inquietud por las consecuencias que en términos de derechos socioeconómicos, pluralidad nacional o libertades civiles puede comportar la caída del gobierno de coalición y la configuración de una mayoría de las derechas.

Las izquierdas debieran estar especialmente interesadas en combatir la corrupción. No por razones de superioridad ética sino porque la corrupción erosiona las instituciones democráticas y las debilita en su función de control del verdadero poder, el económico. El resultado final de una política corrupta y una democracia deslegitimada es una sociedad con más desigualdades de todo tipo.

Solo es posible superar esta crisis en clave progresista con un doble compromiso. Poner en marcha urgentemente medidas de regeneración democrática y una agenda social que profundice en los derechos.

Soy consciente de que la correlación de fuerzas es la que es y que no todas las fuerzas progresistas interesadas en parar a las derechas tienen la misma concepción sobre estas políticas. Pero creo que no queda otro resquicio por el que salvar este punto de juego, set, partido y torneo.